En este sagrado hogar seguimos pensando el terror pero, en ocasiones, gustamos de mirar hacia nuestros propios abismos interiores para demostrar cuan al borde estamos todos. Para ello nos deleitará Jim Thin con los ecos de sus propias pesadillas.
Apenas unas semanas atrás tuve una pesadilla. Desde hacía bastante no me sucedía (desde hacía bastante ni siquiera recordaba los sueños), y no puedo destacar su ocurrencia como resultado de algún visionado o lectura terrorífica próxima (desde Cabin in the Woods habían pasado ya meses; American Horror Story comenzó más tarde del incidente). Es importante esta no-conexión de forma consciente con la realidad, al menos para mí y lo sucesivo, pues aisla la pesadilla de razones, despoja su temática y símbolos de paralelismos cercanos, la convierte en producto puro de mi imaginación o en realidad inequívoca. Dos opciones con igual probabilidad: ninguna y toda.
Como en toda pesadilla o sueño no recuerdo o no existe un inicio, todo lo nítido aparece difuminado y el orden está alterado, por lo que la explicación será inexacta como poco. Mi yo tumbado y dormido en la cama puede ser parte real o parte de la pesadilla, pero desde luego existió una imagen mental que comprendía la habitación en un ángulo imposible, abarcándola por completo. Después la buhardilla, completamente vacía y reducida, privada de la cantidad de trastos que ocupan toda la planta de la casa, enmarcada en dos paredes que parecen las únicas y el habitual techo formando la apariencia triangular de la estancia diáfana: pared de ladrillos, suelo de cemento y un colchón. Prefiero no describir lo siguiente en profundidad, prefiero no bloquear la escritura y añadir el elemento pesadillesco sin más: una niña no tan niña cercana al tópico del horror, delgada y alta con pelo largo y moreno, pero con una cantidad de matices únicos que la hacen inconfundible en mi cerebro. Y ahí estoy yo o no estoy en absoluto, sentado en el colchón o de pie, no lo recuerdo; y un segundo después ahí estoy yo y ya no estoy, hablando en una lengua que me veo incapaz de imitar (por desconocimiento y memoria), recitando lo que parece una frase de un ritual arcano que soy incapaz de intentar pronunciar de nuevo (por miedo). Chispas, gritos, colores, confusión, vacío y despertar. Luego me volví a dormir sin mucho reparo.
Al día siguiente no le hice mucho caso a la pesadilla: la etiqueté con este nombre más por el contenido que por la sensación (no hubo agobio, ansiedad o angustia) y me dediqué a mis labores. Fue por la noche, evidentemente —por la cercanía con la posibilidad de una nueva pesadilla, por la propia oscuridad como motor reflexivo-paranoico — , cuando comencé a pensar en ello. El proceso de análisis ya lo he olvidado, pero la conclusión, la interpretación de la pesadilla, aún la retengo: esa niña está muerta, pero necesita ayuda; la pesadilla fue el único modo en que pudo contactar con nuestro mundo, conmigo, pedir por favor un cuerpo que poseer solo para recitar esas palabras que ni quiero ni sé recordad y que la ayudarán de algún modo. Fue una proyección de su deseo.
Reconozco la poca originalidad, culpo a mi cerebro copado de características comunes de categoría terrorífica, pero es importante recordar la fuerza e intensidad con la que vivimos los sueños. La premisa más básica y disfuncional (en cuanto a incapacidad de alcanzar su objetivo) en una película puede desenvolverse con toda coherencia (dentro de su incoherencia) en un sueño y provocarnos aceptarla como posible, aun dentro de los márgenes de lo imaginado, condicionando (como lo haría una buena, ahora sí, película) nuestra visión de la realidad ulterior. Trasladándolo a las pesadillas y, más concretamente, a mi pesadilla, esta historia de niña muerta que en una película de terror me haría aborrecerla de partida y tornaría su visionado en compendio humorístico, al ser creada de manera semi-inconsciente a través de la imaginación propia refuerza su posibilidad de realidad. O refuerza, puesto que sigo enmarcando la pesadilla en esta taxonomía onírica, el miedo a posteriori.
Lo interesante es la situación a la que esta pesadilla me ha llevado, la situación a la que todas las pesadillas nos suelen arrastrar: las categorizamos nada más despertar, ese «todo ha sido un sueño» («es solo una película», por prolongar también este plano), para ocultar nuestro escepticismo respecto a su naturaleza. Nos negamos la posibilidad de duda porque tememos tan solo planteárnosla. Y sin embargo, el escepticismo también nos obliga a combatir el miedo queramos o no; activa el factor de supervivencia darwiniano: tras una película seguimos bajando unas escaleras a oscuras sin problema, pues somos conscientes de la ficción recién visionada, pero ello no nos impide acelerar algo más el paso o (los más suceptibles) bajarla directamente a zancadas. Tras mi pesadilla he seguido durmiendo a pierna suelta, he subido a la buhardilla de noche sin siquiera recordar que allí sucedió todo, no he asociado el crujir de muebles con pasos ni las corrientes frías de aire como presencias extracorpóreas, y sin embargo le he pedido a esta niña que se busque a otro, que no se apareciese para demostrarme que mi pesadilla era real, que no se me presentase y arruinase mi sistema de creencias, pues mi estado de shock sería tal que no podría proporcionarle ninguna ayuda. He razonado con mi escepticismo, y ha sido terrorífico.
De hecho escribir este texto ha sido la empresa más complicada en la que me he embarcado nunca, mirando en el reflejo de la ventana cada dos líneas, intentando no sobrepasar los límites, cruzando los dedos para no invocar su posible (pero no quiero pruebas, de verdad) presencia.