Si hablamos de terror es importante diferenciar entre lo terrorífico y lo grotesco. Mientras que el terror se define como la sensación que nos invade al confrontar lo incognoscible, todo aquello que no cabe en nuestro marco de pensamiento —que puede ir desde lo eterno, como la muerte o la enfermedad, hasta lo cotidiano, como los insectos o los comportamientos que se salen de la norma — , lo grotesco es la valoración estética que hacemos de aquello que se muestra como una deformación o parodia de aquello que conocemos. No sólo son dos categorías distintas, sino que además tienen un claro componente antagónico: donde uno se origina en lo que no se comprende, lo otro caracteriza aquello cuya forma original ha sido distorsionada más allá de nuestro entendimiento. Tienen raíces comunes, pero no se cruzan.
Dadas esas circunstancias, no debería extrañarnos que, en el grueso de las películas de terror, las vísceras o los sustos no sean nada más que el peaje necesario para forzar la (falsa) sensación de inquietud que se nos vende como bandera del género. Algo que no ocurre con el movimiento que mejor ha sabido fusionar el terror con lo grotesco, la nueva carne. Y si hablamos de nueva carne, entonces debemos hablar de su padre putativo: David Cronenberg.
Entre todas sus películas, la más representativa tal vez sea The Fly. Siguiendo los pasos de un científico brillante que ha encontrado el modo de transportar materia desde dos puntos distantes de forma automática, acabamos adentrándonos en el terror puro cuando esa misma tecnología, como sabe cualquier early adopter, acaba yendo más allá de lo que se esperaba de ella en un principio. Generalmente, del modo más catastrófico posible. Eso no significa que The Fly sea la historia de un monstruo o de un hombre jugando con un conocimiento que no debería ser conocido por el hombre —algo que le daría un trasfondo moral, también lovecraftniano, pero que contraviene la filmografía del autor: para Cronenberg la tecnología es una forma de fetichismo, de alienación liberadora — , sino de una mosca. De dejar de ser humano para convertirse en una mosca. Y aunque en principio su premisa puede parecer respirar aires kafkianos, que lo hace, el guión acaba bebiendo de su propia sangre: aquí el individuo no se enfrenta ante el sinsentido de la existencia o la sociedad humana, sino al descubrimiento íntimo de lo que supone ser humano. O al menos, ser un ente biológico.
Desde esa perspectiva biologicista, nueva carne, la película se muestra no sólo como una obra maestra del terror, sino también del cine en general. Seth Brundle, el científico protagonista, encuentra el amor en la periodista Veronica Quaife, quien cubre la evolución de su experimento; será también a causa de ese amor que llevara su experimento más allá: prueba la máquina consigo mismo por celos, desencadenando de ese modo, por puro accidente y bien entrada la mitad de la película, los acontecimientos que precipitarán la resolución del conflicto. Considerándolo así, su transformación no es algo que ocurra en el momento que se recombina su ADN con el de una mosca, sino mucho antes: en el momento que se enamora de Quaife. Cuando descubre su humanidad, lo dulciamargo que puede ser el amor, y, por extensión, cuando puede sentir la necesidad de convertirse en otra cosa desintegrando todo aquello que haya de humano en sí mismo. En el amor se descubre como un reflejo distorsionado de sí mismo, un ente grotesco que no es del todo él, a partir del cual nace el propio terror inherente a la historia; su transformación en mosca es el punto de no retorno, pero antes de eso ya había iniciado esa senda de autodestrucción —porque requiere descomponerse para conformarse de nuevo— llamada amor.
Eso desemboca en el único final posible: el sacrificio último de Brundle. Deseando hacerse uno con el otro, con Quaife, con el hijo que engendran juntos, la solución que encuentra pasa por violar todas las leyes de la biología, si es que no también de la física, y fusionarse en un sólo cuerpo como gesto último de amor romántico. El problema es que, volviendo al problema del early adopter, lo que está dispuesto a aceptar el pionero que vive al límite rara vez puede comprenderlo el resto de la sociedad. Y Quaife no es una excepción. Ella quiere seguir siendo humana, al menos, en el sentido que hemos entendido hasta el momento que significa «ser humano».
Aunque hablemos en términos de early adopter eso no significa que su conversión en mosca no sea accidental. Es accidental, pero también una metáfora. Como él mismo afirma «los insectos no tienen política», que es un modo de expresar lo evidente: no tienen ni racionalidad ni emociones. Comen, copulan y matan en un ciclo sin fin donde no existe el individuo, el ente particular capaz de distinguirse sobre los demás, sino la masa. Ningún insecto es nada, salvo lo mismo que cualquier otro insecto. Aquí es donde está la mayor influencia de Kafka, pero también la huida de su influjo. Incluso después de la recombinación genética, de ser parcialmente eviscerado, suplica por un último deseo: que lo maten. Exige compasión, morir como un ser humano. No ser una mosca, algo que se descompone en el suelo sin importancia ni historia, sino un ser humano, alguien que vivirá en los recuerdos de las personas que le amaron. No es la sociedad quien lo condena, sino el amor, siendo ese mismo amor el que, en un ciclo eterno de desesperación, perpetuará su memoria hasta el fin de los tiempos.
No existe terror que se de sólo en las vísceras, la sangre y los sustos. Siempre hay algo más. Encarar lo extraño, lo ininteligible, que no necesariamente tiene que estar fuera de nosotros. En The Fly es aquello que tenemos en nuestro interior. El amor, los celos, la imposibilidad de tratar con ellos; ser aquello que llamamos «ser humano», pero ser incapaces de comprender nuestra propia condición. Eso es el terror: aprender que ninguna cantidad de ciencia puede curar la enfermedad insondable del amor. O siquiera vacunarnos contra ella.