Un montón de hojas muertas. Un terrorífico cuento de otoño.

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A lo lar­go de es­te año he pu­bli­ca­do un re­la­to de am­bien­ta­ción ve­ra­nie­ga («Ice Cream Juggernaut») y otro de cor­te in­ver­nal (nun­ca me­jor di­cho; «Snowflake Massacre»), y muy pron­to sal­drá a la luz un ter­ce­ro ins­pi­ra­do en los en­can­tos de la pri­ma­ve­ra («Bloodroot»), to­dos co­mo par­te de una se­rie de an­to­lo­gías or­ques­ta­das por la edi­to­rial ame­ri­ca­na Static Movement. Por des­gra­cia, la com­pi­la­ción co­rres­pon­dien­te a mi es­ta­ción fa­vo­ri­ta del año ya es­ta­ba ce­rra­da cuan­do em­pe­cé a tra­ba­jar con ellos, así que la te­tra­lo­gía es­ta­ba in­com­ple­ta… has­ta aho­ra. La pro­pues­ta de Álvaro pa­ra que par­ti­ci­pa­se en su ya clá­si­co es­pe­cial de Halloween me pa­re­ció la ex­cu­sa per­fec­ta pa­ra es­cri­bir ese cuar­to re­la­to. Y aquí es­tá. Mi cuen­to de otoño.

UN MONTÓN DE HOJAS MUERTAS
por Andrés Abel

Memory heaps dead lea­ves on corpse-like deeds,
from un­der which they do but va­guely of­fend the sense.
John Galsworthy, The Forsyte Saga

El cie­lo era ro­sa, una ver­sión edul­co­ra­da del cre­púscu­lo que en aque­lla épo­ca so­lía acom­pa­ñar­lo de ca­sa al tra­ba­jo, ha­cién­do­le sen­tir tan pe­que­ño co­mo un ni­ño lle­va­do a ras­tras por un adul­to. Aquella tar­de la bó­ve­da gra­na­te de los úl­ti­mos días ha­bía de­ci­di­do tra­ves­tir­se en al­go­dón de azú­car, in­vir­tien­do los pa­pe­les de la ce­le­bra­ción que to­ma­ría las ca­lles tan pron­to co­mo el sol ter­mi­na­ra de po­ner­se: en­ton­ces se­rían los ni­ños quie­nes se trans­fi­gu­ra­sen, y quie­nes ti­ra­rían ex­ci­ta­dos de las ma­nos de sus acom­pa­ñan­tes. En cual­quier ca­so, él ya no era un ni­ño, ni te­nía nin­guno a su car­go, y sa­bía que aque­lla no­che no se­ría pa­ra él dis­tin­ta de la an­te­rior o la siguiente.

(«¡Uac, uac!», gri­tó un cuer­vo des­de los árboles).

Le lle­va­ba ca­si me­dia ho­ra atra­ve­sar el pa­seo de la ala­me­da has­ta la fac­to­ría de la Silver Shamrock, pe­ro se ale­gra­ba de po­der ir ca­mi­nan­do, ha­cien­do cru­jir el sue­lo ba­jo sus bo­tas de fae­na. Las ho­jas se­cas cu­brían su ace­ra y la de en­fren­te, a su iz­quier­da, y has­ta los már­ge­nes de la ca­rre­te­ra que se pro­lon­ga­ba en­tre am­bas, co­mo una in­men­sa vi­ga gris co­rroí­da por la he­rrum­bre de oc­tu­bre. No so­pla­ba ni una briz­na de vien­to, ni cir­cu­la­ba nin­gún vehícu­lo que tur­ba­ra la quie­tud de las ho­jas caí­das. La su­ya era la úni­ca res­pi­ra­ción que re­mo­vía el ai­re del paseo.

(La úni­ca res­pi­ra­ción humana).

(Porque en los ár­bo­les vi­vían al­gu­nas ar­di­llas. Y al me­nos un cuervo).

Vio el mon­tón mu­cho an­tes de pa­sar jun­to a él: un cú­mu­lo de ho­jas de unos dos me­tros de lar­go, y ca­si me­dio me­tro de al­to en uno de sus ex­tre­mos. Se en­con­tra­ba al pie de uno de los ála­mos que for­ma­ban a su de­re­cha, en van­guar­dia del bos­ca­je que se ex­ten­día más allá. El ár­bol te­nía una ra­ma ro­ta que col­ga­ba so­bre la de aba­jo di­bu­jan­do una cruz. Seguramente aquel ri­me­ro de ho­jas se­cas ha­bría pa­sa­do des­aper­ci­bi­do pa­ra la ma­yo­ría de pa­sean­tes, pe­ro él se jac­ta­ba de ser un hom­bre mi­nu­cio­so, y años de la­bor en la ca­de­na de mon­ta­je no ha­bían mer­ma­do su vis­ta; más bien al con­tra­rio. Por eso dis­tin­guió tam­bién per­fec­ta­men­te, sin con­fun­dir­la en nin­gún mo­men­to con una ra­mi­ta se­ca o cual­quier otra za­ran­da­ja, la mano que so­bre­sa­lía a un la­do del montón.

Al prin­ci­pio se ten­só tan­to que su cue­llo ame­na­zó con que­brar­se, y un le­ve tem­blor se apo­de­ró de su ca­be­za; pe­ro mien­tras se mor­día el la­bio de aba­jo pa­ra re­fu­giar­se en la se­gu­ri­dad del do­lor, re­cor­dó la fes­ti­vi­dad de aque­lla no­che. Maldición. Enseguida se con­ven­ció de que al­gún mo­co­so ha­bía com­pues­to aque­lla es­ce­na pa­ra ate­mo­ri­zar a in­cau­tos co­mo él. No obs­tan­te, no po­día pa­sar de lar­go sin ve­ri­fi­car lo que ya sabía.

Un nue­vo graz­ni­do lo acom­pa­ñó mien­tras aban­do­na­ba la ace­ra y se in­ter­na­ba ha­cia los árboles.

Se de­tu­vo de­lan­te de la mano. La por­ción vi­si­ble de an­te­bra­zo des­apa­re­cía de­ba­jo de las ho­jas dan­do la im­pre­sión de que den­tro ha­bía un cuer­po ocul­to. Eso se lo con­ce­día al mo­co­so. Sin em­bar­go, vis­ta de cer­ca no le pa­re­ció que la pró­te­sis es­tu­vie­ra muy lo­gra­da: la su­pues­ta piel es­ta­ba des­co­lo­ri­da y arru­ga­da, y allí don­de se le­van­ta­ba pa­ra mos­trar pre­sun­tas sec­cio­nes de hue­so ni si­quie­ra se ha­bían mo­les­ta­do en apli­car unas go­ti­tas de ro­jo. El úni­co ele­men­to que con­fe­ría al­gún vi­so de au­ten­ti­ci­dad a tan cha­pu­ce­ra pie­za de uti­le­ría eran unos po­cos gu­sa­nos des­pis­ta­dos que se arras­tra­ban por en­ci­ma de ella.

Se pre­pa­ró pa­ra pro­pi­nar­le un pun­ta­pié y sa­car­la de de­ba­jo de las ho­jas, so­lo pa­ra echar­le un vis­ta­zo a la pro­lon­ga­ción de la mu­ñe­ca. Sentía cu­rio­si­dad por ver có­mo ha­bían re­ma­ta­do el cor­te del bra­zo. Después vol­ve­ría a em­pu­jar­la y la hun­di­ría de­fi­ni­ti­va­men­te de­ba­jo del mon­tón, pa­ra evi­tar­le el so­bre­sal­to a otro viandante.

Su pie y la mano se en­con­tra­ron an­tes de que él pu­die­ra ha­cer nin­gún movimiento.

***

Lo pri­me­ro que vio cuan­do abrió los ojos fue­ron las ra­mas en for­ma de cruz, re­cor­ta­das con­tra la lu­na. (En reali­dad so­lo veía con un ojo; el otro lo te­nía com­ple­ta­men­te ta­pa­do). Después lle­ga­ron un pe­que­ño vam­pi­ro y una mo­mia con co­ro­na de prin­ce­sa, que per­ma­ne­cie­ron in­cli­na­dos so­bre él has­ta que una voz gra­ve e im­pe­ra­ti­va los con­vo­có fue­ra del al­can­ce de sus de­dos. Juraría ha­ber es­ta­do a pun­to de mo­ver­los mien­tras los ni­ños es­tu­vie­ron a su la­do, pe­ro aho­ra so­lo po­día sen­tir el frío de la no­che des­li­zán­do­se en­tre ellos; y aun­que tam­po­co era ca­paz de emi­tir nin­gún so­ni­do, no se de­jó po­seer por el pá­ni­co. Porque sa­bía que no po­día pa­sar mu­cho tiem­po an­tes de que al­guien vie­se su mano aso­man­do en­tre las ho­jas, o de que un gol­pe de vien­to las hi­cie­ra vo­lar y de­ja­se su cuer­po al descubierto.

El cuer­vo vol­vió a graz­nar, y su gri­to re­so­nó en sus oí­dos mien­tras el cie­lo os­ci­la­ba en­tre el ne­gro, el ro­jo y el azul, y tam­bién el ro­sa al­gu­nas veces.

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