No siempre comprendemos lo que leemos, por más que hayamos entendido todo lo que se nos quería contar. Donde entender sólo requiere saber qué dicen las palabras, qué intenta referir un texto dado siguiendo el hilo lógico del discurso que desarrolla, la comprensión es un trabajo más complejo en tanto requiere interiorizar el texto de forma crítica, apropiárnoslo más allá de la superficial estructura comunicativa; si bien entender un texto es condiquio sine qua non para su comprensión, para alcanzarla requerimos otras muchas cualidades que trascienden al mero entendimiento. Por ejemplo, la interpretación. Sólo si aceptamos que para alcanzar la comprensión se hace necesaria la interpretación, elegir entre diferentes posturas contrastándolas de la forma lo más imparcial que nos sea posible, podremos alcanzar cierto grado de conocimiento al respecto del mundo. Conocimiento limitado, siempre en construcción, en ningún momento absoluto, pero sí funcional para el momento presente.
Entender Rituales no es una tarea compleja. Álvaro Ortiz continúa con sus obsesiones temáticas, historias personales sobre la pérdida tamizadas por un trasfondo místico acompañado de situaciones de violencia extrema —aunque digeribles dado su estilo de dibujo: si bien no evade la representación gráfica de las mismas, si evita hacerlo desde el naturalismo — , como con las formales, imprimiendo un ritmo frenético a la lectura al combinar acción constante con una narrativa cimentada sobre un orden no-cronológico. De ese modo, dado que el estilo de Ortiz ya nos es conocido y, además, funciona muy bien incluso a ojos de los neófitos en el mundo de la novela gráfica, entender Rituales es tan sencillo como dejarse atrapar por una espiral constante de conflictos que nos conducen, de forma inexorable, hacia un final que nos hace pedir más.
Aunque Ortiz se muestra aquí más continuista que con respecto de sus anteriores dos obras, donde había más ramificaciones singulares en lo que concierne al contenido, eso no significa que no haya en Rituales cierta singularidad inherente de la cual carecen sus obras anteriores. Donde aquellas destacaban por el modo en que se desvinculaban entre sí en lo temático, compartiendo tics estructurales que hacían parecer que ambas obras eran más próximas de lo que son en realidad, ésta lo hace por su búsqueda de un acercamiento diferente en lo formal, haciendo que parezca una obra más cercana a Murderabilia por su proximidad temática, incluso cuando tal vez tenga más que ver con Cenizas.
¿A qué nos referimos cuando hablamos de «un acercamiento diferente en lo formal»? En cómo se ha representado la historia en el ámbito estructural. Si bien Murderabilia ya fue un salto hacia adelante en ese sentido, haciendo que la biografía de los criminales tuviera cierto peso más allá de lo anecdótico dentro del conjunto de la narrativa, en Rituales va varios pasos más allá al componer la totalidad de la obra como una sucesión de capítulos breves vagamente interrelacionados. Fragmentos, flashes, pequeños momentos de lucidez. Todo puede leerse como un viaje lisérgico, como una historia oral sobre lo desconocido, donde nunca se termina de aclarar nada, incluso cuando va desentrañando su sentido a través de la pura acumulación: cada capítulo, cada historia, sirve para desentrañar detalles de la imagen general, haciendo que los acontecimientos sólo tengan sentido como un todo cuando hemos acabado de leer. Algo que si bien suena como lo que ocurre en cualquier acto narrativo, que sólo cobra sentido al cerrarse, no es así: parecen historias sueltas, desconectadas, hasta que comprobamos que cada una aporta un pedazo significativo del significado oculto detrás del gran misterio.
Narrativamente hablando, Rituales apuesta más por jugar en el campo de la comprensión que del entendimiento. Si bien toda historia sólo cobra sentido pleno al cerrarse, al tener un final dado —no necesariamente un final entendido como conclusión cerrada de los acontecimiento, sino momento en el que el narrador decide cortar la historia por ser una conclusión lógica de la misma — , aquí encontramos que todas las historias, que por lo demás funcionan de forma independiente incluso dado el hecho de la continuidad existente en forma de personajes o acontecimientos en común, confluyen igualmente a la hora de dar forma a un mapa general del significado oculto detrás de la única constante detrás de la obra: el papel de los muñecos de falo descomunal. Significado que no se nos llega a explicar. Todo cuanto ocurre son conjeturas, posibilidades, escenas que ocultan significados abiertos a la interpretación: puede ser un objeto místico, alienígena o nada más que un juguete sexual perverso del cual se ha valido el narrador, eligiendo escenarios de situaciones escabrosas donde apareciera directa o indirectamente, para confundir al lector.
La auténtica función o existencia de nuestro pequeño amigo con priapismo queda, en todo momento, a la imaginación del lector. Ortiz deja caer pistas, pero ni explica el subtexto ni la función de los muñecos; es obligación de cada cual, sea crítico o lector con voracidad por saber, quien decida cual es su lectura más óptima de lo ocurrido a lo largo de sus páginas. Y quien no quiera hacerlo, quien no necesite el conocimiento nacido de la reflexión, el análisis y la lectura atenta, todavía le queda el entendimiento. A fin de cuentas, todo misterio se puede disfrutar incluso sin ser conjeturado siquiera.