«Nadie parece advertir los aspectos filosóficos de mi música». Entrevista con Marlon Dean Clift

nullEl ar­tis­ta au­tén­ti­co es aquel que no se rin­de ja­más an­te la ad­ver­si­dad. Por eso Marlon Dean Clift, pu­bli­can­do to­dos los años no me­nos de un par de re­fe­ren­cias en Bandcamp, es un no­ta­ble ejem­plo de lu­cha por la su­per­vi­ven­cia ar­tís­ti­ca: a los már­ge­nes de la in­dus­tria, lu­cha ca­da día pa­ra ha­cer­se oír sin nun­ca per­mi­tir­se ha­cer con­ce­sio­nes al ten­di­do. Su me­lan­có­li­co es­ti­lo folk rock, in­clu­yen­do sus in­cur­sio­nes elec­tró­ni­cas más pró­xi­mas al am­bient y el dro­ne, le co­lo­can co­mo un mú­si­co a se­guir de cer­ca por su ex­cep­cio­nal pro­duc­ti­vi­dad, que nun­ca se en­cuen­tra re­ñi­da con la ca­li­dad fi­nal. Y aho­ra, ha sa­ca­do nue­vo dis­co. Celebrando la oca­sión ha­bla­mos de Farewell, Star, su úl­ti­mo tra­ba­jo has­ta el mo­men­to que se pue­de es­cu­char y com­prar en Bandcamp, pa­ra abor­dar las cla­ves ocul­tas no só­lo de­trás del mis­mo, sino tam­bién de to­do su trabajo.

A. Aunque ha­blar de tu mú­si­ca es ha­blar de una cons­tan­te ló­gi­ca, cual­quie­ra que se acer­que a Farewell, Star no­ta­rá cier­tas di­fe­ren­cias con res­pec­to de tus an­te­rio­res tra­ba­jos. Es qui­zás me­nos ci­ne­ma­to­grá­fi­co, me­nos pai­sa­jís­ti­co, abra­zan­do y des­pren­dién­do­se al tiem­po de un es­ti­lo más pró­xi­mo al ini­cia­do en Spleen: di­rec­to y emo­cio­nal, «un hom­bre a so­las con su gui­ta­rra» —po­dría­mos de­cir. ¿Cómo has vi­vi­do esa evolución?

M. No di­ría evo­lu­ción, es más, el grue­so de can­cio­nes del dis­co lo es­cri­bí en ve­rano de 2013. De he­cho pro­si­gue la na­rra­ción que ini­cié en Blonde On The Tracks y que hi­zo es­ca­la en Spleen II. Las can­cio­nes de Farewell, Star son can­cio­nes de adiós, de uno re­sig­na­do. Abordarlas des­de lo acús­ti­co y lo des­nu­do es ple­na­men­te de­li­be­ra­do, me pa­re­cía el for­ma­to más na­tu­ral pa­ra con­tar esas historias.

A. Si bien es cier­to que es un dis­co más des­nu­do, tam­bién tie­ne un par de pa­sa­jes at­mos­fé­ri­cos, Magic And Loss e In Your Room, que le do­tan de un cier­to tono de irrea­li­dad. Como si en cier­to mo­do fue­ra to­do un re­cuer­do un sue­ño, o una pe­lí­cu­la de Michael Mann, ¿es eso intencional?

M. Sí, me gus­ta mu­cho crear at­mós­fe­ras y es­pa­cios, o sim­ple­men­te re­crear­los. Y tam­bién es cier­to que la his­to­ria que re­cons­tru­yo es, an­te to­do, irreal, así la sien­to al me­nos, ya que ja­más co­no­ció una con­clu­sión sen­sa­ta o pa­cí­fi­ca. Aquí em­pleé esas pie­zas a mo­do de in­ter­lu­dios, un mo­do de gui­ñar­le al ojo a Spleen II. In Your Room me in­tere­sa es­pe­cial­men­te por­que es mi me­mo­ria dul­ce de la ha­bi­ta­ción de aque­lla aman­te, un in­ten­to dé­bil por res­ca­tar un re­cuer­do bo­ni­to que des­ta­que en­tre el res­to de los que com­po­nen el dis­co, que son en su ma­yo­ría tris­tes y amargos.

A. Entre Magic And Loss y Rōnin en­cuen­tro cier­tos pa­ra­le­lis­mos. No só­lo el tono oní­ri­co que com­par­ten, sino tam­bién su evi­den­te ai­re ja­po­ni­zan­te; el rō­nin, el sa­mu­rái sin amo, aquí se con­tra­po­ne al aman­te sin ama­da, al hom­bre aban­do­na­do, ¿es aquí lo orien­tal un ras­go so­no­ro de irrea­li­dad, bus­can­do cier­to exo­tis­mo orien­ta­lis­ta, o bus­cas ca­rac­te­ri­zar­lo más co­mo un ideal per­di­do en el pa­sa­do, más pro­pio de la fi­lo­so­fía de au­to­res co­mo Yukio Mishima?

M. Esto tie­ne ex­pli­ca­ción en sí, por un la­do, Mishima. Tiene gra­cia que le men­cio­nes por­que, mien­tras es­cri­bía el dis­co y re­to­ca­ba los te­mas del ve­rano pa­sa­do, es­tu­ve re­le­yen­do El Rumor del Oleaje. Detesto que se abra­ce lo ja­po­nés des­de la can­di­dez, el es­no­bis­mo o el sim­ple ca­pri­cho es­té­ti­co. Sigo los pos­tu­la­dos del bushi­dō, ésa es mi re­la­ción con lo ja­po­nés a un ni­vel prác­ti­co. Si no un ai­re má­gi­co sí que bus­co des­ti­lar la no­ble­za de lo or­di­na­rio. Ronin es más que evi­den­te, alu­de a la au­sen­cia de amo, pe­ro tam­bién a la rup­tu­ra de un víncu­lo, de –lo que yo creía era- un con­tra­to de ho­nor. Magic And Loss le de­be el tí­tu­lo al dis­co con­cep­tual de Lou Reed por un la­do, que ha­bla­ba de la muer­te de se­res cer­ca­nos y có­mo eso nos re­si­túa en lo exis­ten­cial lle­ga­dos a cier­ta edad. Por otro la­do ara­ña un po­co del fol­klo­re cel­ta, pue­de apre­ciar­se en esa gui­ta­rra pe­re­zo­sa que va sal­pi­can­do la composición.

A. Siguiendo lo que di­ces, re­sul­ta iró­ni­co el jue­go de forma/fondo que de­sa­rro­llas a lo lar­go del dis­co: In Your Room, la can­ción más op­ti­mis­ta del dis­co, se ha­ce en pri­me­ra ins­tan­cia la más tris­te; del mis­mo mo­do, la ter­nu­ra de Kite o 24 aca­ban atra­ve­sán­do­se por su bru­ta­li­dad sub­ya­cen­te. ¿Existe la ne­ce­si­dad por tu par­te de man­te­ner esa dis­tan­cia, de en­mas­ca­rar en cier­to gra­do los sen­ti­mien­tos, pa­ra po­der en­ca­rar­los co­mo un al­go más pu­ro, sin contaminar?

M. No soy ami­go de en­mas­ca­rar, no me gus­ta per­der­me en crip­ti­cis­mos y her­me­ti­zar el men­sa­je con me­tá­fo­ras en­re­ve­sa­das. Sí que con­fie­so ha­ber ju­ga­do a fa­bu­lar las can­cio­nes, ma­nio­bra que es bas­tan­te pa­ten­te en Kite y Lost In The Woods. Son his­to­rias tris­tes con­ta­das con dul­zu­ra, co­mo se ha he­cho a me­nu­do en la li­te­ra­tu­ra in­fan­til; cuen­tos ini­cial­men­te lú­gu­bres o sór­di­dos que iban li­mán­do­se con tal de ¿pro­te­ger la ino­cen­cia de los ni­ños? En el ca­so li­te­ra­rio me pa­re­ce una de­ci­sión éti­ca­men­te re­pro­ba­ble. En mi ca­so vie­ne ins­pi­ra­do por Nick Drake y Mark Kozelek. Me pa­re­ció bo­ni­to agri­dul­zar los tran­ces más tris­tes de la his­to­ria, ju­gan­do con for­ma y fon­do, co­mo bien señalas.

A. La na­rra­ti­va del dis­co que­da cla­ra, os­ci­lan­do cons­tan­te­men­te al­re­de­dor de la tra­ge­dia de los 24 años —tra­ge­dia que pa­re­ce uni­ver­sal, si se me per­mi­te el in­ci­so: es una edad pro­pi­cia pa­ra sa­ber­se aden­trán­do­se en la edad adul­ta; tam­bién, cla­ro, pa­ra tro­pe­zar­se con ella — , pe­ro tam­bién po­dría­mos de­cir que lo abor­das de for­ma sis­te­má­ti­ca des­de el con­cep­to del tiem­po. Planteaba lo oní­ri­co, me has con­tes­ta­do con los cuen­tos in­fan­ti­les, ¿po­dría­mos en­ten­der «Farewell, Star» co­mo el in­ten­to de en­ten­der, más que en­con­trar, el tiem­po perdido?

M. Son los vein­ti­cua­tro (aho­ra ya vein­ti­cin­co) de la per­so­na a quien va di­ri­gi­do el dis­co. En Spleen II, pe­se a que es­tá lleno de amor por esa per­so­na, me ata­có el mal del ren­cor, al­go muy im­pro­pio en mí. Reconozco que fui muy in­jus­to y egoís­ta en la na­rra­ción de can­cio­nes co­mo Ethics 101, eran el ren­cor y la im­po­ten­cia ha­blan­do. Aquí no qui­se ni som­bra de eso, sim­ple­men­te de­cir adiós con amor, re­con­ci­lián­do­me fi­gu­ra­da­men­te con esa per­so­na, dán­do­nos un úl­ti­mo mo­men­to de paz que ja­más tu­vi­mos. Intento pe­lear­me más bien con el Tiempo, cues­tio­nar por qué cier­tos ca­pí­tu­los se su­ce­die­ron del mo­do en que lo hi­cie­ron y por­qué ese rit­mo anár­qui­co, por qué ese ape­ti­to ca­pri­cho­so e in­do­len­te de al­gu­nos a la ho­ra de amar, por qué son tan permea­bles a los en­ga­ños que ellos mis­mos fa­bri­can. A raíz de es­to mi tiem­po no se per­dió, sino que que­dó es­ta­cio­na­rio, lo que es una sen­sa­ción muy an­gus­tio­sa, por eso a quien in­ten­to en­ten­der es a ella, co­sa que no me mo­les­té en ha­cer en Spleen II. En The Most Beautiful Girl In The World, can­ción que que­dó fue­ra del dis­co, ha­bla­ba de es­to. «Amarte es pe­lear con­tra Dios, dis­cu­tir con el vien­to». Siendo ho­nes­to pro­cu­ré evi­tar ha­blar del Tiempo en es­te dis­co. De ha­ber­lo he­cho me ha­bría li­mi­ta­do a cir­cu­lar una se­rie de even­tos, aque­llos que ja­más co­no­cie­ron re­so­lu­ción. Llevo años in­ten­tan­do com­po­ner un dis­co ple­na­men­te atem­po­ral, aquí he vuel­to a in­ten­tar­lo, pe­ro si­go sin con­se­guir­lo. Tampoco desis­to, aclaro.

A. There Goes Your Man es una bru­tal de­cla­ra­ción de prin­ci­pios: des­cu­brir a la per­so­na ama­da co­mo otra co­sa dis­tin­ta a lo que se creía, co­mo un ser mi­se­ra­ble, y ha­cer­le ver que ya nun­ca po­drá te­ner­te. Además, en es­ti­lo, rom­pe con to­da la es­té­ti­ca ge­ne­ral del dis­co. ¿Por qué de­ci­dis­te abor­dar, co­mo pri­mer te­ma, una can­ción tan di­rec­ta y es­té­ti­ca­men­te dis­sí­mil con res­pec­to del res­to del disco?

M. Es la ge­me­la per­ver­sa de Kite, por eso las ado­sé al cons­truir el trac­klist. Es tam­bién un in­ten­to por au­to­en­ga­ñar­me, tam­bién uno vano por exor­ci­zar el do­lor que me de­jó su trai­ción. Si al­go une There Goes Your Man con el res­to del dis­co es el aro­ma es­ta­dou­ni­den­se, si quie­re ver­se así. Tiene un po­co de Roy Orbison, lo que lle­va in­evi­ta­ble­men­te a ha­blar de Chris Isaak y Forever Blue, que es un dis­co del que to­mé bas­tan­tes ideas a la ho­ra de es­cri­bir és­te. Kite cuen­ta la mis­ma his­to­ria que There Goes Your Man, pe­ro en la pri­me­ra me pon­go del la­do de ella, mien­tras que en la se­gun­da es­toy sien­do de nue­vo egoís­ta en mi bús­que­da de ali­vio. Kite ade­más ha­bla de amar a al­guien que pa­de­ce un tras­torno men­tal, de ahí esa es­té­ti­ca de cuen­to in­fan­til, la so­brie­dad en la in­ter­pre­ta­ción y esa me­tá­fo­ra que la ver­te­bra, mu­cho más com­ple­ja de lo que apa­ren­ta; ella es a la vez vien­to, co­me­ta y voluntad.

A. Aunque no es ex­tra­ño den­tro de la ló­gi­ca tras la que se ha cons­trui­do Marlon Dean Clift a lo lar­go del tiem­po, de­trás de to­das las can­cio­nes se pue­de ver cir­cu­lar tu san­gre. Habrá quien quie­ra ver sen­ti­mien­to en ello, ha­brá quien quie­ra ver exhi­bi­cio­nis­mo, ¿con­si­de­ras que el ar­tis­ta só­lo pue­de es­cri­bir de sí mis­mo, y por tan­to se de­ben ex­plo­tar los he­chos bio­grá­fi­cos —co­mo, por otra par­te, pa­re­ce ser el ca­so — , o crees que es una elec­ción per­so­nal y pue­de exis­tir al­go así co­mo un ar­te «pu­ro»?

M. Bueno, hay quien to­da­vía no en­tien­de el por­qué del nom­bre: Marlon Dean Clift. Eran ac­to­res muy in­ten­sos, con ten­den­cia a lo me­lo­dra­má­ti­co, a la gran­de­za. Pensé que si iba a ma­ne­jar­me al mar­gen de gé­ne­ros esa tri­ni­dad se­ría bue­na re­pre­sen­tan­te. A mí me en­can­ta el me­lo­dra­ma co­mo gé­ne­ro, lue­go que la vi­da es pu­ro me­lo­dra­ma y to­dos no­so­tros te­ne­mos nues­tra par­te en ello, ne­gar­lo es ce­rrar­se a la evi­den­cia. Que me acu­sen de exhi­bi­cio­nis­ta me ha­ce mu­cha gra­cia, pre­ci­sa­men­te por­que el re­pro­che vie­ne de gen­te que res­pe­ta a/disfruta de ar­tis­tas que ha­cen cons­tan­te­men­te eso. La pur­ga en lo ar­tís­ti­co pue­de pe­car de au­to­in­dul­gen­te, de sen­si­ble­ra, de hi­pó­cri­ta. Se co­rren mu­chos ries­gos, es cier­to, pe­ro soy in­ca­paz de en­ten­der la crí­ti­ca a la des­nu­dez. La mis­ma des­nu­dez ya con­sis­te en un va­lor ar­tís­ti­co, uno que im­pli­ca pu­re­za. Podría es­cri­bir so­bre asun­tos so­cia­les, so­bre mis afi­cio­nes, y al­go de eso hay en mi pro­duc­ción, pe­ro na­die pa­re­ce ad­ver­tir ni in­te­re­sar­se por los as­pec­tos fi­lo­só­fi­cos de mi mú­si­ca, no ven más que «can­cio­nes de amor», ex­pre­sión que a me­nu­do lan­zan de for­ma des­pec­ti­va. Yo no pue­do des­per­tar a na­die de su le­tar­go, só­lo ex­po­ner mi tra­ba­jo cuan­do se malinterpreta.

A. Si bien es cier­to que abun­da el tono bio­grá­fi­co, tam­bién po­dría­mos afir­mar que sien­tes un par­ti­cu­lar pla­cer por con­tar his­to­rias con cier­ta he­ren­cia de cuen­to in­fan­til. Véase el ca­so de Lost In The Woods. Dado que abor­das con igual sol­tu­ra el jue­go me­ta­fó­ri­co y el ma­za­zo li­te­ral, ¿cuál es la di­fe­ren­cia sus­tan­cial que te ha­ce ele­gir la una so­bre la otra a la ho­ra de com­po­ner una canción?

M. No ten­go mé­to­dos pre­fi­ja­dos ni ru­ti­nas a la ho­ra de tra­ba­jar. A ve­ces es­cri­bo so­bre la mar­cha, úl­ti­ma­men­te lo ha­go mu­cho, no de­jo de es­cri­bir y es­cri­bir ver­sos, co­sa que te­nía muy aban­do­na­da. A ve­ces no es­cri­bo na­da, sim­ple­men­te le de­di­co una se­ma­na, dos, pue­de que un mes en­te­ro a re­fle­xio­nar so­bre una can­ción, la re­ima­gino de de­ce­nas de for­mas en mi ca­be­za, bus­co el so­ni­do, la tex­tu­ra, las pa­la­bras, las per­si­go. Lost In The Woods co­no­ció una ver­sión pri­mi­ge­nia (Loving You Has Gotten Weird) que no ter­mi­na­ba de gus­tar­me, y aho­ra bus­co es­cri­bir can­cio­nes cor­tas y con una es­truc­tu­ra bien de­fi­ni­da. Así que rehi­ce el te­ma, le cam­bié el tono a la his­to­ria y usé —co­mo en Kite— a ese ni­ño de la por­ta­da. En el tra­mo fi­nal hay in­clu­so una re­fe­ren­cia ve­la­da a la Dama del Lago ar­tú­ri­ca. Me ape­te­cía con­ver­tir esa can­ción de amor en un cuen­to de te­rror. Últimamente le he co­gi­do gus­to a in­tro­du­cir esa cla­se de gi­ros y cui­dar más la na­rra­ción, no li­mi­tar­me a enu­me­rar sen­ti­mien­tos, un vi­cio muy ha­bi­tual cuan­do se par­te de lo autobiográfico

A. El pro­ble­ma clá­si­co de Mishima, co­mo de cual­quier otro ar­tis­ta que abor­da una te­má­ti­ca más pró­xi­ma al me­lo­dra­ma, pa­re­ce ser el mis­mo que el tu­yo: el pú­bli­co cree po­der re­du­ci­ros al exhi­bi­cio­nis­mo, a la lec­tu­ra sen­ti­men­tal, cuan­do abor­dáis pro­ble­má­ti­cas de ca­la­do más pro­fun­do, fi­lo­só­fi­co in­clu­so. Al fi­nal, a lo lar­go de to­da la dis­co­gra­fía de Marlon Dean Clift, la pre­gun­ta que pa­re­ce re­pe­tir­se una y otra vez es «¿có­mo de­be­ría ser una per­so­na?». Dicho eso, la úl­ti­ma pre­gun­ta se­rá la más fi­lo­só­fi­ca: ¿có­mo de­be­ría ser una per­so­na se­gún Marlon Dean Clift?

M. Exacto, Mishima fue víc­ti­ma de ese mis­mo re­duc­cio­nis­mo, es al­go que me ener­va, más cuan­do vie­ne de pre­sun­tos en­ten­di­dos en Arte y Filosofía, que se ti­ran de ca­be­za a la char­ca del ma­ni­queís­mo; me pa­re­ce de una va­gan­cia y una fal­ta de sen­si­bi­li­dad ar­tís­ti­ca abominable.

Mi con­cep­to sa­lu­da­ble de per­so­na. Una per­so­na que se obli­gue a cues­tio­nar­se, que no se pres­te dó­cil­men­te a las con­ven­cio­nes, que no ne­ce­si­te re­cu­rrir nun­ca al or­gu­llo, de la cla­se que sea. Alguien que en­tien­da que no pue­de exi­gir lo que no ofre­ce, que co­noz­ca su lu­gar y lo tra­ba­je en lu­gar de de­di­car sus es­fuer­zos en so­ca­var el lu­gar de otros. ¿Idealista? No lo creo así. Me pa­re­ce una me­ta dig­na y fac­ti­ble… y tris­te­men­te im­po­pu­lar. Se lle­va más fin­gir hu­mil­dad pa­ra en­cu­brir arro­gan­cia, ser hi­pó­cri­ta con los de­dos cru­za­dos, es­pe­ran­do que na­die te des­cu­bra la jugarreta.

A. Ha si­do un pla­cer po­der char­lar con­ti­go so­bre «Farewell, Star», a lo cual só­lo me que­da aña­dir que pue­den com­prar el dis­co en tu Bandcamp y agra­de­cer­te mu­cho que me ha­yas de­ja­do ro­bar­te al­go de tiem­po pa­ra con­tes­tar mis pre­gun­tas. ¿Quieres aña­dir al­go más an­tes de acabar?

M. No es que quie­ra, pe­ro lo jus­to y ne­ce­sa­rio es di­ri­gir­me a to­dos esos en­fer­mos e in­ma­du­ros que han dis­fru­ta­do juz­gán­do­me sin más ma­te­rial que su in­si­dia, que in­clu­so se to­ma­ron la mo­les­tia de boi­co­tear mi tra­ba­jo, mi per­so­na mu­si­cal y mi pro­pia per­so­na. Gente que me ha acu­sa­do de crí­me­nes y fal­tas que ellos co­me­ten cons­tan­te­men­te. Decirles que me com­pa­dez­co de ellos, por­que no he co­no­ci­do nun­ca a una per­so­na ver­da­de­ra­men­te sen­si­ble ni in­te­li­gen­te em­pleán­do­se en esa cla­se de ac­cio­nes. Espero que des­pier­ten an­tes de se­guir im­po­nien­do sus no­cio­nes ta­ra­das a otros. Es un mal cua­si ví­ri­co, el nue­vo fascismo.

A los de­más agra­de­cer­les el apo­yo que han mos­tra­do. Están en los cré­di­tos del dis­co, jun­to a al­gu­nos nom­bres pro­pios que no olvido.

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