Conversaciones con David Foster Wallace, de Stephen J. Burn
Si existe un arte infravalorado aun cuando está ahí de facto como tal, inundando de forma natural toda nuestra existencia —el cual es sólo quizás superado por los adalides de la oratoria, el arte cuyo uso (subconsciente) se da con una mayor naturalidad — , ese es el de la conversación. No debe cabernos duda que no lo es en el sentido que definimos como arte la pintura o la música, pero si es arte como podría serlo la escritura o la filosofía: la conversación es un acto performativo que no necesariamente se da en el hábito de convencer al otro (discusión) ni de informar de hechos particulares (comunicación) tanto como de intentar buscar una verdad interior que no sea comunicable en un discurso unívoco; las conversaciones interesantes son aquellas que sólo pueden suceder cuando se cruzan las mentes de dos personalidades particulares que, en su síntesis, dan lugar a una reflexión por encima de los pensamientos personales de cada uno por separado: la conversación es arte en tanto trasciende la prisión solipsista. El acto dialógico como arte crea un contexto común, fundamenta el mundo que hay en común entre ambos interlocutores, a través del cual no sólo despliegan el mundo sino que lo crean en conjunto. Si el artista es el que expande los límites de lo que se puede conocer, el conversador es entonces el artista que decide trabajar en el seno de las comunidades efímeras del diálogo.
El arte de la conversación, que no necesariamente es reductible al publicitario parasitismo de la entrevista en tanto en ésta un periodista pretende extraer información en una comunicación unidireccional a partir de la cual ni hay ni puede haber ninguna clase de feedback a través del cual construir un pensamiento común, siempre es cultivado por aquellos que dominan las palabras, porque lo que significan éstas depende también de lo que nos sea necesario que signifiquen según los cambios particulares que suceden en nuestro mundo presente1. Es quizás por eso que si hay alguien que pudo haber sido, y de hecho fue a la luz de los acontecimientos, un gran conversador éste fue David Foster Wallace: su inteligencia rabiosa sólo es comparable con su obsesivo trazado del lenguaje para que significara únicamente lo que el deseaba que en cada ocasión significara. Si se piensa con y desde las palabras, entonces, y por necesidad, David debía ser un interlocutor artísticamente ideal, uno de los mejores compañeros posibles para atravesar la frontera del solipsismo del pensamiento propio.
Según declara él mismo en varias de las conversaciones de este volumen de elocuente nombre, Conversaciones con David Foster Wallace, su aterradora capacidad de retorcer la forma lingüística en su favor le viene de familia —madre profesora de inglés y padre profesor de filosofía, él en la universidad de Illinois, ella en una facultad local — , lo cual resultaría explicativo de como poder llegar a ser uno de los más grandes gimnopedistas del lenguaje. El uso peculiar que hacía de las palabras su madre le dio el título de su primera novela (La escoba del sistema es como llamaba su madre a los alimentos con fibra) del mismo modo que las obsesiones filosóficas, siempre presentes aunque nunca se terminen de literalizar, son a su vez heredadas de su padre, discípulo del último discípulo de Wittgenstein2, definirían su visión al respecto del lenguaje en tanto tal. Su búsqueda nominativa de lo que no se puede decir, que no sólo ocurre en sus novelas o ensayos en tanto también lo encontramos en menor medida en sus diálogos, es el leit motiv esencial del brillante David.
En su conversación con Hugh Kennedy y Geoffrey Poll afirmará que toda buena escritura de alguna manera se interesa en y actúa como un antídoto contra la soledad. (…) Hay un modo, al menos en la narrativa, que te permite intimar con el mundo y con mentes y personajes con los que no te es posible hacerlo en el mundo real. Esta convención de la narrativa como una forma de expresarse más allá de mi mismidad, el lenguaje como un modo de crear un contexto común en el cual entendernos con el otro3, no deja de ser ese intento de superar el solipsismo que tanto aterraba a David. Todos estos juegos del lenguaje que asume no sirven sólo como juego o como impostura, hecho que además odia en tanto pretencioso: la dificultad por la dificultad es un gesto vacío de significado, sino que sirven como modo de superar el solipsismo a través del lenguaje4. El juego del lenguaje que desarrolla siempre lo es como búsqueda de algo, de una comunidad auténtica más allá de la absoluta soledad en la cual nos posiciona el lenguaje en tanto pensamos el mundo a través del lenguaje siendo el mundo lenguaje; sólo a través de la metáfora, de la ficción, de otros mundos posibles, podemos vivir el pensamiento del otro como algo más que sólo lenguaje recursivo.
Todo esto nos llevaría directos hacia una de sus reflexiones más ácidas, suscritas dentro de la apasionante conversación con Larry McCafery —la cual debería estudiarse ya no tan sólo en toda facultad de periodismo que se precie de serlo como paradigma de La Entrevista, sino que debería estudiarse también en las clases de literatura y filosofía sobre como se engarzan a la perfección estas dos sólo a priori distantes disciplinas — , en la cual afirmaría que el auténtico fin de la metaficción siempre ha sido el Armageddon. El reflejo del arte sobre sí mismo es un hecho terminal. En tanto el arte debe comunicarnos con los demás, debe crear un contexto del mundo, ¿qué sentido tiene que la ficción se piense a sí misma como ficción si eso sólo sirve como un juego que, rara vez, nos permite aproximarnos a los otros? Si la metaficción es el Armageddon del arte lo es precisamente porque en la mayoría de casos subraya, no elimina, el solipsismo del hombre5 6.
Ahora bien, uno de los puntos cumbres de todo el libro sería cuando David habla al respecto de la situación en la actualidad (entendiendo por actualidad el año 1993, aun cuando sigue siendo vigente hoy en tanto sigue siendo el presente) el papel suscrito por la literatura en una de las reflexiones más brillantes jamás hechas no sólo al respecto de la literatura, sino a toda forma existencial contemporánea:
En lo que a mí respecta, los últimos años de la era posmoderna han acabado pareciéndose un poco a como te sientes cuando estás en el instituto y tus padres se van de viaje y das una fiesta. Traes a todos tus amigos y das una fiesta salvaje, repugnante y fantástica. Durante un rato es genial ser libre y liberar, desaparecida y derrocada la autoridad parental, un goce dionisíaco tipo “el gato se ha ido, divirtámonos”. Pero después pasa el tiempo y la fiesta sube de volumen y se te acaban las drogas y nadie tiene dinero para comprar más, y empiezan a romperse y a volcarse cosas, y hay un cigarrillo encendido sobre el sofá, y tú eres el anfitrión y también es tu casa, y poco a poco empiezas a desear que tus padres vuelvan y restauren algún jodido orden en tu casa. No es una analogía perfecta, pero lo que percibo en mi generación de escritores e intelectuales o lo que sea es que son las 3:00 a.m. y el sofá tiene varios agujeros por quemaduras y alguien ha vomitado en el paragüero y estamos deseosos de que el disfrute se termine. La labor parricida de los fundadores posmodernos fue magnífica, pero el parricidio produce huérfanos, y no hay jolgorio suficiente que pueda compensar el hecho de que los escritores de mi edad hemos sido huérfanos literarios a lo largo de nuestros años de aprendizaje. En cierto modo sentimos el deseo de que algunos padres vuelvan. Y por supuesto nos inquieta el hecho de que deseemos que vuelvan. Quiero decir, ¿qué nos pasa? ¿Somos una panda de nenazas? ¿De verdad necesitamos autoridad y límites? Y, claro, la sensación más inquietante de todas es que gradualmente comenzamos a darnos cuenta de que, a decir verdad, esos padres no van a volver nunca. Lo que implica que nosotros vamos a tener que ser los padres.
Cualquiera que quiera escribir7 en el presente tiene que tener en cuenta que, lejos de la ausencia casi absoluta de referentes o pautas que violar del pasado, ahora debe atenerse a la atenta mirada de papá: Don DeLillo, Thomas Pynchon o el propio David Foster Wallace han cambiado las reglas de juego porque en realidad han creado reglas donde antes no las había, han definido una nueva forma de pensar donde antes sólo había erial. El problema es que los dos primeros son casi más nuestros abuelos que nuestros padres, o lo podrían ser al menos en tanto ambos heredan un pensamiento posestructuralista que ya en papá David es algo asumido como la base a partir de lo cual empezar a pensar y no el fin hacia el cual pensar8, y no parece que haya muchos más dispuestos a obligarnos a ordenar el cuarto y ponernos una serie de reglas mínimas a través de las cuales poder pretender apre(he)nder la ontología del presente. Si el dulce David nos ha dicho que la literatura no puede ser una búsqueda de la forma por la forma, que debe comunicar algo a través de la metáfora, ¿donde están esos otros padres que definan nuestra rutina como escritores, que ofrezcan alternativas u otras formas de entender el lenguaje —como, por ejemplo, quienes crean que toda literatura deba ser pura narratividad, cosa que no defendería David, en vez de un estilo que cree vasos comunicantes de doble dirección con el mundo? Cada uno debe buscar los suyos porque, aunque los padres no se eligen, al menos sí se descubren.
Por supuesto él no se pararía aquí, no sería él si lo hiciera, y por eso con Tom Socca nos concede la explicación sobre las (mínimas) reglas de la no-ficción que deberíamos seguir: La mayoría de los textos de no-ficción son básicamente así: Mira, no soy un gran periodista, y no sé entrevistar a nadie. Pero lo que puedo hacer es darte una rodaja de mi cabeza y dejarte ver un corte transversal del cerebro de una persona medianamente brillante. Y en cierto modo, creo que las notas al pie de página son mejores representaciones de patrones de pensamiento y patrones de hecho9. Esto no son reglas inviolables, pero son las reglas que la mayoría de las personas de una determinada generación hemos decidido asumir sino como un compromiso de hecho —porque tampoco puede ser algo consciente, uno asume las reglas (o decide violarlas) como un pacto silencioso— si al menos como un compromiso de facto; nada hay en la escritura de no-ficción de toda una generación que no sea el rebosante vitalismo exhibicionista de un padre literario e intelectual que se desnudó de tal forma atroz que casi podemos sentir su posible dolor: no hay nada en la escritura de sus ensayos que no sea una nauseante capacidad de transmitir las cosas tal y como él las ha vivido.
Los límites del lenguaje son los límites de aquello que podemos conocer, quizás por eso nos da una valiosa lección en forma de cántico obsesivo: la importancia de la televisión y la cultura popular en su escritura. En tanto ser humano de una cierta generación, bombardeado desde su más tierna infancia con una cantidad inefable de publicidad y una cantidad de televisión no por menor en horas ya carente de obscenidad, lo catódico se expresa de forma constante en su lenguaje. No siempre en un sentido literal: los cortes periódicos para insertar formas discursivas diferentes, el lenguaje publicitario, el culto hacia la diversidad de personajes; todo cuanto escribe está difuminado por los límites de la influencia que sobre él han ejercido las incontables horas de formación obsesiva en Jeopardy! o Hawai 5.0; si bien la vida en naturaleza era la base del pensamiento hasta el XIX, y a partir de éste lo sería la vida en la ciudad, a partir de la generación de los 50’s esta variaría hacia la vida en el mundo catódico10.
Si la generación de nuestro abuelo (Thomas) incluyó dentro de su lógica las formas contestatarias, vigorosas y basadas en constantes fugas solitarias de estilo del rock y la generación de nuestro padre (David) asumió como novedosas las estructuras fragmentadas, anecdóticas y breves de la televisión, ¿cual debería ser nuestro leit motiv que nos ayude a construir el discurso de nuestro tiempo? La inmediatez, el aceleramiento vertiginoso de la existencia, una escritura que se expande hasta el infinito y, a su vez, se reduce hasta su mínima expresión, la interacción constante con un mundo que se evoca presente al golpe exclusivo de nuestra insinuación posible de un deseo: Internet, los videojuegos.
Ahora bien, ¿acaso no deja de ser todo esto una lucha incesante contra ese solipsismo que siempre ha ocurrido sólo que ahora, quizás por esa aceleración de toda realidad, se pretende suplantar a través de lenguajes que ya son casi secretos en tanto su fecha de caducidad siempre fue ayer?¿Puede ser que, en último término, estemos siguiendo las leyes de papá David sin atrevernos a romperlas porque, de hecho, aun ni siquiera hemos tenido el valor de asumirlas enteramente para confrontar un mundo que se nos muestra absolutamente hostil? No es que pueda serlo, es que lo es de una forma radical. Estamos circunscritos dentro de un mundo que ha avanzando rápidamente sin esperarnos, sin darnos tiempo a que creemos nuevas reglas —que, aunque muchos crean que no necesitamos, estamos implorando porque lleguen para así poder tener una base desde la cual crear nuestra propia normatividad— a través de las cuales andar por un mundo que ya no es el que conocieron nuestros abuelos, pero que sí ya conocían nuestros padres ausentes11.
Nuestra responsabilidad entonces pasa por aceptar las reglas de esos padres ausentes que, sin embargo, todos necesitamos para así poder establecer en un futuro —en el presente los más osados, si es que así lo prefieren— nuestra propia normatividad a través de la cual ir más allá del mundo. Pero lo que no hubiera querido nunca papá David es que nos enfrascáramos en debates estériles circunscribiendo formas caducas del pensamiento de nuestros abuelos o de ellos mismos, actuando como discípulos sin personalidad que pretenden vivir un tiempo que no es el suyo, como tampoco hubiera deseado que nos paráramos a leer sus diálogos como un modo de conocer sus vericuetos vivenciales como si ellos no fueran más que un complemento de otra cosa, no el fin en sí mismo de su obra. Porque huérfanos no podemos seguir pensando, porque todo pensamiento es siempre superación de algo que impide el solipsismo de poder pensarnos fuente primera de alguna radical novedad nunca antes existente.
- Esto no deja de ser el principio ontológico del presente en el cual el lenguaje no es sólo aquello a través de lo cual se construye el mundo, sino que es aquello que envuelve y atraviesa al ser en tanto ser; el lenguaje es el paradigma último de nuestro pensamiento [↩]
- Hecho este significativo pero sabido a la perfección por cual buen lector de su obra y vida, la obsesión del lenguaje de Wittgenstein se ajusta precisamente con los cánones que se podría esperar de un licenciado en filosofía y filología inglesa: una obsesión insana, trastornada por la propia incapacidad de pensar el lenguaje desde más allá del lenguaje; el terror por el solipsismo de David no acontece de la nada, sino que ocurre en tanto saberse como prisionero del lenguaje: su mundo se define en el lenguaje, sea éste compartido (Investigaciones filosóficas/diálogo) o no (Tractatus Lógico-Philosophicus/lenguaje axiomático).
La búsqueda enfermiza de los límites del mundo, de cuanto puede retorcerse el lenguaje para significar, es la búsqueda de los límites del lenguaje de los cuales hablaría Wittgenstein. [↩]
- Siendo esta una convención que desarrollará de forma más o menos sutil en gran parte de sus intervenciones, aunque nunca de forma tan directa como aquí: a través de la metáfora podemos conocer al otro de forma profunda. Cuando leo una novela me identifico con lo que sucede a los personajes, comparto su sentimiento en tanto aluden a algo explícitamente familiar para mi en algún sentido [↩]
- Observable esto de una forma brillante en una de sus más famosas citas: una de las cosas que hacen de Wittgenstein un auténtica artista para mi es que se dio cuenta de que no hay ninguna conclusión que pueda ser más horrible que el solipsismo. [↩]
- Para lo cual según el propio David habría varias excepciones, empezando por Pálido Fuego de Vladimir Nabokov donde, precisamente, toda la conexión metaforista que puede haber en la novela se da precisamente en su metaficción: si conectamos con los personajes, con su poética visión del mundo, es precisamente porque construyen un discurso que discurre paralelo con el nuestro propio al respecto de la interpretación. No se fagocita a sí mismo el discurso aquí, sino que, muy al contrario, es el pálido fuego que ilumina la fragilidad de la existencia que todos conocemos como común. [↩]
- Esta lectura, además, nos serviría igualmente para entender por qué hacer que otros medios, con el cine a la cabeza, no están innovando tanto como inmolándose cuando se recluyen en vacíos ejercicios de auto-consciencia: se encierran en un solipsismo más profundo para intentar evitar, precisamente, que la realidad del mundo que le vio nacer ha cambiado y que, de hecho, él debe cambiar con el mundo. [↩]
- Pero no sólo escribir ya que, como afirmábamos antes, esto también se aplicaría a cualquier otra forma artística o existencial; el cine o la política están tan impregnados en esta problemática lingüístico-normativa como lo está, de hecho, la literatura. [↩]
- Lo cual no deja de ser, de nuevo, un problema eminentemente solipsista en tanto los nuevos escritores —entendiendo por escritor no sólo a novelistas o ensayistas, sino a cualquiera que trabaje el lenguaje, lo cual incluye a los filósofos— sólo piensan en sus epígonos sin pretender pensar a través de ellos, superando y llevando más allá su pensamiento. [↩]
- Cita que, además, acaba de hacer auto-consciente, si es que no quizás excesivamente paródico, el uso de citas por mi parte. [↩]
- Hecho incontrovertible e innegable, precisamente porque los de la tradición de la gran R parecen vivir en otro tiempo que desde luego no es el nuestro, en tanto no sólo nos habla sobre una forma de vivir el mundo, a través de una comunicación mucho más inmediata y constante de cuanto ocurre todo, sino que también trata de como percibe el mundo presente: hablamos de aquello que conocemos de forma más profunda y, cuando esto ya son los concursos de curiosidades de información inútil y las series de televisión animadas, nuestra visión del mundo, aquello que comunicamos a través del lenguaje, necesariamente debe incluir todo ello dentro de su discurso. [↩]
- Ausentes porque, de hecho, están ahí, sólo que aun no los hemos (re)conocido como tales. [↩]
Begun, the great internet educotian has.