Supongamos que existe algo así llamado realismo, la pretensión de poder retratar aquello que es el mundo tal como es. Si aceptamos tal premisa, entonces tendremos que suponer que hay un sustento de lo real que va más allá de la adscripción interna, de los juegos del lenguaje o del solipsismo racional, para auspiciarse como una base constante, si es que no absoluta, de cuanto es posible conocer; si bien algo de eso hay en el mundo, pues el sol siempre nace en oriente para morir en occidente, como las cosas siempre caen hacia abajo y no hacia arriba, aquello que en literatura llamamos realismo más tiene que ver con el naturalismo o el costumbrismo que con realidad alguna. Lo que retrata esa literatura son usos y costumbres, caprichosos tiempos o espacios o individuos que se ha tenido a bien describir como paradigma de algo que ni es ni ha sido, al menos en tanto la realidad oscila y cambia según cada casa cada hora. El realismo no existe. O de existir, debe partir de la implacable verosimilitud de que la literatura no puede retratar de forma fehaciente usos y costumbres, más allá de lo que insinúa: la labor del arte no es plasmar lo real tal cual nos es dado, sino mostrarnos su raíz, su subtexto, contenido tras de sí.
Acercarse a Diez de diciembre es aceptar introducirse en una serie de juegos literarios, por literarios del lenguaje, donde hay apuestas debidas a la imposibilidad de plasmar la realidad tal cual sino es como metáfora de aquello que por sí misma es. No aceptarlo es fracasar en abordarlo. Fracasar porque nos narra historias que por sí mismas quedan como anécdotas —o para ser exactos, quedarían si fuera un escritor mucho menos dotado de lo que es George Saunders; su pulso narrativo, su capacidad para desentrañar pequeños detalles que dan sentido lógico al subtexto final, lo sitúa a años luz de la mayoría de sus coetáneos — , salvo porque siempre deja tras de sí aquella estela que nos permite ver, en retrospectiva, aquello que realmente nos interesa: el terror, el terror.
Empezar con un relato como Vuelta de honor sería suicida para cualquier escribano, salvo para un escritor, por lo que tiene de declaración de intenciones: sólo desde tal relato puede comprenderse, por aquello que desangra, el conjunto de sus relatos. Un joven de padres estrictos, estrictos rayanos el maltrato y bien superado el control panóptico —quizás desarrollado con más explicitud, a la par que más sutileza, en Escapar de La Cabeza de Araña—, se encuentra primero ante una serie de situaciones pequeñas en su arbitrariedad, tener que hacer una serie de acciones regladas, que nos llevan hasta una primera impresión: la existencia de una serie de reglas, explícitas o tácitas, que controlan su vida. Hasta que conocemos una joven que intuimos que está siendo secuestrada. Primera regla rota: el punto de vista cambia entre el muchacho, la muchacha y el secuestrador. Nada nos indica, de forma explícita, cuando ocurre ésto. Segunda regla rota: el chico no sólo sale de casa estando solo, sino que atraviesa el patio y se deja caer hasta donde está la muchacha. Aún hay tiempo de romper más reglas. Tercera regla rota: no hay catarsis. Hay catarsis por no haber catarsis, por no saber que ocurre con respecto del chico, de las reglas rotas, más allá de saber que todo acaba bien; el chico pudo haber sido castigado o maltratado o asesinado por sus padres: no lo sabemos. ¿Por qué tendríamos que saberlo? Saunders construye aquí la catarsis como no-catarsis: permite al lector intuir qué ocurre con el chico, según la información que nos ha dado mediada por la experiencia. Nosotros, en tanto lectores-escritores (papel equivalente al de Saunders), somos el chico atado a reglas del panóptico.
Romper las reglas sólo tiene satisfacción hacia quienes disfrutan la lógica del quebranto, no tiene por qué convencer al que las rompe o al que las constituye. Eso nos demuestra Mi fiasco como hidalgo que al romper las reglas, hacer lo debido para restituir el orden natural de las cosas en vez de mantenerse inerte ante el status quo infernal gobernante hasta el momento, su protagonista sólo consigue morder la mano que le da de comer haciéndola sangrar veneno sobre los ojos de aquellos que se alimentaban junto a él. Romper las reglas puede ser noble, pero no por noble inteligente. La consciencia de cuando romper las reglas o dejarlo estar, cuando abanderarse por las causas perdidas no es suicidio tanto como homicidio del compañero, es algo que preocupa de forma bastante evidente al buen Saunders —no es casualidad que se repita en Los diarios de las Chicas Sémplica, donde erigirse caballero de brillante armadura lleva a la catástrofe a todos los afectados — . Eso sumado al panóptico, nos da una imagen poco halagüeña del sistema: vivimos en un mundo plagado de reglas, muchas de ellas desconocidas, otras tantas ocultas, donde quebrar una sola de ellas puede llevarnos a la ruina, pero cumplirlas rara vez significa recompensa.
También por eso cabe entender por qué en Mi fiasco como hidalgo introduce elementos sci-fi —desarrollados antes en Escapar de La Cabeza de Araña— sin ningún juego lingüistico o estilístico particular, mientras Los diarios de las Chicas Sémplica conoce tanto de elementos sci-fi como juegos lingüísticos y estilísticos: saber cuando y como romper las reglas, es parte del juego. Porque Saunders no habla de la vida, no sólo, ya que cada relato que escribe es una página particular de su teoría sobre la literatura.
Su casa es la literatura. Por eso no es extraño que entienda la vuelta al hogar como un hecho traumático donde es imposible comprender nada, porque cada uso del lenguaje impide que nos comuniquemos con aquellos que suponemos más próximos —la familia en A casa, pero también podría estar hablando de la extrañeza que supone estar condicionados por el lenguaje— ya que condicionamos nuestra visión de nosotros mismos según nuestras expectativas; sobre ello trata uno de los pasajes más brillantes, aunque desoladores, del volumen: «el hecho de que todas estas personas pensaran que le iba a hacer daño al bebé me hizo pensar en hacerle daño al bebé». La vida como condicionamiento exterior, no interior. Quizás por eso podríamos interpretar que Saunders huye hacia las palabras como método para intentar destruir, o exorcizar al menos, saberse encerrado no en su lenguaje, sino en el lenguaje de los demás: el solipsismo auténtico es estar encerrado en las expectativas de los otros. Por eso cierra, y da nombre al libro, Diez de diciembre: estamos encerrado en el lenguaje de los otros, pero también en el propio: nuestras expectativas cambian según lo que los otros arguyan sobre nosotros.
No se puede negar que George Saunders es un escritor para escritores, que es como decir que es un escritor para lectores. Lectores ávidos, inteligentes, que no quieren sucedáneos ni «algo con lo que desconectar»; lectores críticos, rabiosos. Lectores, en suma, escritores de sus lecturas; lectores-escritores. Pues mas no hay otro lector, sino aquel que escribe entre lineas sobre la escritura, la lectura, la vida.
Hola. Acabo de leer cs, bastante deprimente pero no por esto falto de significado, de realidad (y digo realidad porque el constructo que impera es el que se hace real para la mayoría que lo acepta, mientras los otros, son marginales), interesante el juego con el lenguaje aunque siento que carece de significado o por lo menos no lo entendí, la forma en que está escrito, me gusta, pero no logro deducir su función (hablo desde una primera lectura). Me generó interés y consciencia, dolor. Saludos.