Secret Weapons, de David Cronenberg
Los genios suelen brillar desde un comienzo, aun cuando ese brillo se muestre más como la potencialidad de lo que algún día llegarán a ser que el hecho en sí de su propia genialidad. De esta condición de futurabilidad no se libra ni siquiera un gurú tambaleante como David Cronenberg, el cual no comenzó ya experimentando con forma y contenido dentro de su propio cine, sino que, como nos demuestra Secret Weapons, sus comienzos fueron el lento despertar de un coloso que ya demuestra tics particulares aun lejos de la absoluta genialidad por la cual será adorado; si bien ya hay pequeños dejes, formulas e instantes propias de un Cronenberg dispuesto a violar el paradigma cinematográfico, esto apenas sí es un desarrollo narrativamente convencional sin mayor interés.
¿Por qué hablar entonces de un corto que, a priori, no tiene nada sustancioso más allá de ser una primera obra pero que no parece ser una obra auténticamente originaria —la cual ya debería encontrarse en Shivers, auténtica piedra de toque del pensamiento y la estética cronenbergriana— aun en tanto primera? Porque sin ser aun una obra como las que posteriormente perpetuarán la concepción presente de la nueva carne, si que ya hay una serie de elementos específicos que se encuentran concomitantes con esta: la aséptica pero enmohecida mise en scène, los poderes psíquicos, la guerra del hombre sólo contra el mundo; el sabor filosófico del cual dota Cronenberg una historia mínima, demasiado vaciada de recursos para tener un mayor interés que su propia determinación ambiental, acaba por fagocitar el propio desinterés formal que genera su absoluto apego a una narratividad convencional: lo corrosivo de su propuesta se da sólo en su violencia de pensamiento oculta, en aquello que sabemos que será (violento, viscoso, vacío) pero aun no es de facto ante nosotros: sabemos que esos soldados psíquicos serán seres de pura abyección, pero lo sabemos por la experiencia al respecto de lo que será Cronenberg.
Lo interesante aquí pues sería ese doble juego, el como se fusiona lo que no vemos, lo que está fuera de escena, y aquello que sabemos que será pero aun no es, para así conformar en su conjunto binario una forma única a través de la cual lo que ocurre en la película ocurre como proyección externa de sí: el interés que podemos sentir en el cortometraje no es por lo que ocurre, sino por lo que inferimos que ocurre en otro tiempo y en otro espacio adyacente al de la propia película dada nuestra experiencia al respecto del genio del aquí aun joven Cronenberg. Lo que hay en él aun es posibilidad sin madurar, en una fase de infancia temprana, que si bien nos dice que ahí hay un cierto rasgo de genialidad a seguir nada nos diría que lo es hasta el punto que lo ha sido; si nos interesa radicalmente el corto es por su condición a posteriori, por lo que proyectamos en tanto conocemos a su autor —o, lo que es lo mismo, si el autor fuera un desconocido nuestro interés no pasaría del bufido hueco.
Ahora bien, lo que no hay de proyección si lo hay de absoluta genialidad en tanto desarrolla un rasgo que sí es evidente ya en esta fase temprana: su clara obsesión por ciertos temas de índole filosófica. Los psíquicos, la forma de la carne y la guerra se desploman aquí como formas del pensamiento desarrolladas a martillazos, con una elocuencia completamente vacía a través de unos actores que bien podrían ser un Robert Pattinson en día de resaca —si es que, de hecho, se descubriera que éste es un ser humano y no un maniquí articulado — , pero que de hecho sí se nos muestran como esa muestra de genio definitiva que es posible conocer a priori en aquel que desarrollará una gran carrera: su estética aquí no pasa de convencional, pero su pensamiento se desarrolla en el puro genio. El devenir del pensamiento que desarrolla de forma tímida en un segundo plano, en el contexto de las conversaciones más que en las conversaciones en sí, estalla en la frase última que cierra todo sentido posible de la película: la guerra no es lugar para la ética, ni para la elección.
Con una frase tan sencilla y aparentemente obvia cierra el círculo, da el sentido de una película que, por lo demás, es por momentos absolutamente inane, y ya sí nos muestra esa primigeneidad del genio por venir; todo el metraje es un juego fuera de la ética, una suerte de ejercicio de oráculo de la locura que está por desarrollar próximamente en su propia obra. Trae el futuro a su presente a través de una declaración de principios que nosotros ya conocemos como cumplida: el desvelar la guerra de la nueva carne, de los cuerpos en devenir, en nuestro mundo presente.