El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco, de Charles Bukowski
El problema de la mitificación es que, si se hace mal —y si llega hasta las masas, será maleado — , se corre el riesgo de acabar convirtiendo algo singular y único, una obra geométrica repleta de aristas con forma de existencia autónoma, en un pálido reflejo de una mala idea generalizada. Un héroe debería estar más allá del liso plano de la mitificación corriente. Cualquiera que haya alcanzado un cierto nivel de conocimiento del mundo, que haya sabido retratar éste de un modo tal que puede hacerlo ver también a otros, debería ser tratado como aquello que es en lo profundo de sí: un complejo mosaico de pliegues, en ocasiones contradictorios. Todo mito debe enraizar con algo profundo, algo que es de facto y algo que sólo insinúa, para ser parte inherente del mundo; un mito que sólo retrata la realidad inmediata, lo superficial del conocimiento, no es más que la nauseante representación de lo incomprendido. Es por eso que en lo kafkiano no se agota Kafka y, en el mismo orden del sentido, en el realismo sucio no se agota Bukowski.
El realismo sucio es el vómito provocado por la tóxica incomprensión del minimalismo. El relato reducido a lo más básico, no a su quintaesencia. El relato arrancado de toda glorificación, de todo sentido, de todo sajar la carne viva de los dioses escondidos en el papel: retratar la calle con la camisa rota de fábrica, imitar los tonos del (sub)mundo evitando mancharse de él. El problema es que en Bukowski no encontramos ésto. En él sin embargo sí encontramos el oficio de sesenta años pelándose los dedos mientras se quemaba las cejas de sol a sol bebiendo, sólo parando para poder subsistir a través de trabajos de mierda que nadie quiere, pero alguien debe hacer. Ni una pizca de impostura, todo en él es la triste ausencia del mundo. Él querría poder encerrarse con Mahler y escribir, escribir nada más, porque la humanidad le pesa. No se vanagloria de su crapulencia, como todos sus émulos: la vive como el único modo de poder ser coherente con aquello que un día decidió conseguir: vivir de la literatura. O vive de ella, o muere de ella.
En forma de diario, El capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco apenas sí es un breve recetario de pensamientos que atenazan la mente del ya viejo Bukowski. La muerte, la muerte predomina sobre todos, pero también el odio hacia la humanidad, los poetas, la música moderna. Sus gatos y su mujer, Linda, que son más inteligentes que todos los anteriores. La belleza que se esconde tras el óxido vital de los barrios suburbanos, de aquellos lugares que parecen abandonados por los dioses ya que los hombres parecen vivir genéticamente impedidos para vislumbrar la belleza del mundo. Bukowski no es el arquetipo mitológico del viejo verde, es el hombre que una vez fue ciego y ahora ha aprendido a ver:
He estado leyendo a los filósofos. Son realmente tipos extraños, divertidos y alocados, jugadores. Descartes llegó y dijo: estos tipos nos han estado largando pura mierda. Dijo que las matemáticas eran el modelo de la verdad absoluta y autoevidente. El mecanismo. Luego llegó Hume, con su ataque contra la validez del conocimiento causal científico. Y luego, Kierkeegard«Introduzco el dedo en la existencia; no huele a nada. ¿Dónde estoy?» Y luego llega Sartre que afirmaba que la existencia era absurda. Adoro a estos tipos. Sacuden el mundo. ¿No les entrarían dolores de cabeza, pensando así?¿No les rugía una avalancha negra entre los dientes? Cuando agarras a estos tipos y los pones junto a los hombres que veo caminar por la calle, o comer en los cafés, o aparecer en la pantalla del televisor, la diferencia es tan grande que algo se retuerce dentro de mí, me da una patada en las tripas.
Hay hostias para todo el mundo, pero para él el primero: ¿por qué si no un hombre se iba a llamar veladamente filósofo? Porque Charles Bukowski, el viejo Bukowski, el pervertido Chinaski, es un filósofo. Quizás no en un sentido académico, pero sí en el sentido de ser uno de esos hombres capaces de admirar el mundo y vomitar la negra bilis que habrá de transformarlo. Habría que haberle preguntado si no le entraban dolores de cabeza, escribiendo así.
¿Cómo no necesitar escribir cuando se tiene el mundo al golpe de un pensamiento? Donde la mayoría ven perversión y simpleza en el estilo, cualquiera con el mínimo buen gusto de reconocer el talento verán un estilo marcado por el cadencial sentido rítmico del romanticismo: marchas, fanfarrias militares, himnos. Los ritmos suben, caen, se rompen; siempre fluyen. Cuando creemos que ya hemos dominado la prosa, se vuelve feroz para escupirnos mientras entona un redoble de tambor que devuelve la acción en un largo parafrasear los pensamientos de un marcial dios de la guerra que está siempre expectante a demostrar como el mundo podría ser suyo si así fuera su deseo. El viejo Bukowski, ese canalla, se pelea más en la prosa que en las calles. Y quien crea que todo lo que hizo podría reducirse al tic de la pasión por la suciedad de las cloacas, al insomnio febril del alcoholismo, olvidará, una y mil veces, que detrás de los ríos de alcohol ensangrentado se esconde una infinita pasión por la literatura. Porque sólo escriben los vivos, no los deshechos muertos.
He ahí el sentido de Robert Crumb, por qué se siente tan cómodo ilustrando a Bukowski: ve más allá de la mala leyenda, es capaz de ver al hombre desvalido y delicado que sólo desearía poder descubrir que el mundo es tan bello como él intuye en su literatura. Incluso cuando la gente sólo sea capaz de ver el vómito. ¿Qué hay de común entre Kafka y Bukowski? Que su leyenda sepulta la verdad sobre su literatura —o lo que es lo mismo, que lo que la gente quiere entender de ellos sin leerlos, o leyéndolos mal, es lo que ha predominado sobre la verdad: su fragilidad, su necesidad acuciante de escribir para conocer el mundo — . Ahí se encuentra su nexo, la bisagra, el común denominador que arroja luz sobre el extrañamiento que impide ver con claridad sus logros.
Aquellos que se pavonean de la oscuridad desde el aula magna de una universidad, los hombres que no escriben sobre una barra si no hay un grupo de jovencitas que se fascinen con su postura, son aquellos que convirtieron a Bukowski en la pesadillesca burla de un mito. Él es mi influencia. Como si de hecho Bukowski alguna vez se hubiera quedado en la base, hubiera admitido venderse, hubiera hecho algo que no fuera escribir hasta que le sangrara el existir; no hay escritura que soporte pasar más tiempo posando que escribiendo. Ninguna. Es por eso que, aun cuando aun hay y seguirá habiendo muchos que quieran ver en él un viejo pervertido con el que confraternizar en una mediocridad encumbrada, cualquiera que quiera ver más allá de lo espurio será capaz de asistir a la plegada verdad del mito; Bukowski fue algo: Es-cri-tor. Con letra capital, silabeando, para saber cuando la pausa deberá llegar para vislumbrar fugazmente ese clic que sólo tiene sentido cuando uno ha comprendido tanto que sólo le queda la esperanza de poder cambiarlo todo a través de la pluma. Aun cuando sepa que habrá quienes le malinterpreten.
tengo un pájaro azul en el corazón que
quiere salir
pero soy demasiado fuerte para él.
le digo: quédate ahí, no voy a permitir
que te
vean.