Spleen, angustia, melancolía. Tres nombres para un mismo estado, la desesperanza por la propia existencia, la imposibilidad de comprender por qué estamos vivos o por qué la vida insiste en desafiarnos. Quizás más duro el desafío que la ignorancia; mientras la ignorancia se puede suplir, admitir que no hay razón para existir y elegir el suicidio, para el desafío no cabe nada: si la vida nos maltrata, nos ignora, nos escupe cuando intentamos habitarla, entonces no cabe nada salvo saber que desafiamos a la vida misma. La vida tiene un sentido, sentido a la contra, cuando éste se define por una malformación en la perspectiva que se tiene de ella; no es que la vida no tenga sentido, es que incluso teniéndolo éste parece haber mutado hacia la búsqueda de nuestra destrucción. O si no de nuestra destrucción, al menos si la obliteración de todos nuestros sueños.
Marlon Dean Clift vuelve sobre sus pasos para explorar aquello que no dejó atrás en Spleen, buscando razones para una casuística perdida. Si entonces nos regaló una búsqueda del amor que le llevó hasta la melancolía, el Spleen del título que era la esperanza de un encuentro anhelado, ahora la espera se torna biliosa; como re-interpretación de Charles Baudelaire, renunciando a la común (y pésima) lectura de malditismo, lo asume por contraposición como romántico: incluso detrás del desencanto, del dolor y la furia, se esconde la capacidad de «guardar la forma y la esencia divina de mis amores descompuestos» —como se puede apreciar en The Oncologist, canto de dolor y rabia que desde lo metafórico nos desgarra a través de cambios de ritmo que para sí quisieran Coldplay, U2 o cualquiera que hable del amor sin saber siquiera nombrarlo — , en tanto defiende en su búsqueda de lo abyecto una forma de huir de amores rotos; no se busca el mal por el mal, sino la belleza contenida en el mal: sabiendo que no queda nada, ni siquiera la posibilidad de que se comprenda su amor, intenta encontrar la belleza en los insectos que devoran sus restos muertos. Incluso en la podredumbre de su amor busca belleza.
¿Por qué tanto dolor? My Immortal Beloved declara intenciones: la delicadeza de su paisaje, como la antigua foto de una amada hilada con drones y recuerdos, nos sitúa en la nostalgia. Esa profunda melancolía nos asfixia, nos recorre, nos habita. De ahí, el resto: la mente como cárcel, las ideas como preconcebidas, el cáncer como metáfora; dirección común, en cualquier caso: la amada que no se sabe tal, que se encierra en sí misma por temor al de saberse en algo más grande que sí misma. De eso trata Spleen II. Asumiendo la perspectiva del amante, se nos presenta desde lo amargo: son dulces, porque nos hablan de su amor sincero, pero cayendo próximas a la desesperación, porque nunca encuentran de vuelta el amor ofrecido, libre, sin concesiones. La experiencia del amante, amante cuya amada no corresponde, es la del spleen.
En lo formal, asume su condición. Sus drones representan emociones, pero vuelve con fuerza al imaginario folk: conoce su situación, desea plasmarla, por ello más que pintar paisajes —como venía haciendo hasta el momento con maestría, aun cuando sentimentales sus paisajes; algo más propio de la electrónica, en cualquier caso— ahora fotografía sentimientos: captura un momento, lo petrifica, guarda indemne en tanto sabe que ya no volverá. Descontamina de presente a través de lo neblinoso, melancólico, de sus composiciones. Destacan entonces guitarras y voz, el componente humano, que configura lo sentimental; su sencillez desnuda, que no explícita, horada la memoria para retratarla despojada de artificio. Sin idealizarla. Retrata el amor tal cual fue experimentado, excesivo, grandilocuente, no por ello menos real: deja que su amor se filtre entre su dolor en tanto única manera razonable por la cual es posible aproximarse: por goteo, dejándonos chipiar discretamente. Del mismo modo nos cala su música: poco a poco, profundizando en las escuchas. No busca edulcorarlo o darle sentido ideal, ni siquiera exigir su vuelta, pues queda más allá de lo que puede hacer, quizás de lo que desea, por eso sus canciones se vuelven aquí dulce desgarro; aprende a vivir de la consciencia de lo que ocurre, de los fallos de la ética o la biología —allí busca, quizás encuentra, el motivo de su dolor: no es ella, es como le han sido dado las cartas — , sin renunciar al amor. No lo idealiza, e incluso moribundo, lo deja filtrarse a través del dolor.
Al descomponerse, venirse abajo en mil pedazos, su condición se aproxima al de la fantasmagoría. Ya no existe. No existe no por definirse en un amor no correspondido, que sólo existe guardado en su corazón, sino por el hecho de que su amada niega el amor experimentado: al renegar de la conexión, el amante, Marlon Dean Clift, siente como su existencia se precipita hacia el vacío existencial, hacia el infierno, hacia el spleen. Desde allí, fantasmático, nos recitaba Charles Baudelaire como nos canta Marlon Dean Clift.
¿Qué es un fantasma si no un juguete roto? Spleen II acude a la discreción por fantasmagoría, fantasmagoría por saberse como aquel que arrojaron al abismo por capricho, abandonándolo al fondo del baúl de los juguetes rotos. Cambiado por otro según antojo. Canta sobre aquello que ahora puede conocer, sobre lo que encuentra al fondo del baúl, por lo que puede filtrar de sí mismo a través de él; no porque se sienta cómodo jugando allí, no porque sienta sed de mal: lo único que ahora le es permitido conocer es el infierno; nos narra agridulce las llamas, habiendo conocido las nubes. También canto de rescate, canto a la desesperada: llamada a un ángel que le rescate, ángel obtuso que dejó que su amor se le escurriera entre los dedos.