Ninguna palabra es inocente por sí misma. Cada vez que elegimos utilizar una palabra en detrimento de otra estamos ejerciendo un acto de poder, un acto que tiene consecuencias políticas: no es lo mismo decir que los jóvenes se van del país buscando «experiencias» que «porvenir». Cuando decimos que buscan «experiencia» decimos que están insatisfechos con la situación actual del país, pero que están abiertos a explorar nuevas posibilidades como un acto placentero y propio de la juventud; cuando decimos que buscan «porvenir» decimos que están insatisfechos con la situación actual del país, pero que su única opción es emigrar o no poder tener una vida en absoluto. Al elegir las palabras no sólo estamos diciendo lo que esa palabra significa en primer grado, sino que también estamos comunicando una serie de significados secundarios configurados a partir de nuestra particular visión del mundo. Nada de lo que decimos es inocente, apolítico, carente de consecuencias, porque toda palabra significa algo más que una mera transmisión de información vacía. Todo acto de comunicación está cargado de ideología.
Imaginemos una historia. Un joven de familia humilde, estudiante de una importante universidad privada de un reino europeo, es arrestado un día acusado de un presunto delito de falsedad, estafa y usurpación de identidad. Él, por su parte, afirma haber colaborado con el CNI, con la Casa Real, con la Vicepresidencia del gobierno. Aunque no existe prueba alguna de que eso sea verdad, salvo algunas fotos donde aparece con algunos mandatarios o personas próximas de ellos —en contextos, por lo demás, ajenos a lo privado: podría haberlos abordado sin guardar relación personal o profesional alguna, podrían ser selfies improvisados, ya que no son seres supraterrenales inaccesibles para el común de los mortales — , acaba siendo utilizado como material político, tanto en el ámbito periodístico como en el parlamentario, para abordar los evidentes problemas de corrupción que tiene el reino. Y, a pesar de que la ausencia de pruebas es clamorosa y las contradicciones del joven son bochornosas, se le sigue utilizando como arma arrojadiza en el juego de poderes.
No hace falta imaginar, ya que es la historia de Francisco Nicolás Gómez. Pero cuando hablamos de él, aquel quien día tras día se nos presenta como uno de los temas principales del periodismo político de nuestro país, nos encontramos rápidamente con una peculiar elección del lenguaje: nadie le llama Francisco Nicolás Gómez, por unanimidad ha sido rebautizado Pequeño Nicolás. ¿Por qué eligieron darle ese hombre los periodistas? Por capricho no, desde luego. Ningún periodista elige como abordar una noticia sin pensar previamente que palabras deberá usar, que términos están prohibidos dentro de su vocabulario. Es una decisión ideológica. Y utilizar apelativos, como pequeño, está prohibido en todo libro de estilo que se precie. ¿Cómo nace entonces «Pequeño Nicolás»? Por una referencia infantil, por una intención repugnante.
El pequeño Nicolás es, mucho antes de que Francisco Nicolás se encontrará apelado de forma sistemática como tal, una serie de libros infantiles del escritor René Goscinny, más conocido por ser el creador de Asterix y Obelix. En sus libros, Nicolás es un niño travieso de seis años que, sin mala intención alguna, logra desesperar a las autoridades pertinentes al dejarse llevar por su visión infantil del mundo, la cual le lleva a hacer diabluras de todo tipo. Hasta aquí, nada excepcional. El problema acontece cuando pensamos en asociación espuria que se produce al renombrar a Francisco Nicolás como Pequeño Nicolás. El trato de niño, ese trato dulce hasta rozar lo despectivo de introducir el «pequeño» por delante de su nombre, pretende justificar sus actos como una chiquillada, algo más propio de niños que de adultos. Al llamar a Francisco Nicolás por el nombre de Pequeño Nicolás estamos rebajando su implicación en los hechos, como si sus actos fueran un juego de niños, como si en el fondo no tuvieran importancia. Recordemos: no estamos hablando de un niño, estamos hablando de un imputado.
Incluso obviando la acusación penal contra la persona, sigue habiendo en ese trato especial una problemática nominalista evidente. Al presentarlo como parte de los problemas de corrupción del país, pero nombrarlo de un modo infantil, se crea una asociación espuria por la cual los actos de corrupción son algo infantil, algo menor. Si un niño puede ser pieza central del problema de corrupción del país, es que debe ser una chiquillada. No es sólo que exculpemos en cierta medida sus actos cada vez que lo llamamos Pequeños Nicolás al decir, de forma indirecta, «eso son travesuras, cosas de niños», sino que también lo hacemos, por asociación, con todos los implicados en casos de corrupción. Ya no son gravísimos problemas de estado, son, al fin y al cabo, cosas de niños
Todo lo que se ha originado alrededor de su presencia está hecho a la medida de convertir todo lo que toca en una opera bufa. Tomemos el ejemplo más evidente, aquel que vuelve a conectar la problemática con la prensa. Cuando a su amiga Isabel Mateos se la llama de forma sistemática La Pechotes —pseudónimo, además, con evidentes ecos machistas; mientras él es pequeño, infantil, ella es voluminosa, adulta: queremos hombres-niño, que jueguen, pero mujeres-objeto, que sean juguetes— y, a su vez, se le ofrece trabajar en un programa de televisión de variedades, el mensaje que se crea alrededor del tema resulta evidente: nuestro país es un circo, un patio de recreo, darle importancia a la política carece de sentido. No es algo nuevo, ya lo hizo Silvio Berlusconi en Italia anteriormente. La corrupción y el chanchulleo se convierten en norma, el modo en que se rige la existencia. O lo que es lo mismo, ¿qué importa quién esté en el poder si todos los políticos son iguales? De forma intencionada o no, ya que es más probable la acumulación de decisiones infantiles por parte de periodistas que una conspiración política, algo en apariencia inane como llamar «Pequeño Nicolás» en vez de «Francisco Nicolás» a un imputado por delitos graves puede distorsionar, de un modo bastante grave, nuestra visión de los acontecimientos políticos de nuestro país.
Las palabras significan. No existe periodista exento de responsabilidad, incluso en el caso de aquellos que se pretenden objetivos como si fuera posible dilucidar una realidad objetiva en un mundo donde las palabras originan, necesariamente, nuestra visión particular del mundo. Nunca son «sólo palabras» y el problema no es llamar a las cosas por su nombre, el problema es que todo nombrar crea sus propias condiciones particulares de realidad: si nuestro país es un gobierno de mayores de edad, entonces se llama Francisco Nicolás; si nuestro país es un gobierno de menores de edad, entonces es El Pequeño Nicolás. Decidir es cuestión de todos, incluso cuando el periodismo parece ya haber decidido que le conviene convertirnos en monos amaestrados para aplaudir el lanzamiento de heces.