Es común que entre ideologías contrapuestas haya una serie de puntos críticos en común que les hagan ser un basto reflejo mutuo. No es tanto que los extremos se toquen, como diría la sabiduría popular, como la dificultad inherente para aprehender qué tenemos en común con aquellos que nos jactamos, con vehemencia y voz en grito, de no tener nada en común; al no reconocer al otro un estatus siquiera de igualdad, es lógico que nos creamos imposibilitados a compartir nada con él. Ningún comunista reconoce a un nacionalsocialista la condición de individuo; ningún nacionalsocialista reconoce a un comunista la condición de individuo: hay una filtración del pensamiento hacia los límites de lo ideológico. Lo real se indistingue con lo ideológico. Es por eso que confundir ambos niveles como si fueran uno sólo, como si nuestra idea de mundo reflejara lo que el mundo es en sí mismo, nos lleva hacia la percepción errónea no sólo de aquel que tenemos delante, que es percibido como un otro, sino también de nosotros mismos. Si no podemos percibir de forma nítida aquello que son los demás, mucho menos podremos saber que somos nosotros de su reflejo.
Álex de la Iglesia, un gran retratista de los otros, consigue con Las brujas de Zugarramurdi un movimiento que se da en dos niveles sólo en apariencia diferentes, el filosófico y el social, para confrontar el dualismo biológico básico, el de género, desde una perspectiva crítica. En la película lo filosófico se entreteje en lo social —como no podría ser de otra forma, ¿qué utilidad tendría una filosofía que se desentiende de la realidad cotidiana del ser humano?— encadenándose al humor para dinamitar el dualismo más antiguo conocido por la humanidad, aquel que trae de cabeza a ambos géneros: ¿por qué no podemos vivir ni con ellas/ellos ni sin ellas/ellos?
La bruja, el personaje mítico que por oposición se ha mostrado siempre en conexión profunda con la naturaleza, con el mal, es la antítesis perfecta del arquetipo masculino entendido como macho: ellas son dadoras de vida, por lo tanto superiores a los hombres. O son tal antítesis si las llevamos hasta el extremo. Sólo en ese extremo, uno minoritario donde pueden intuirse discursos que se escudan en la igualdad para defender la supremacía —caso que ocurre, además, desde ambos posibles lados de la ecuación: hay tantos hombres defendiendo la superioridad masculina como mujeres defendiendo la superioridad femenina; medir por la excepción el canon, como si el machismo imperante no fuera un efecto más que una ideología en la mayor parte de los casos, sería incluso más peligroso que absurdo — , encuentra Las brujas de Zugarramurdi el punto donde puede aunar la reflexión sobre el género y el humor: toda la intención soberana de las brujas, la intención de traer al anticristo al mundo para apropiarse de él, es un reflejo de las tribulaciones de poder desde la cual nacen las ideologías no sólo de género, sino de cualquier clase.
Donde queda más clara esta aspectualización es en una de las bromas más sutiles del conjunto: Eva, la más joven de las brujas, estudia teología en el seminario de Tubinga. Si bien es interesante el hecho de que una bruja estudie teología —hecho que refuerza el dualismo natural que se entreve durante toda la película, ya que si el hombre se asemeja a Dios, la mujer habrá de hacerlo a Satán — , es aún más interesante que vaya precisamente al seminario donde estudió Hegel, el germen del pensamiento dualista actual a través de la dialéctica. La elección, lejos de ser casual, refuerza la idea que nos lanzan a lo largo de toda la película de la dualidad que existe entre hombres y mujeres, la cultura cristiana y la anti-cristiana; y lo que es más importante, de su demolición. De la Iglesia nos presenta las brujas como hembristas radicales, los hombres como idiotas incapaces de asumir sus sentimientos de forma natural por su orgullo de macho y todos en conjunto amargados por su incapacidad de asumir que la necesidad de dominación del otro, en último término, nace de las carencias propias.
El humor nace en el fracaso de los personajes de aceptar sus propios carencias con respecto de aquello que entienden como lo otro. Las mujeres no hablan con los hombres, los hombres no entienden a las mujeres; los curas siguen prefectos incompatibles con la biología humana, las brujas insisten en dejarse llevar por los instintos básicos sin control: el guirigay es un chiste, pero la reflexión es seria. Por eso cuando el entendimiento, aquí en forma de amor, se sobrepone a la incapacidad de aceptar al otro, es cuando las cosas fluyen de forma natural a su sitio: sólo cuando se comunican, se comprenden y ceden mutuamente su posición para encontrar un punto de equilibrio común según, existe una comunión natural entre los personajes. O lo que es lo mismo, que si bien hombres y mujeres son dos géneros bien diferenciados no por ellos unos son la antítesis de las otras, ni un complemento.
Hombres con mujeres, mujeres con mujeres, hombres con hombres: todo está bien siempre y cuando haya un entendimiento mutuo, una comunicación que transite hacia el equilibrio y no hacia la dominación del otro. Aunque sea algo básico, quizás incluso evidente, nunca está de más que venga una buena comedia a recordárnoslo; después de siglos de guerra de sexos, aún es necesario recordar que el problema sigue estando en el individuo y no en los caracteres superficiales que lo constituyen.