No existe deseo que no esté definido por la posibilidad de la pérdida, de no obtener aquello que se figura como objeto del mismo. Cuando no conseguimos aquello que deseamos nos sentimos tristes, vacíos, pero no es una pérdida real: nunca hubo posesión, en realidad no hemos perdido nada; no conocemos nuestro auténtico deseo hasta que perdemos aquello que ya hemos obtenido, hasta que nos elude la posibilidad de un deseo satisfecho. En tanto sólo es posible añorar aquello que ya se ha tenido, el deseo que ya se ha cumplido y se ha sostenido en el tiempo, podríamos entender que la pérdida es el grado cero del juicio deseante: sólo cuando perdemos algo, cuando tenemos distancia de ello después de haberlo conocido con profundidad, podemos conocer su auténtico alcance dentro de nuestra vida. La pérdida nos da distancia para conocer nuestro deseo y, por ello, el valor de la pérdida se define en el encuentro. Es necesario perder el deseo para encontrarlo, para descubrir su dimensión real en nuestro mundo.
Perdida trata más sobre la pérdida que sobre la perdida que da nombre al título. Es necesario recalcar eso desde un principio porque, si obviamos todos los fuegos de artificio que introduce su autora en el trayecto —los cuales nunca pasan de ser construcciones narrativas pueriles, giros de trama que crean la sensación constante de (falsa) revelación — , no importa en la historia que alguien desaparezca, si es que no son todos desaparecidos, sino que alguien es encontrado. O recobrado. Amy Dunne desaparece y Nick Dunne transita varios estados colindantes con la desaparición, desde la privada (la pérdida del sentido de su vida) hasta la pública (el juicio paralelo creado en los medios) pasando por la existencial (la anulación de su propio ser), hasta descubrir lo evidente: son dos amantes perdidos y recuperados, que se alejan y se atraen de forma constante, hasta que al final de la novela descubren que nunca habrían podido vivir el uno sin el otro. Que son menos cuando están lejos. Descubren que pueden volver a enamorarse, tener lo que desean y cumplirlo incluso a precios que en otro tiempo les hubieran parecido monstruosos o desproporcionados: la pérdida, o la posibilidad de no recobrarla, les empuja hacia un final que determina la propia dimensión de su deseo.
Deseo que, en el caso de Gillian Flynn, resulta transparente en su escritura. Su ausencia de estilo se suple con momentos de inspiración lírica, ciertas soflamas muy esporádicas de belleza, que no consiguen ocultar sus graves problemas estructurales: le falta ritmo, estructura, poética; le sobran giros, páginas, fuegos de artificio. Quiere ser literatura, pero se queda con un pie en la nada del entretenimiento vacuo. La pérdida que se sustenta entre sus páginas es lo que encuentra, la literatura, que se nos presenta aquí desfigurada a través de unos intereses particulares, vender lo máximo posible, que por más nobles que sean no dejan de determinar una forma que es, al final, un fracaso parcial.
Si la novela puede definirse a través de uno de sus personajes ese es Amy Dunne. Hace todo lo que está en su mano para conseguir lo que desea, incluso perder a priori aquello que desea, pero se encuentra con que, cuando sale de su perfecta vida de princesa, en el mundo exterior está helando; vuelve a casa no sólo porque comprueba que Nick está pidiéndole que vuelva de forma sincera, sino también porque el mundo la ha aplastado de forma brutal y sistemática. Vuelve porque descubre en ambos que siempre estuvieron mejor juntos que separados. Ocurre lo mismo con la escritura de Flynn en un sentido más mundano, o incluso fracasado, en tanto nos demuestra su propia imposibilidad de construir aquello que podemos diseccionar detrás de sus frases. Su estructura es acomodaticia y engañosa, sus giros tramposos, su ritmo morosos y demasiado apegado a la descripción. Descubre que fuera hace frío, que no es suficiente con tener grandes expectativas o deseos para que se cumplan, porque ese afuera llamado «literatura» es más basto y peligroso —más difícil de complacer si se pretende armonizar el deseo de sus dos agentes mayoritarios: «calidad» y «público»— de lo que nunca podría haber previsto.
Flynn desea hacer gran literatura, trascender los tópicos del bestseller a través de una historia profunda llena de puntos de giro y reflexiones de valor, pero se queda haciendo músculo con un bestseller de calidad, partiendo de buenas ideas que no es capaz de desarrollar con una escritura que pudiera ser considerada a la altura. No es un guión cinematográfico haciéndose pasar por una novela, es una novela cuyas aspiraciones podrían cuajar mejor en manos de otro artista mejor preparado.
¿Cómo se diluye, dispersa y pierde el deseo tras Perdida? Por su propia incapacidad para concretarse. Sacrifica la agilidad en favor de redundancias innecesarias en vez de rasgos poéticos, crea estructuras en forma de puzzle que el lector no puede resolver hasta que la propia historia los monta, requiere de giros narrativos para enganchar al lector cuando podría haber conseguido lo mismo con otro orden expositivo. Le falta deseo de vanguardia para lograr aquello que es sólo en potencia. El problema es que la perdida del título es la novela en sí misma, la pérdida de una oportunidad de hacer una auténtica obra literaria de valor que pudieran apreciar gran cantidad de personas.
Entonces, ¿cuándo se dará el encuentro? Cuando la propia autora sea capaz de revertir todos sus defectos en su próxima novela o, cuando en un ejercicio shakespeariano, alguien se apropie de la idea y el desarrollo de la novela para llevarlo, en términos de escritura, hasta el parnaso que se intuye podría haber habitado. En Perdida hay encuentro narrativo, pero no encuentro literario. Existe la búsqueda, se pueden intuir algunas pistas que demuestran que existió la intención, pero todo acaba terminando con un bellísimo cadáver aplaudido por crítica y público sin darse cuenta que, por más que pretendan engañarse, darle la corona de Miss Novela Negra a una muerta sólo sirve para hacer de menos ya no la corona, sino al concepto que de sí misma emana. Ni vive ni respira, es sólo un bonito cadáver por más que pretendamos proyectar dentro de sí la idea de una vida que se le escapó antes de que la encontráramos varada entre los juncos.