¿Comienzos o finales? La síntesis en la era del trailer cinematográfico

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Si hay un ar­te­fac­to au­dio­vi­sual que sea por si mis­mo pa­ra­dig­ma de la épo­ca en que fue crea­do, sin du­da, es­te es el trai­ler ci­ne­ma­to­grá­fi­co. Como sín­te­sis de la pe­lí­cu­la de­be des­ple­gar­nos una suer­te de re­su­men, só­lo que sin con­tar na­da, que nos evo­que con exac­ti­tud aque­llos ele­men­tos más atrac­ti­vos que se en­cuen­tran pre­sen­tes en el és­te. Un mal ejer­ci­cio del mis­mo pue­de ha­cer­lo en­ga­ño­so, evo­can­do ele­men­tos in­exis­ten­tes a tra­vés de un mon­ta­je as­tu­to, o in­clu­so pro­du­cir de­sin­te­rés, si nos re­su­me li­te­ral­men­te la pe­lí­cu­la, lo cual ha­ce de él un ar­te en sí mis­mo. Por eso nos en­con­tra­mos en el ca­so de que pe­lí­cu­las ab­so­lu­ta­men­te ne­fas­tas, in­di­ge­ri­bles in­clu­so pa­ra el más fa­ná­ti­co de la se­rie Z, en­cie­rran to­dos sus va­lo­res en esa sín­te­sis per­fec­ta que su­po­ne el trai­ler; en la re-interpretación de los as­pec­tos fun­da­men­ta­les de la pe­lí­cu­la en un con­te­ni­do com­pri­mi­do has­ta su mí­ni­ma ex­pre­sión. De és­te mo­do el trai­ler se com­po­ne co­mo el cul­men de la re­la­ción dia­léc­ti­ca: si la pe­lí­cu­la es la te­sis y la an­tí­te­sis de una idea, és­te es la sín­te­sis que se da de es­tas dos as­pec­tua­li­za­cio­nes del co­no­ci­mien­to. Y es por ello que re­sul­ta de in­te­rés pues la ima­gen del trai­ler se con­vier­te en la sín­te­sis pro­pia del tiem­po en que fue realizado.

Cuando uno se pre­sen­ta an­te el trai­ler ori­gi­nal de “The Texas Chainsaw Massacre” pue­de com­pro­bar lo an­te­rior a la per­fec­ción. Montado so­bre una elip­sis con­ti­nua va tro­tan­do in­can­sa­ble an­te es­ce­nas de in­mi­nen­te vio­len­cia ‑siem­pre anun­cia­das, ja­más ejecutadas- dan­do vuel­tas una y otra vez so­bre la fi­gu­ra pi­vo­tan­te: Leatherface. El per­so­na­je, que tal co­mo nos es pre­sen­ta­do aquí tan­to po­dría ser un hom­bre co­mo un fan­tas­ma o un mons­truo, se ar­ti­cu­la a tra­vés de los rá­pi­dos flash­backs que su­po­nen ca­da uno de los cor­tes en es­ce­na. El gan­cho, el mar­ti­llo o la mo­to­sie­rra son sím­bo­los fá­li­cos que se acen­túan con la hui­da de la mu­jer; la en­ti­dad hi­per­se­xual mons­truo­sa, el su­re­ño, vi­ve pa­ra el se­xo. Las úni­cas apa­ri­cio­nes de en­ti­da­des mas­cu­li­nas son pa­ra mo­rir o, in­clu­so cuan­do son fe­me­ni­nas, hay con­no­ta­cio­nes más o me­nos evi­den­tes de su in­mi­nen­te fa­lle­ci­mien­to. ¿Y por qué? Porque los 70’s coin­ci­die­ron con el te­rror de la gue­rra nu­clear, de la muer­te in­mi­nen­te, ade­más de la li­be­ra­ción se­xual que per­mi­tía una li­bre aso­cia­ción en­tre hom­bres y mu­je­res, la hi­per­se­xua­li­za­ción de la en­ti­dad mas­cu­li­na. Así el trai­ler de la pe­lí­cu­la se nos pre­sen­ta co­mo ese cho­que en­tre el te­rror an­te la muer­te y el se­xo que tan bien se fu­sio­na­rían des­de Freud ‑los im­pul­sos ge­me­los eros y thanatos- pe­ro que co­no­ce­rían su au­ge en los slashers de los 70’s-80’s que to­ma­rían por ba­se es­ta película.

Si el te­rror era el mo­ti­vo ge­ne­ral de los 70’s y 80’s en los 90’s se de­ja­ría pa­so a una evo­lu­ción más su­til en con­so­nan­cia con la épo­ca: el th­ri­ller. En el trai­ler de “Dangan Runner” nos en­con­tra­mos con una inusi­ta­da cal­ma; crea una ten­sión dra­má­ti­ca, una pre­sen­ta­ción de los ju­ga­do­res, que se rom­pe­rá en el fre­né­ti­co dis­pa­ra­de­ro con­si­guien­te. En el res­to del trai­ler só­lo ocu­rri­rán, bá­si­ca­men­te, dos co­sas: los per­so­na­jes co­rre­rán y man­ten­drán se­xo. Carente de cual­quier voz en off, co­sa im­pen­sa­ble en las dé­ca­das an­te­rio­res, nos pre­sen­ta la ac­ción sin fre­nos, to­do es un tour de for­ce don­de só­lo se pue­de pa­rar pa­ra mo­rir o pa­ra re­fle­xio­nar dra­má­ti­ca­men­te en una suer­te de elip­sis mien­tras El Mundo vuel­ve a echar a co­rrer. Los 90’s, era de la hiper-velocidad, los eje­cu­ti­vos co­rrían de un la­do y no pa­ra­ban un só­lo se­gun­do pues la vi­da de­bía ser be­bi­da a ca­da ins­tan­te. Esta la­bo­ra­li­za­ción del tiem­po li­bre ‑el crear la ne­ce­si­dad de que lo que ha­ga en mi tiem­po li­bre sea pro­duc­ti­vo, y por en­de, laborable- se ex­pre­sa­ría en es­ta ne­ce­si­dad de ve­lo­ci­dad: no hay tiem­po pa­ra la re­fle­xión, ¡vuel­ve a la acción!

Aunque bus­car una sín­te­sis de lo que su­po­ne lo que es­ta­mos vi­vien­do aho­ra se­ría una pu­ra fi­lo­so­fía fic­ción pe­ro sí que se pue­de ha­cer una es­pe­cu­la­ción: vi­vi­mos en la era de la co­li­sión. Como el vó­mi­to hiper-acelerado has­ta aca­bar des­com­pues­to en el sue­lo co­mo lo que en otra tiem­po fue co­mi­da po­dría­mos ver esa de­cons­truc­ción de nues­tro tiem­po en el trai­ler de “Crank 2”. Si an­tes la voz es­ta­ba to­tal­men­te des­apa­re­ci­da aho­ra re­apa­re­ce, aun cuan­do la voz en off si­gue des­apa­re­ci­da, en una nue­va con­for­ma­ción: la voz dia­lo­gal de los di­fe­ren­tes per­so­na­jes. Hay si­tio pa­ra la re­fle­xión, pa­ra la in­tros­pec­ción in­clu­so, pe­ro no se ad­mi­te des­de una fuer­za ex­te­rior aje­na al ser hu­mano. Así la ve­lo­ci­dad se ace­le­ra has­ta tal pun­to que, co­mo in­si­núa Chev Chelios, in­clu­so la muer­te es ape­nas un es­co­llo an­te el cual el hom­bre de­be so­bre­po­ner­se pa­ra se­guir co­rrien­do. En el mun­do no que­da na­da que no sea el hom­bre y es por eso que la ac­ción nun­ca se fre­na, pe­ro no por el tra­ba­jo, sino por el ocio; to­do en la exis­ten­cia del hom­bre se ha con­ver­ti­do en una bús­que­da eter­na y sal­va­je de cuan­tas for­mas del ocio exis­tan pa­ra sí. De es­te mo­do, li­be­ra­do de la voz en off y con una voz autoral-introspectiva re­cu­pe­ra­da, el hom­bre del si­glo XXI pue­de lan­zar­se a ju­gar abier­ta­men­te, co­mo un ni­ño, con las rui­nas de la ci­vi­li­za­ción del colapso.

¿Y que es la voz con res­pec­to del trai­ler? La voz, o su au­sen­cia, es lo que de­fi­ne los lí­mi­tes de cuan­to pue­de exis­tir, o no, en el mun­do. La voz se im­po­ne co­mo el ele­men­to na­rra­ti­vo que do­ta de con­sis­ten­cia a to­da reali­dad pa­ten­te; es la reali­dad en sí mis­ma, pues an­tes de ser con­ta­da só­lo exis­tía co­mo po­si­bi­li­dad; co­mo vi­sión del mun­do. Cuando só­lo exis­te la voz en off, sí­mil de la voz di­vi­na, aque­llos que exis­ten en el mun­do son in­ter­pues­tos a los cam­bios en su mi­ra­da del mun­do por lo que la voz les di­ce que es, y co­mo de­ben com­por­tar­se, en el mun­do. Con la au­sen­cia to­tal de voz los mis­mos só­lo son ca­pa­ces de ver el mun­do pe­ro, cuan­do lle­ga la voz dia­lo­gal, los per­so­na­jes son ca­pa­ces de con­tras­tar sus reali­da­des del mun­do crean­do in­fi­ni­tas ver­da­des con res­pec­to de sí. Esta tran­si­ción dia­ló­gi­ca de con­no­ta­cio­nes nietz­schia­nas ‑pues re­sul­ta ob­vio que en la voz en off hay una mo­ral del es­cla­vo, en la au­sen­cia de voz del amo, y en la voz in­tros­pec­ti­va del super-hombre- no es ni mu­cho me­nos el fi­nal del ca­mino, pues cual­quier des­via­ción que se per­mi­ta po­dría ha­cer vol­ver el si­len­cio, o la voz en off. En la sín­te­sis de vues­tra cul­tu­ra en­con­tra­reis la evo­lu­ción de vues­tras realidades.

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