Pesadilla en Castro Street

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Hoy es Halloween y por eso hoy no des­can­sa­mos, pe­ro sí que ce­de­mos el mi­cró­fono a los otros: a aque­llos que ten­gan al­go muy es­pe­cial pa­ra apor­tar­nos en es­te glo­rio­so día. Por eso co­men­za­mos con una cró­ni­ca del in­sig­ne Noel Ceballos, del cual se­gu­ro co­no­cen su Emperador de los Helados, don­de nos na­rra co­mo la no­che de Halloween fue la gé­ne­sis pa­ra la acep­ta­ción del mo­vi­mien­to gay en América. O no, no exac­ta­men­te eso.

¿Queréis una his­to­ria de Halloween?

Una do­ce­na de agen­tes de po­li­cía pa­tru­llan por el bar, in­ten­ta­do no lla­mar la aten­ción en­tre las más de dos­cien­tas per­so­nas que han ve­ni­do es­ta no­che. Hay tia­ras y abri­gos de pie­les y ca­mi­se­tas de ti­ran­tes oh-tan-transparentes y som­bre­ros de Bonanza y chu­pas de cue­ro y pen­dien­tes en ore­jas de am­bos se­xos y ca­pas de Drácula y go­rras de Sandy Koufax y bo­tas de mi­li­tar y car­da­dos de Cleopatra (ver­sión Taylor/Mankiewicz) y más­ca­ras ve­ne­cia­nas y dis­fra­ces de JFK, me­nos de un mes an­tes de que eso pu­die­ra ser con­si­de­ra­do de mal gus­to. Turistas, pa­rro­quia­nos, pa­re­jas ca­sa­das, pa­re­jas que no lo iban a es­tar en mu­cho tiem­po, hom­bres de ne­go­cios, pa­ra­dos, es­tu­dian­tes: to­dos al­zan sus co­pas de Coca-Cola, na­ran­ja­da, gin­ger alle, zu­mo de arán­da­nos, mos­to o agua con gas. Estamos en Black Cat Café de San Francisco, una ins­ti­tu­ción de la bohe­mia ca­li­for­nia­na (sec­ción North Beach) des­de ha­ce tres dé­ca­das. Esta ma­ña­na le han re­ti­ra­do la li­cen­cia pa­ra ser­vir al­cohol. Ahora la no­che de Halloween de 1963.

José Sarria ya se ha pues­to su tra­je de Madame Butterfly y es­pe­ra pa­ra sa­lir al es­ce­na­rio. Comenzó sir­vien­do me­sas en la dé­ca­da de los cua­ren­ta y, un buen día, los due­ños del Black Cat le de­ja­ron in­ter­pre­tar ca­da vier­nes sus shows pa­ra una so­la per­so­na. Sarria no só­lo es­cri­bía sus pro­pias ver­sio­nes de Puccini o Mérimée, sino que tam­bién les in­yec­ta­ba un co­men­ta­rio po­lí­ti­co con­tem­po­rá­neo: por ejem­plo, siem­pre aca­ba­ba pi­dien­do al pú­bli­co del lo­cal que co­gie­ran la mano de la per­so­na de su de­re­cha y, to­dos jun­tos, can­ta­sen su sal­mo God Save Us Nellie Queens (so­bre la mú­si­ca de My Country, ‘Tis of Thee, adap­ta­ción del himno na­cio­nal bri­tá­ni­co, que tam­bién sir­vió pa­ra in­cre­men­tar el fer­vor pa­trió­ti­co en Estados Unidos an­tes de la lle­ga­da de The Star-Spangled Banner). Hace dos años, José Sarria fue el pri­mer hom­bre abier­ta­men­te gay que se pre­sen­tó a la Cámara de Supervisores de San Francisco: no ga­nó, pe­ro co­se­chó unos 6.000 vo­tos y el odio eterno de los po­de­res fác­ti­cos de la ciu­dad. Ahora es­tá a pun­to de sa­lir a cantar.

Porque es Halloween, ¿ver­dad? Todos sa­be­mos que ven­der al­cohol a ho­mo­se­xua­les es un cri­men en es­te es­ta­do, pe­ro va­mos, agen­te, dé­je­les te­ner aun­que sea una no­che. Una so­la no­che en to­do el año. Y qué me­jor no­che que la del 31 de oc­tu­bre: co­mo si un cuen­to de ha­das se tra­ta­se, el de­par­ta­men­to de po­li­cía de Frisco con­ce­de una tre­gua anual a sus enemi­gos na­tu­ra­les, que du­ran­te unas po­cas ho­ras pue­de dis­fra­zar­se en pú­bli­co de lo que quie­ran y de­mos­trar afec­to con al­guien de su mis­mo se­xo, un de­li­to ti­pi­fi­ca­do que, su­ma­do a lo de la ley se­ca, con­ver­tía a lo­ca­les co­mo el Black Cat en po­co me­nos que spea­kea­sies, por­ta­les tem­po­ra­les a la era de la Prohibición. Las re­da­das eran ha­bi­tua­les, los es­cua­dro­nes an­ti­vi­cio (po­li­cía ca­tó­li­co ir­lan­dés te­me­ro­so de Dios + miem­bro des­ta­ca­do de la Alcohol Beverage Control Commission) pa­tru­lla­ban los lo­ca­les apun­ta­dos en su lis­ta ne­gra con la de­di­ca­ción de Javert. Pero no es­ta no­che, aun­que al­gún in­fil­tra­do re­co­rra el lo­cal pa­ra ase­gu­rar­se de que la nue­va ley se cumple.

Así que el Black Cat ha per­di­do su pul­so con las au­to­ri­da­des, y con él se ha ido su li­cen­cia. Mañana ce­rra­rá sus puer­tas pa­ra siem­pre. Hay al­go de ri­tual sui­ci­da en la úl­ti­ma ac­tua­ción de José Sarria, pe­ro esa mis­ma ac­ti­tud es­tá pre­sen­te en to­dos los ha­bi­tua­les del lo­cal, que no pa­ran de mi­rar el re­loj, sa­bien­do muy bien que la no­che no du­ra­rá pa­ra siem­pre y que, cuan­do sal­ga el sol, se­rá el fi­nal del he­chi­zo, pluf, otra vez ca­la­ba­zas. Pero, en cual­quier ca­so, ¿qué pue­des ha­cer cuan­do te obli­gan a en­ce­rrar­te en el ar­ma­rio? Bueno, pue­des bus­car dis­fra­ces que ten­gas es­con­di­dos por allí. Como, por ejem­plo, el de Anita Bryant, an­ti­gua Miss Oklahoma y ex can­tan­te pop que tu­vo una re­su­rrec­ción oto­ñal en for­ma de cam­pa­ña po­lí­ti­ca, cu­ya ho­ja de ru­ta só­lo cons­ta­ba, al pa­re­cer, de una fir­me vo­lun­tad de ero­sio­nar cual­quier de­re­cho que los ho­mo­se­xua­les hu­bie­ran po­di­do con­se­guir en los dos­cien­tos años de his­to­ria de es­ta gran na­ción. El dis­fraz de Halloween más po­pu­lar en 1977 y los años pos­te­rio­res en­tre la co­mu­ni­dad gay de Frisco fue, ob­via­men­te, Anita Bryant.

Para en­ton­ces, Harvey Milk ya es­ta­ba en el ayun­ta­mien­to de la ciu­dad. Su agen­da po­lí­ti­ca era dia­me­tral­men­te opues­ta a la de Bryant, y se vio in­ten­si­fi­ca­da cuan­do, un año an­tes, al­guien pen­só que lan­zar gas tó­xi­co en los ba­res gay de Polk Street era una bue­na bro­ma de Halloween. Durante es­tos me­ses, los hom­bres y mu­je­res ho­mo­se­xua­les su­po­nían el 10% de la ta­sa to­tal de ho­mi­ci­dios co­me­ti­dos en la ciu­dad. En sus años de ac­ti­vis­mo, Milk tras­la­dó el cen­tro neu­rál­gi­co de la po­lí­ti­ca pro-derechos gay al ba­rrio obre­ro de Eureka Valley, co­no­ci­do co­mún­men­te co­mo The Castro. El Halloween de 1978, el pri­me­ro des­pués de los in­ci­den­tes de la ca­lle Polk, fue una zo­na som­bría. Digamos que no era un buen lu­gar pa­ra de­jar­te ver con tu pe­lo has­ta los hom­bros, tu bi­go­te tu­pi­do, tu ca­mi­sa va­que­ra abier­ta y tu cha­pa de “Anita Bryant Sucks Oranges”. Sin em­bar­go, no hu­bo in­ci­den­tes re­se­ña­bles du­ran­te esa no­che. Podía ha­ber­los ha­bi­do, oh sí, po­dría ha­ber si­do ca­tas­tró­fi­co. Pero no los hubo.

Entre el cie­rre del Black Cat y el Halloween de 1978 hu­bo mu­chas otras Noches de Difuntos. Y no to­das tu­vie­ron lu­gar en San Francisco. En Nueva York, la aho­ra le­gen­da­ria Greenwich Village Halloween Parade se ce­le­bró por pri­me­ra vez en 1973, cuan­do la nu­tri­da po­bla­ción gay del West Village se dio cuen­ta de las ven­tas desor­bi­ta­das que las tien­das de la ca­lle Christopher (prin­ci­pal pun­to de co­mer­cio gay pa­ra los neo­yor­qui­nos) lo­gra­ba en la vís­pe­ra del 31 de oc­tu­bre. Las drag queens ga­na­ron vi­si­bi­li­dad y se con­vir­tie­ron, ca­si sin que­rer­lo, en aban­de­ra­das del des­fi­le anual: to­do un lo­gro, te­nien­do en cuen­ta los dis­tur­bios de Stonewall, só­lo cua­tro años an­tes, cuan­do de­ci­die­ron que es­ta­ban has­ta el co­ño del aco­so al que las so­me­tía la po­li­cía. Nueva York aho­ra te­nía su desfile.

Volvamos a San Francisco. Cuando el se­na­dor re­pu­bli­cano John Briggs qui­so apro­ve­char el re­cuer­do de Polk Street pa­ra lan­zar un men­sa­je re­la­cio­na­do con la re­cien­te prohi­bi­ción de pro­fe­so­res ho­mo­se­xua­les en los co­le­gios, las au­to­ri­da­des lo­ca­les se ne­ga­ron. Es una for­ma de de­mos­trar que Halloween per­te­ne­ce a los ni­ños, ar­gu­men­tó Briggs. Debemos re­to­mar es­ta ce­le­bra­ción tra­di­cio­nal nor­te­ame­ri­ca­na y con­ver­tir­la otra vez en al­go fa­mi­liar, en al­go ho­nes­to. Pero los re­pre­sen­tan­tes de la ciu­dad, en­tre los que des­ta­ca­ba el je­fe de po­li­cía, se ne­ga­ron. No que­rían vol­ver a te­ner una no­che de Halloween san­grien­ta y, qué de­mo­nios, ya se ha­bían acos­tum­bra­do a que los clo­nes de Bette Davies, Isabel I de Inglaterra o Mary Tyler Moore pa­tru­lla­ran las ca­lles por ellos una vez al año. Es un ejem­plo de lo mu­cho que ha­bía avan­za­do el mo­vi­mien­to gay lo­cal des­de que, en 1963, ce­rra­ran el Black Cat. José Sarria le in­di­có el ca­mino a Harvey Milk, quien com­pren­dió que la apro­pia­ción del es­pa­cio ur­bano (Castro fue el re­le­vo na­tu­ral del bar de Sarria) y la con­se­cu­ción de li­ber­ta­des pa­sa­ban por dis­fra­zar­se uno mis­mo de po­lí­ti­co res­pe­ta­ble. Porque to­do es Halloween, ¿ver­dad? En las in­mor­ta­les pa­la­bras de Ru Paul: “You’re born na­ked. After that, everything is drag”.

Sí, unas po­cas se­ma­nas des­pués de que im­pi­die­ra a Briggs usur­par­le Halloween a sus le­gí­ti­mos due­ños, Milk fue ase­si­na­do a san­gre fría (jun­to al al­cal­de de Frisco) en el mis­mo ayun­ta­mien­to de la ciu­dad. Habíamos acor­da­do que es­to no era un cuen­to de na­vi­dad, sino una his­to­ria de Halloween. Se su­po­ne que tie­ne que dar miedo.

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