Planet 51, de Jorge Blanco
Una de las preguntas que más inquietan al imaginario colectivo más cercano al conspiracionismo es la posibilidad de la existencia de vida inteligente en otros planetas dado que la bastedad del universo permite en teoría esa posibilidad a la vez tan común como de hecho imposible; aunque hubiera otra raza inteligente en el universo, ¿seríamos capaces de contactar con ellos alguna vez? Ahora bien, por mucha insistencia que tenga Terence McKenna por la importancia de estos alumbramientos del encuentro desconocido, la realidad es que el contacto con criaturas de mas allá de la realidad acontecen sino de diario si al menos con una regularidad pasmosa: nuestro encuentro con el otro, el otro racial o nacional, es tan común en el cosmopolitismo contemporáneo que se torna en absurdo el deseo de conocer a un completamente otro por ser de otro planeta. Los otros ya son completamente otros, no hace falta que venga un marciano para que no podamos comprenderlo en absoluto porque, de hecho, ya no podemos comprender en absoluto a un tailandés o un esquimal en ningún sentido estricto del término de la comprensión profunda de su cultura.
Es por ello que el único encuentro posible con un otro radicalmente opuesto sólo puede acontecer, precisamente, en la singularidad exclusiva del enfrentamiento contra el completo vaciamiento de la lógica o, lo que es lo mismo, la problemática del alien, del absolutamente otro en sí mismo, es irrepresentable. Incluso tendiendo al clásico ejemplo de Alien, donde el ser es tan singular que es incomprensible en sentido alguno, podemos encontrar la mínima semilla conceptual de su creación conceptual a través de la idea de la génesis a través del parto ‑lo que significa que ya hay una aspectualización de algo que nos resulta familiar, una metáfora simple a través de lo cual lo que nos resulta completamente ajeno adquiere alguna forma de sentido a través de algo que ya conocemos en sí. Esto nos lleva al invariante camino de que cualquier representación del alien pasa, necesariamente, por el acontecimiento de metaforizarlo para que irónicamente se parezca lo suficiente a alguna concepción humana de alguna clase que pueda ser comprendido fuera de su singularidad propia; para entender aquello que es completamente ajeno de lo humano, necesitamos encontrar aquello que se parece lo suficiente a lo humano como para explotarlo. Cualquier intento de comprender lo absolutamente externo en sí, está abocado al fracaso.
En el caso de Planet 51 esto se nos muestra de forma particularmente singular porque esta plasmación de lo irreal, de lo particularmente extraño, es precisamente en la inversión de cual es el acontecimiento del extrañamiento: la entidad extraña es el hombre, no el alien. Durante una buena parte de la película nos sumergen en su sociedad, sus costumbres y su diseño ‑cosa quizás más radicalmente importante de la película, pues el auténtico definidor natural (y metáforico) de todo es el propio diseño industrial que estos contienen- pretendiendo precisamente que nos pongamos en situación del contexto propio de sus ideas para enfrentarnos luego contra la realidad en sí. Su concepción de la humanidad como monstruos con poderes psíquicos capaces de derrotar ejércitos enteros con sus poderes mentales y bestiales fauces nos resulta irrisorio, pero no deja de ser una connatural concepción de lo extraño que la humanidad ha compartido durante casi toda su historia ‑por ejemplo, el considerar a los negros como descendientes de simios es algo común hasta hace relativamente escaso tiempo.
Pero si esta representación bipolar funciona es, precisamente, porque funciona metafóricamente a través de la función de un doble estereotipado de las dos diferentes formas de existencia que sufren un colapso entre sí. Los alienígenas son tremendamente arquetípicos, explotando diferentes formas estéticas que asociamos indisolublemente a estos; su carácter físico (verdes y con antenas), el diseño industrial de sus objetos (tendente hacia la forma circular) y algunas constantes referencias pop muy poco disimuladas (el perro alien, por ejemplo) refuerzan esa idea de familiaridad en donde nos reconocemos con unos aliens que, en teoría, nos deberían ser completamente ajenos. Pero del mismo modo nos reconocemos en los pequeños detalles del astronauta humano, tanto en toda la estética espacial como en un iPod, en tanto vemos en ellos un reflejo preciso de aquello que nos resulta connatural dentro del contexto humano-espacial; no hay un extrañamiento profundo entre las figuras, una representación clara de quien debemos seguir como luz guía del acontecimiento, sino que la metaforización de ambos lados nos permite reconocer como propios a ambos por igual.
Es sólo desde esta perspectiva que podríamos comprender que hay en la película no sólo una divertida historia sobre la amistad y la aceptación del otro, sino que de hecho hay una fuerte plasmación de como podríamos comprender a un otro radicalmente otro. El estereotipo refuerza ideas preconcebidas ‑como de hecho el que crean que los humanos somos monstruos sanguinarios de poderes místicos sólo complica las cosas al astronauta- pero también puede enfatizar aquellas que nos acercan hacia un contexto común, como puede ser que un determinado diseño específico de un objeto ‑por ejemplo, un platillo volante- nos de un lugar donde aferrarnos para pretender conocer como funciona su mundo. Es por eso que cuando comprobamos que además de las diferencias funcionales específicas todo no deja de ser como una especie de, como cosas que funcionan de un modo equivalente a otras cosas que nosotros conocemos, podemos comprender al otro en su absoluta singularidad; quizás el platillo volante nos resulte extraño por ser un objeto gravitacional y de un diseño extraño, pero de hecho podemos comprender que es, metafóricamente, como un coche. Es por eso que aunque la estética en sí es lo que nos ayuda a empatizar en un primer lugar con las cosas, pues sólo a través de esta encontramos hechos familiares que aceptamos en sí, es en el sentido profundo del diseño donde encontramos aquello que nos resulta familiar: un coche es un coche, independientemente de que uno sea un deportivo y otro una especie de platillo volante.
Cualquier pretensión de comprender al otro que vaya más allá de enfatizar aquellas cosas que hay con respecto de lo común, aquello que podemos metaforizar porque a pesar de la diferencia su función de diseño última es estrictamente equivalente en todos sus sentidos, chocará de frente contra la imposibilidad absoluta de comprender aquello que posee el otro en su sentido más profundo. Porque si de hecho no podemos comprender la mente de otros individuos de forma inequívoca siendo cercanos nuestros, ¿por qué tendríamos que poder hacerlo con entidades que van más allá de nuestro sentido mismo? El triunfo del conocimiento del otro pasa por la metaforización de su existencia para así poder comprender que ellos y nosotros somos tan iguales (en las funciones) como distintos (en la forma).