La casa de los 1001 cadáveres. Un oscuro epílogo de Xabier Cortés

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Halloween no aca­ba nun­ca, y por ello aun­que ha­ya lle­ga­do a su fin no­so­tros se­gui­mos ali­men­tán­do­lo. ¿Se pre­gun­tan que fue de la se­gun­da par­te del es­pe­cial, aque­lla en la que ha­bla­ría­mos de Rob Zombie to­dos en co­mu­ni­dad? Ya sa­ben que pa­só: us­te­des no acu­die­ron a la lla­ma­da y por ello se can­ce­ló; no ha­bía na­da que mos­trar, ¿pa­ra qué dar ex­pli­ca­cio­nes? Pero hu­bo una per­so­na, só­lo una per­so­na, que sí con­tes­tó y, por ello, se me­re­ce la ex­pli­ca­ción y el mi­nu­to de glo­ria que no pue­do pro­por­cio­nar­le pe­ro sí in­ten­ta­ré dar­le. Va por ti, Dulcemorgue.

Mis pa­sos de­vo­ran el pol­vo­rien­to y si­nuo­so ca­mino ha­cia la des­ven­ci­ja­da ca­sa de Otis y sus hues­tes. Otra vi­si­ta más. Expectante por el ma­ca­bro show cu­yos de­ta­lles es­ta­rán aho­ra mis­mo ul­ti­man­do. Ya sien­to mi res­pi­ra­ción ace­le­ra­da y no si­quie­ra soy ca­paz de ver la ca­sa. El olor —siem­pre co­men­tá­ba­mos que el olor de­la­ta­ría los jue­gue­ci­tos de esa jo­di­da fa­mi­lia— el olor es­pe­so lo po­see to­do en es­te pa­ra­je. El olor a muer­te es evi­den­te y se con­vier­te en em­bria­ga­dor se­gún nos va­mos aden­tran­do más y más en los te­rre­nos de la fa­mi­lia. Ahí es­tán, es­pe­ran­do en la puer­ta. Parece que soy de los úl­ti­mos en lle­gar, veo ca­ras co­no­ci­das de otros años. Estoy se­dien­to y aquí apa­re­ce Baby ofre­cién­do­me al­gún du­do­so bre­ba­je, a sa­ber qué ha­brá es­ta­do ha­cien­do con él, mal­di­ta ninfómana.

-Buenas tar­des, da­mas y ca­ba­lle­ro. Bienvenidos un año más al ver­da­de­ro cir­co de los ho­rro­res, es­te año…

La voz de Otis si­gue re­sul­tan­do tan re­pul­si­va co­mo de cos­tum­bre, pe­ro su in­vi­ta­ción a un in­fra­mun­do de de­pra­va­ción y muer­te pue­de con to­dos los pre­jui­cios que po­de­mos al­ber­gar cual­quie­ra de los miem­bros de es­te pe­que­ño y se­lec­to gru­po de adic­tos al mor­bo y a la sangre.

-..ten­dre­mos con no­so­tros una sor­pre­sa es­pe­cial, pa­sen al in­te­rior de nues­tra hu­mil­de man­sión, Baby les in­di­ca­rá sus asien­tos y les ser­vi­rá su be­bi­da favorita.

Por fin, pen­sa­ba que íba­mos a de­rre­tir­nos ahí fue­ra. Aquí den­tro se es­tá ex­tra­ña­men­te có­mo­do. El es­pec­tácu­lo va a dar co­mien­zo mien­tras apu­ro mi co­pa de bour­bon que las­ci­va­men­te Baby se ha pa­sa­do por su en­tre­pier­na. ¿Qué su­ce­de? Mi ca­be­za pier­de to­do so­por­te con la reali­dad y mi vi­sión fun­de a ne­gro. No pue­do gri­tar, no pue­do mo­ver­me. No pue­do huir. Sólo pue­do su­frir. Noto co­mo al­go se cla­va en la pal­ma de mi mano de­re­cha. En mi mano iz­quier­da tam­bién. Algo me­tá­li­co ro­dea mi cue­llo y me apri­sio­na. Un do­lor al que no me acos­tum­bro re­co­rre mi atur­di­do sis­te­ma ner­vio­so has­ta ta­la­drar­me la ca­be­za. Abro los ojos y mi vi­sión es­tá te­ñi­da de ro­jo. Estoy sus­pen­di­do a un par de me­tros so­bre el sa­lón de ac­tos col­ga­do por los bra­zos, cru­ci­fi­ca­do en el ai­re. El do­lor me nu­bla, las há­bi­les ma­nos del Doctor Satán se mue­ven por mi tor­so, ampu­tan­do y cor­tan­do a su vo­lun­tad con esa mal­di­ta pre­ci­sión qui­rúr­gi­ca que tan­to nos ha­cía reír en an­te­rio­res oca­sio­nes. Estos ca­bro­nes me han con­ver­ti­do en su es­tre­lla prin­ci­pal. Soy el ca­dá­ver 1001.

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