La cultura es dúctil, cambiante, siempre en movimiento. Pretender mantenerla fijada en cátedras y museos, como si su evolución fuera algo que acaba desde el momento de su nacimiento, es cerrarse ante la perspectiva lógica del paso del tiempo: el conocimiento cambia, se acumula, se abre ante nuevas posibilidades del mismo modo que se cierra hacia otras. La cultura es tiempo en devenir, un retrato fidedigno del presente incluso cuando procede del pasado. No vemos lo mismo en dos épocas distintas. Necesitamos volver de forma constante sobre los símbolos y los significados para destriparlos y apropiárnoslos, porque no tienen una significación dada que sea inamovible, por más que sí tengan ecos inextinguibles; incluso aunque no lo deseemos, las perspectivas del mundo cambian. Y nosotros lo hacemos con ellas.
El retrato de la feminidad es inconstante en la historia. Lo que significa ser mujer y cómo se representa, lejos de ser un continuo lógico de opresión, va variando según visiones particulares mediadas por necesidades estructurales —desde convenciones morales o culturales hasta medidas coyunturales de orden político o económico; no existe algo así como la representación pura, la opresión natural hacia determinados sectores— dependientes del devenir de cada época. Eso no excluye que haya simbolismos que tengan continuidad, como es el caso del vello corporal. Dado que el vello se asocia con lo masculino por encima de lo femenino en tanto más visible en los hombres, se hace de un rasgo biológico un rasgo distintivo: la mujer barbuda es, dependiendo de la época y su representación, bufón (en las cortes absolutistas, con todo el poder derivado que ello conlleva: son émulos de la excepcionalidad soberana), objeto de estudio científico o entretenimiento (en el cientificismo postdarwiniano, deviniendo freak en tanto excepción categorial a estudiar) o femme fatale felina (en las representaciones narrativas modernistas). En los tres casos lo único que permanece constante es el símbolo, que no su significado.
El pelo es un símbolo poderoso. La mujer barbuda, hirsuta, era en primera instancia una rareza inofensiva; con el absolutismo era lógico que los reyes quisieran rodear de las más extravagantes formas de vida, haciendo de enanos y mujeres barbudas sus invitados permanentes para fascinación de la corte. No era cuestión de opresión o de objetivación, sino de empoderamiento. La posesión indirecta de entidades singulares, excepciones de la naturaleza, servía como ostentación de la propia diferencia: no eran sólo bendecidos por la divinidad con su papel de regidores del mundo, sino que también se rodeaban de excepcionales naturales, de nacimiento divino, que confirmaban su particular estatus existencial. La mujer barbuda comparte espacio con el enano y el rey: una excepción por nacimiento. No eran objetos de museo, sino habitantes de la corte. Eso cambió radicalmente con el cientificismo. Con él llego la clasificación, el orden, por lo cual la mujer barbuda era una no-mujer, el eslabón perdido, la rareza que requería ser clasificada y, por extensión, neutralizada. En ello seguimos hoy. La crítica hacia los transexuales y las mujeres «poco femeninas» no lo es por un gesto de opresión naturalizado, sino por su imposibilidad de clasificación. Se salen de toda categoría. Al no ser «normales» hacen sentir incómodo al frío racionalismo en el cual hemos sido educados. «Todo va bien, al menos no soy como ellas» —se dice el espectador al ver un cuerpo que considera grotesco.
Mientras que los reyes convivían con lo excepcional de la naturaleza para confirmar su propia excepcionalidad, el hombre de a pie criado en el racionalismo excluye lo excepcional de la naturaleza para confirmar su propia normalidad. Es un cambio de paradigma. Se busca la uniformidad, la igualdad desde el camino de una excepción impostada, donde cualquier posibilidad de salirse de las estructuras básicas de la representación es, automáticamente, anulado o reintroducido dentro de clasificaciones ampliables; no se ataca la ausencia de feminidad, sino la imposibilidad de introducir esa clase de mujeres como conceptos femeninos sin disruptir en el proceso todo el entramado categorial de «lo femenino».
La mujer hirsuta no es del todo humana, tiene algo de animal, de representación totémica. Siguiendo esa lógica es natural pensar la feminidad pilosa desde la perspectiva no-literal, haciendo del símbolo algo externo de lo femenino que tampoco entra dentro de las clasificaciones naturales de lo mismo: la mujer como felino, como gato o pantera. Podríamos encontrar un ejemplo bastante evidente en El gato negro de Edgar Allan Poe, donde un amante de los animales (rasgo femenino clásico, ya que se consideraría su interés por los cuidados como «poco masculino») se va convirtiendo en un ente violento incapaz de no jactarse de sus propios instintos racionalizados (rasgo masculino clásico, ya que se consideraría su violencia como innata), lo cual le lleva hacia su perdición. La asociación de su mujer, que aguanta su maltrato con estoicismo, con su gato, que aguanta su maltrato del mismo modo en una complicidad abierta, es evidente: la mujer es un gato doméstico, un ser autónomo que no se subordina al hombre. O si asumimos una perspectiva freudiana con Marie Bonaparte, el gato negro es «el miedo de la castración, de la castración encarnada en la mujer».
El problema es que el psicoanálisis lleva a la mujer al lugar subordinado del hombre, cuando en Poe no existe subordinación posible: la mujer muere por felina, por no atenerse al deseo masculino. El interés de la figura del gato como expresión de lo femenino es su estoicismo, pero también su singular autonomía: nadie tiene por mascota un gato, sino que convive con uno. Por eso la violencia del relato se expresa, en primera instancia, contra lo que considera de su posesión (sus mascotas, su mujer), sólo dirigiéndose en último lugar hacia lo que considera una entidad autónoma (el gato). Sólo cuando se dirige al gato encontramos las palabras claves que definen al protagonista: «odio», «culpa», «desprecio». El gato es la otredad real, aquello que cuestiona su hipotética normalidad. Hace lo que quiere, es el símbolo de la autonomía moral que no se atiene al deseo o interés ajeno cuando va contra el propio —al contrario que el narrador, dominado por su alcoholismo; el alcohol define su deseo, no su autonomía — , por extensión indeseable para el frío racionalismo moderno que representan los personajes, si es que no víctimas, de Poe. Se desvelan al descubrirse menos que humanos, extraños.
¿Dónde situamos al felino entonces? A los grandes felinos entre rejas, a los pequeños felinos en el hogar; no se les deja libres, porque allí se les considera peligrosos dada su naturaleza no acomodaticia. Pero un felino en cautividad es un felino muerto. Eso es exactamente lo que hacemos con las mujeres cuando las llevamos hasta el orden categorial, cuando las visibilizamos como «femeninas» según patrones a priori: las admiramos desde la distancia, desde donde no nos pueden afectar y decaen lentamente hasta morir y dejar de ser singulares.
Categorizamos porque normaliza, no porque así sea más fácil conocer el mundo. Y lo hacemos con la feminidad de las mujeres igual que con la masculinidad de los hombres, porque el racionalismo vacío de crítica no conoce de selectividad en la opresión: sólo es la fría negación de la imposible singularidad del mundo.