II. Alfred Hitchcock
¿Qué es la muerte sino un cambio que acontece como motor particular de muchos otros cambios? Quizás la muerte sea un final definitivo para quien la sufre pero, por ello, supone un revulsivo para todos aquellos que la presencian pero no viven; para los que quedan tras ella, el cambio es la única opción ante la consciencia inmediata de lo inconcebible. Muchos comienzos acontecen tras la muerte. Por eso, aunque sea el rasgo que define nuestra incapacidad de comprender nuestra propia existencia, también es el motor a partir del cual hacemos cosas: permanecemos cambiantes para poder evadir nuestra propia mortandad —ya que en un sentido existencial, no es posible dejar de moverse: si uno no busca sus propios cambios, los cambios le buscarán a él— en tanto no podemos concebirnos en un perpetuo estatismo. Vivimos en una paradoja tal que si bien los cambios nos resultan aterradores, la imposibilidad de los mismos nos resulta abominable. En un sentido práctico, nos resulta problemático aceptar aquello que está codificado en nuestra propia existencia, pero en tanto codificado somos incapaces de regocijarnos en su contrario: vivimos más cómodos ante la disrupción del cambio que ante la erosión tácita de la quietud.
En el caso de Alfred Hitchcock la síntesis de ésta idea puede apreciarse en como refuerza de sentido, a la par que lo revierte, lo que en Robert Bloch eran agujeros y mónologos interiores nacidos de la culpa. Mary Crane duerme en cualquier lugar de la carretera; imagina las conversaciones que tendrán la policía, su jefe y el cliente de éste; y se comporta de forma alterada, si es que no sospechosa, como le subrayan los hombres que se encuentran en su camino: fisicaliza su culpa convirtiéndola en gestos, matices y negaciones de su propio pensar. Si la Crane de Bloch era un puro objeto literario, la límpida corriente de pensamiento sin ambajes, la de Hitchcock es un ser atormentado por sí mismo incapaz de aceptar la realidad de su propia culpa, un ser humano que podría darse a nuestro encuentro una nublada mañana nerviosismo.
Como cabría esperar, si hablamos de Norman Bates su singularidad crece hasta puntos insospechados: donde con Bloch era un regordete caballero simplón que resultaría repulsivo para cualquier mujer, con Hitchcock se convierte en un hombre de una agradable belleza que esconde tras su perpetua sonrisa una segunda cara. Durante toda la película existe un juego evidente con ésto por sus gestos, sus cambios, la sensación perpetua de estar ocultando algo por parte de un asombroso Anthony Perkins que definiría la representación definitiva del psicópata; y por ello, en el epílogo, Hitchcock remata el juego mostrándonos la superposición de su cara con la de su cadavérica madre en una macabra sonrisa de satisfacción. Este doble juego de máscaras se mantiene durante todo el rodaje incluso en los detalles más nimios, pudiendo seguir los rasgos siniestros del personaje desde su breve muestra de fuerza contra Crane por insinuarle la posibilidad de ingresar a su madre o por las sombras intuidas en cada uno de los asesinatos. El juego con la sombra —que enmascara y vela la verdad, pero también muestra aquello que sólo puede ser insinuado— es tanto el asesinato de la ducha como la calavera de la madre superponiéndose sobre la cara del hijísimo: la sombra oculta parte de la verdad, pero también nos revela aquella parte de la verdad que es demasiado macabra o inaceptable para ser desvelada: muestra la muerte desfigurada como una sombra, una posibilidad, una especulación.
La verdad queda oculta entonces por ser desvelada. Por eso el cambio se da siempre como una insinuación si pretendemos poder hacer que sea digerible, ya que es imposible mostrarla abiertamente sin que resulte ridícula o inverosímil; para comprender la particularidad psicológica de Bates, presentamos la verdad obligando al lector a ponerse en su piel (Bloch) o asumimos un juego metafórico a través del cual el espectador pueda comprender las motivaciones del mismo (Hitchock).
En cualquier caso, la única manera de representar aquello que se nos muestra como paradójico es a través de algo que nos permita filtrar la realidad tal cual es: la ficción es el lugar privilegiado desde el cual poder contar la verdad del mundo. Aunque en ambos casos es la historia del asesino real Ed Gein, en lo práctico resulta una historia tan horrorosa e incomprensible, tan irreal que, cualquier pretensión de ahondar en las particularidades específicas de su mente acaba siendo fagocitado por lo inverosímil de sus actos. Sabemos que es real, pero no podemos creer que lo sea. Por eso la situación de Crane es tan propicia, ya que nos permite empatizar con alguien que, de hecho, está viviendo una situación que le resulta imposible aceptar por sí misma. La señorita Crane es una proyección del ser humano medio, sus miedos y sus actos, y su incapacidad de aceptar lo aterrador de la existencia tal y como se le es dada.
No es posible confrontar la verdad sin equiparse antes con subterfugios, salvaguardas mentales o narrativas, que nos permita asumir lentamente aquello que sabemos que no podríamos aceptar en unas circunstancias de confrontación directa con el mismo. He ahí la relación entre Bloch-Hitchcock y H. P. Lovecraft. Donde el de Providence da forma y nombre a la imposibilidad que invoca el terror —aunque es una forma inteligible y un nombre impronunciable, lo que a efectos prácticos es como estar ausente de sentido para nosotros: tienen una significación, pero sólo es cognoscible para sus mentes — , sus herederos (in)directos lo bordean para observarlo a través de un cristal con el cual puedan observarlo sin negar su propia racionalidad.
Psicosis es, en último término, una mirada de soslayo —que produzca vernos reflejados en el abismo o ver como el abismo se refleja en nosotros— hacia la realidad que no podemos aceptar en tanto se da en huida a cualquier forma de clasificación mental que pudiéramos hacer al respecto del mundo. El abismo no nos devuelve la mirada, sino que es el estatismo fijado en la mirada.