En ocasiones el mejor modo de conectar con uno mismo es a través del dolor. Siendo que estamos definidos por nuestros traumas, por el hecho de nacer sin haber sido consultados —lo cual supone un hecho traumático, ya que somos arrojados en el mundo más allá de nuestro deseo, consciencia o voluntad — , es lógico pensar que el dolor nos puede permitir trascender los límites de nuestra experiencia; liberados de las cargas más esenciales, teniendo que evitar el dolor a cualquier precio, es natural que seamos capaces de asumir distancia para observarnos desde fuera. Observarnos sin mediaciones de ninguna clase. En ese distanciarse del Yo nos acercamos hacia aquello que somos a través de trauma, del dolor, del martirio, porque no somos nada salvo un manojo de conexiones posibles: al vernos desde fuera, como si nosotros no fuéramos nosotros, somos capaces de ahondar todo lo profundo que queramos sin que ninguna instancia inconsciente nos lo impida. El único problema es que podemos errar el camino, creer que hemos visto algo que no estaba ahí, porque en nombre de evitar el dolor nos permitimos todo. Incluso la irracionalidad más absoluta.
Esta no es una premisa desconocida. En Francia ha existido históricamente una reflexión sobre lo religioso como elemento extremo, del dolor como forma de iluminación, que no tiene una réplica tan contundente en ningún otro lugar del mundo. Esta tradición, que va desde el martirio de Juana de Arco hasta las reflexiones de Georges Bataille o Jules Michelet, ha logrado transmitir una visión del acontecimiento del límite como liberación de toda realidad inteligible que, en último término, tiene una relación próxima al concepto del éxtasis: no es posible verbalizarlo, ya que se da en el hecho mismo de su acontecimiento. Su significado radica en lo que es, en el hecho de estar ocurriendo. Es imposible conocer el elemento extático de la experiencia a través de la razón, ya que éste se da sólo en tanto transformación inmediata donde el Yo no es capaz de reconocerse como tal.
Situarse en una tradición es positivo, pues permite seguir explorando allá donde otros ya han empezado el trabajo. El problema de Martyrs es que, al abrazar esa tradición, se recrea en ella buscando sus límites —haciendo un hincapié excesivo en lo cruento como forma dramática, como angustia existencial llevada al plano corporal, cuando ante el terror extático sólo existen dos acercamientos saludables: o el temor reverencial o la dulcificación paródica; o Michelet o Sade, ninguna otra — , cuando los límites del límite ya están perfectamente delimitados: son la vida cotidiana, el pensamiento racional constituido en tanto tal. No tiene sentido pensar el límite del límite, porque es volver sobre nuestros pasos.
En ese sentido, Martyrs busca forzar todos los límites posibles, también los narrativos. Aunque se suele insistir en que está dividida en tres partes bien diferenciadas, como si fueran tres películas vagamente conectadas o tres historias con tonos diferentes entre sí, la continuidad estética resulta evidente si la pensamos con relación al discurso. Son diferentes fases del acontecimiento del límite. Primero, el descubrimiento en sí: se descubre la noche, lo irracional, lo que no debería existir según hemos podido comprobar que está organizado el mundo; segundo, la confrontación: no sólo presenciar en tercera persona ese acontecimiento, descubrir que existe, sino también experimentarlo en el propio cuerpo; tercero, la catarsis: el dolor llevándonos más allá de lo que somos capaces de comprender, abrazar de forma plena ese nuevo mundo como propio. Si se diferencian en tono y estética no es porque sean tres elementos separados entre sí, sino porque la evolución en la forma de asimilar el mundo desde nuestro punto de vista cardinal, el de la protagonista, también va variando en el proceso del descubrimiento.
El problema es que ese descubrimiento se dinamita a sí mismo. La necesidad de convertir la película en un constante desfile de terror, bebiendo de las formas más toscas del j‑horror —cogiendo una presencia fantasmagórica femenina que nada pinta en la película, porque ni es una metáfora ni es un conflicto per se—, hace que haya inconsistencias constantes en su metraje: nunca sabemos si existen monstruos o no, si están sólo en la imaginación de las mártires o existen realmente, porque la película da a entender las dos cosas. A veces, en la misma escena. Esa necesidad de epatar a través de la sangre, el conflicto subrayado, la muerte acechante, atenta contra la idea de fondo de la película: el martirio como desvelamiento de sí, como demostración última de la pureza del Yo.
Martyrs conoce su tradición, la comprende, y desea hacerle honores, pero acaba errando sin rumbo hacia la nada. Sangre, dolor, experiencia; todo ello no significa nada, salvo la posibilidad de que un grupo religioso escuche sobre la experiencia de lo extático en palabras de una mártir. Lo cual carece de sentido. La experiencia de lo extático no puede ser descrita con palabras, carece de nombre o significación formal, porque es, en sí misma, el elemento compartido que dota de sentido al sentimiento comunitario. Cuando compartimos dolor o placer con los otros, cuando experimentamos la catarsis a su lado. podemos comprenderlos de forma más profunda: hemos vivido una experiencia en común, algo que nos hace sentir del mismo modo que se sienten ellos. Y si el éxtasis es particularmente profundo, también compartimos un trauma. El acontecimiento de lo límite es la posibilidad de comunión con el otro a través de la experiencia descarnada, no la racionalización de aquello que no puede ser puesto en palabras.
El mártir no lo es por presenciar la muerte, sino por dotar de un significado originario a la existencia de los que presencian su muerte. Por arrogar en los otros un sentimiento en común que pueden compartir entre sí. Algo que Pascal Laugier, a diferencia de otros muchos franceses, parece no haber comprendido.