Servir es vivir espejo. Sobre «El gran hotel Budapest» de Wes Anderson

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Lo fa­mi­liar nos es lo más le­jano. Para co­no­cer­nos a no­so­tros mis­mos de­be­mos pro­yec­tar­lo en los otros, en las his­to­rias, pa­ra po­der ver­lo; esa es la fun­ción del ar­te, en úl­ti­mo tér­mino: ac­tuar co­mo es­pe­jo, ser­vir­nos al mos­trar aque­llo que so­mos an­te nues­tra ce­gue­ra, qui­zás unién­do­nos ha­cia otros que tam­bién se des­cu­bren si­mi­la­res, abrién­do­nos, en cual­quier ca­so, a nues­tras pro­pias vi­das. Nuestro in­te­rior na­ce del ex­te­rior. O, al me­nos, só­lo allí po­de­mos apre­ciar­lo en tan­to es don­de se nos mues­tra sin me­diar, o no me­dia­do por nues­tros in­tere­ses, si es­ta­mos abier­tos a la in­ter­pre­ta­ción; quien se su­mer­ge en el ar­te co­mo en la vi­da, es­pe­ran­do to­do, no ne­gán­do­se a nin­gu­na po­si­bi­li­dad a prio­ri. Esa es la gran­di­lo­cuen­cia sino de la in­ter­pre­ta­ción, sí al me­nos del ar­te co­mo vida.

Hablar de El gran ho­tel Budapest es ha­blar de una re­li­quia de otro tiem­po, de fi­na­les del XIX, em­be­bi­do del es­pí­ri­tu de la aven­tu­ra de sa­lón que rei­na­ba en el co­ra­zón del Stefan Zweig que im­preg­na ca­da pa­si­llo, ca­da ha­bi­ta­ción, de es­te ho­tel en de­ca­den­cia. Hotel de los hom­bres y mu­je­res más no­bles, por mi­se­ra­bles que fue­ran, fue­ran gen­te adi­ne­ra­da o dis­pues­ta a ser­vir —por­que, si al­go sa­ben las al­mas no­bles es que na­da hay más ele­va­do que ser­vir no al su­pe­rior, sino al igual, a la hu­ma­ni­dad — , don­de po­dían vi­vir a la al­tu­ra de aque­llo que te­nían de es­plen­do­ro­so, de má­gi­co, ob­vian­do to­do su­fri­mien­to o ren­cor que se des­ata­ra en el mun­do; las gue­rras siem­pre eran le­jos, lo pla­ce­res siem­pre eran cer­ca. Situado en la re­pú­bli­ca de Zubrowka, ver­sión fic­ti­cia de la li­te­ra­ria Austria, el ho­tel ra­di­ca en su ca­pa­ci­dad de ser pa­ra los ami­gos. Amigos que son, por de­fi­ni­ción, aque­llo que es el ho­tel: des­lum­bran­te, be­llo, fas­ci­nan­te; cier­to mo­men­to de fa­mi­lia­ri­dad com­bi­na­do con la cons­tan­te sen­sa­ción de en­con­trar­se con al­go nue­vo, in­dó­mi­to, im­po­si­ble a la par que fa­mi­liar. Extrañeza he­cha pro­xi­mi­dad, o lo pró­xi­mo co­mo lo más lejano.

Es im­pres­cin­di­ble ha­blar del ho­tel, de lo que nos sus­ci­ta, pa­ra po­der ha­blar de El gran ho­tel Budapest co­mo pe­lí­cu­la; Wes Anderson ha­ce del ho­tel su pro­ta­go­nis­ta por la de­ca­den­cia del es­pa­cio, del am­bien­te, en la cual de­ben tran­si­tar sus per­so­na­jes: el ho­tel es la pe­lí­cu­la. Incluso cuan­do no apa­re­ce. Todo lo que ocu­rre es por, pa­ra y des­de el ho­tel, ha­cien­do que su pre­sen­cia sea el ex­ce­so cons­tan­te que so­bre­pa­sa los lí­mi­tes fíl­mi­cos. Es un lu­gar fí­si­co, la po­si­bi­li­dad de un tiem­po y de una es­té­ti­ca, ade­más de la na­rra­ción y el sub­tex­to de cuan­to con­tie­ne; es, por sí mis­mo, el sig­ni­fi­ca­do y el sig­ni­fi­can­te de aque­llo que contiene.

No hay ho­tel sin al­ma, co­mo no hay al­ma sin ge­ren­te —que no al re­vés, pues no ha­ce fal­ta te­ner al­ma pa­ra ges­tio­nar na­da; aho­ra bien, ha­ce fal­ta ser tan buen ges­tor co­mo gran­de se ten­ga el al­ma si no se quie­re aca­bar abo­na­do a la lo­cu­ra o la mi­se­ria — , y el de es­te ho­tel es, en par­ti­cu­lar, sin­gu­lar: M. Gustave H.. Amante del amor, de la bue­na vi­da, de la ges­tión efi­caz; le gus­tan las mu­je­res ru­bias, ma­yo­res e in­se­gu­ras —o lo que es lo mis­mo, le gus­tan los es­pe­jos— y los ho­te­les ges­tio­na­dos con la efi­ca­cia pro­pia de aquel que de­po­si­ta en las ma­nos de los otros, con­fian­do en que el mun­do cons­pi­ra en las som­bras pa­ra aus­pi­ciar­le el pla­cer me­re­ci­do sir­vien­do co­mo es ser­vi­do. No exis­te dis­tan­cia en­tre él y el ho­tel. Gustave es el ho­tel y el ho­tel es Budapest co­mo es sus aman­tes y su ser­vi­cio y sus clien­tes; crear una dis­tan­cia, una se­pa­ra­ción, en­tre el es­ce­na­rio y quien lo sos­tie­ne se­ría ab­sur­do; es­cru­ta­mos el al­ma de un hom­bre in­sen­sa­to, hom­bre de otro tiem­po, hom­bre que en sí mis­mo es la idea de ho­tel: trán­si­to y ser­vi­cio no co­mo dos pa­ra­das in­de­sea­bles, sino co­mo tiem­pos a abra­zar por ne­ce­sa­rios. Comprenderlo es com­pren­der los acon­te­ci­mien­tos: no es la his­to­ria so­bre un ho­tel o un tiem­po, sino so­bre un mun­do en desaparición.

Nos re­sul­ta in­con­ce­bi­ble un mun­do don­de hom­bres se acues­ten mu­je­res ma­yo­res por el pla­cer de ha­cer­lo, por ge­nuino in­te­rés de ser­vir­las co­mo ser­vi­cio de ellas es ha­cer­lo pa­ra él, no bus­can­do en el pro­ce­so la fa­ma o el di­ne­ro o na­da que no sea, ¿por qué no?, la pro­pi­na por los ser­vi­cios pres­ta­dos: las amó cuan­do ya na­die las ama­ba. Eso es ser­vir, tam­bién es amar. ¿O es más le­gí­ti­mo el he­re­de­ro por fa­mi­lia que el he­re­de­ro por ser­vi­cio? Desestimamos las cua­li­da­des del ser­vi­cio. Anderson se po­ne a nues­tro ser­vi­cio pa­ra re­cor­dar­nos la ne­ce­si­dad de la be­lle­za, de la rec­ti­tud y la pi­ca­res­ca, de que ser un dandy y ser un sir­vien­te no es­tá re­ñi­do, mas al con­tra­rio es el úni­co mo­do de ser­lo: ser pa­ra los otros pa­ra que los otros sean pa­ra uno, eso es lo úni­co que no ha cam­bia­do, aun­que se ha­ya ol­vi­da­do. Quizás, por eso, sea la pe­lí­cu­la más sin­ce­ra, y cla­ra, de cuan­tas ha filmado.

Gustave he­re­da Muchacho con la man­za­na, cua­dro re­fle­jo de la ju­ven­tud per­di­da, ¿eso ex­clu­ye que pre­fie­ra ven­der­lo pa­ra em­bo­rra­char­se e ir­se de pu­tas hu­yen­do de la gue­rra que que­dár­se­lo? En ab­so­lu­to: ser­vir y ser ser­vi­do co­rres­pon­de más con su es­pí­ri­tu, con su al­ma, que la con­tem­pla­ción; Anderson nos en­tre­ga en he­ren­cia El gran ho­tel Budapest, que aho­ra es nues­tro más que su­yo, pa­ra que ha­ga­mos lo que que­ra­mos con él. Lo úni­co in­no­ble, se­ría de­mo­ler­lo o lle­nar­lo de nazis.

Celebremos, en­ton­ces: por la vi­da, por el amor, por El gran ho­tel Budapest.

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One thought on “Servir es vivir espejo. Sobre «El gran hotel Budapest» de Wes Anderson”

  1. Buena re­se­ña, yo co­men­té la pe­li la se­ma­na pa­sa­da en mi blog. También me gus­tó mucho

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