Dios está siempre presente en nuestras cabezas. Ya sea debido a nuestra educación, con dejes religiosos en todas partes, o por nuestra propia necesidad de respuestas, que nunca nos podrán ser dadas desde otros ámbitos que no sea el alegórico, solemos aferrarnos a las ideas intangibles para cimentar nuestros sentimientos. Aquello que pensamos. De ese modo nos resulta más fácil comprender lo que es correcto a través de ejemplos, de alegorías e historias, que de reglas, de ideas abstractas basadas en la lógica. Porque aquello que apela al corazón siempre es más fuerte que aquello que apela a la razón.
Eso no implica que razón y sentimiento vayan por separado. Al contrario. Cuando el sentimiento parece ausente, cuando el mundo contraviene nuestra idea del mismo, intentamos justificarnos a través de la razón, propiciando de ese modo la catástrofe. Ante dios, ante su ausencia o ante su arbitrariedad, todo lo que nos queda es un mundo donde o bien no hay reglas o bien no podemos conocerlas. Y de ese modo, la razón nos condena, porque nos descubre la arbitrariedad de las cosas, y nos eleva, porque nos permite crear nuestras propias reglas.
Shut Up And Dance resulta llamativo porque rompe con el contexto futuro para situarnos en el presente. En aquello que conocemos. De ese modo transitamos desde las formas de ciencia ficción clásicas, aquellas encarnadas por la más recordada que vista The Twilight Zone, hacia las formas contemporáneas del thriller, en este caso con claros ecos à la Martin McDonagh. De ese modo aquí no encontramos tecnología de fantasía, sino algo mucho más prosaico: un protagonista siendo zarandeando de un extremo a otro de la ciudad haciendo encargos si no quiere que se filtre en Internet un vídeo de él masturbándose delante de su ordenador.
Así de sencillo. Nada de complejidades metafísicas derivadas de tecnología prospectiva. Sólo un problema cotidiano, plausible dentro de lo que cabe, para un terror pequeño e íntimo. O que al menos lo parece.
Esa ausencia de coartada tecnología es lo que acaba lastrando en cierto modo al episodio. Aquello que debemos aceptar para que no se venga abajo. Tenemos que aceptar que el incidente incitador, la posibilidad de filtrar un vídeo zurrándose la sardina, tiene suficiente peso dramático para el protagonista como para acabar haciendo actos que, si bien al principio son relativamente inocuos, pronto se convierten en auténticos horrores injustificables. Algo que no encaja con nuestra idea de lo dramático que puede ser la filtración de ese vídeo. ¿Cómo consigue Brooker darle verosimilitud? Haciendo que no esté solo.
El protagonista no es el único que está siendo extorsionado para hacer de recadero por un individuo desconocido. Hay otros como él. Sólo en ese constante acumular tensión, descubrir como revelaciones pautadas cada encuentro y cada nuevo trabajo, se hace verosímil las reacciones del personaje. No es el único. No está solo. Cuando duda se le reprende, se le anima o se le recuerda que están ahí para él, que todos dependen de sus actos, haciendo que su motivación principal para seguir no sea sólo que no se filtre el vídeo, sino también la presencia de otros que están pasando por lo mismo. Incluso si, en apariencia, la infidelidad hacia una esposa es algo bastante más grave a la hora de ser filtrado que el mero hecho de haberse masturbado sin tapar la cámara del portátil.
Pero esto es Black Mirror. Sabemos que hay algo más detrás. Al final del episodio habrá un giro, una revelación, algo que ponga todo en su sitio. Eso es lo que deseamos ver. Y de ahí surge nuestra convicción: sabemos que detrás de la extorsión hay alguna clase de reflexión ético-moral sobre nuestra sociedad. No queremos sólo un buen thriller.
Si queremos darle otra vuelta de tuerca más allá de ser un thriller de ritmo endiablado y dirección por encima de la media, también podemos hacerlo. Podemos entender que Shut Up And Dance es un ejemplo particularmente puro de horror cósmico.
Horror cósmico no en el sentido de geometrías no euclídeas o tentáculos del espacio exterior, nada lovecraftniano, sino algo mucho más prosaico. Al fin y al cabo, el horror cósmico es más antiguo que cualquier cristalización moderna que haya hecho de él la literatura. Tiene un orden teológico. Es, desde la antigüedad, la idea que ha articulado todas las religiones monoteístas, además de un buen puñado de las religiones politeístas: la idea de la existencia de un dios omnipotente. De alguien capaz de imponer su visión del mundo en el propio mundo.
No es difícil entender todo el episodio desde el concepto de una teología tecnológica. De un dios omnipresente capaz de todo, de estar en todas partes al mismo tiempo —ya que vivimos perpetuamente conectados a través de Internet, un grupo de hackers lo suficientemente astutos y bien organizados podrían convertirse, potencialmente, en dioses en miniatura — , para castigar los actos de los impuros. Porque aquí no encontramos el dios relativamente benevolente del cristianismo. El único dios que puede nacer de la inteligencia colectiva de Internet es un dios troll, un dios profundamente moral que, antes de acabar contigo, quiere hacerte pasar por un martirio. ¿Por qué? For the lulz. Por algo que tu mente no puede ni alcanzar a comprender.
En suma, no el dios del nuevo testamento, sino el del antiguo. Ese hijo de puta que, tengan sentido o no, te obliga a seguir sus órdenes bajo pena de un castigo absolutamente desproporcionado.
En cierto modo, no deja de ser un reflejo del dios del antiguo testamento. Ese ente que te obliga a seguir sus órdenes, incluso si resultan ininteligibles, bajo pena de un castigo absolutamente desproporcionado. Alguien capaz de escribir en piedra los prefectos esenciales de la moral basándose en su propio criterio basado en el «lo hago porque puedo hacerlo».
O en el IDIFTL. I did it for the lulz. Porque, aparentemente, no gana nada imponiéndonos sus reglas.
De ese modo se explica todo el episodio: los caminos del señor son inescrutables. Si bien es posible entender que el via crucis es proporcional al daño cometido, haciendo que la posibilidad del castigo se alargue tanto como el orden propio del pecado, no es menos cierto que todos son castigados. Y eso se podría ver como algo injusto. Como si el episodio intentara sabotear su propia reflexión al respecto del pecado A fin de cuentas, ¿son iguales todos los pecados? ¿Es posible poner al mismo nivel los insultos racistas, la infidelidad o la pedofilia? Tal vez no en términos sociales, pero sí en términos morales. En todos los casos estamos hablando de pecados, de algo que ofende a Dios —personificado, dado el uso de la troll face, en internautas no mayores a los quince años mentales — , donde no existe jerarquía alguna. El pecado es pecado. Y todos deben ser castigados por igual.
De ese modo se explica todo el episodio: los caminos del señor son inescrutables. Ininteligibles. ¿Y por qué los seguimos entonces? Por miedo. Porque quien no siga sus prefectos, acabará siendo castigado. Y todos aquellos involucrados durante el episodio acaban siendo indefectiblemente castigados. Independientemente de su ofensa. Todos y cada uno de ellos acaban besando el suelo.
Eso nos genera otro problema. Si todos son castigados del mismo modo —a pesar de cumplir con los propósitos encomendados, al final se filtra la información sustraída a todos ellos — , ¿qué sentido tiene hacerles pasar por una serie de pruebas? Ninguna. Es for the lulz. Pero, con todo, sí es posible encontrarle un sentido. El vía crucis de cada uno es proporcional al daño cometiendo, haciendo que, según la dimensión de la ofensa, el posible sacrificio de cada uno sea equivalente al daño cometido: quien vierte insultos racistas en emails pierde su coche, quien es infiel a su mujer debe colaborar en un atraco y quien resulta ser, ¡sorpresa!, un pedófilo debe asesinar a un hombre. Cada via crucis, hasta donde llega el camino previo a la absolución, es dependiente de la circunstancias de cada caso en particular.
Entonces, ¿por qué al final se filtra toda la información? Porque no hay absolución sin propósito de enmienda. Ser castigados es condición necesaria, pero no suficiente, para el perdón. El perdón sólo se da, vía troll face, al encarar las consecuencias del pecado.
Algo que está presente en todo el episodio. El servicio de limpieza de virus que introduce el troyano en el ordenador del protagonista se llama shrive, forma arcaica inglesa para el acto de la confesión, condena y absolución por parte de un sacerdote —que, además, proviene del latín scrivere, asociando todo al acto de escribir: la confesión es lo que se da en lo escrito en piedra — , igual que el episodio acaba con Exit Music (For A Film) de Radiohead, donde Thom Yorke canta aquello de pack and get dressed before your father hears us. Porque al final todo trata del padre, del que escribe en piedra, del que es imposible saber qué es lo que desea o por qué, pero cuyas reglas hay que seguir o ser castigado.
Esa es la razón por la cual no parece haber trasfondo. Otra vuelta de tuerca que le dé un sentido más profundo y moralizante al conjunto de lo que hemos visto. Si intentamos reflexionar sobre la razón de porqué ha ocurrido todo sólo podemos llegar a conclusiones a medio cocinar: la única razón lógica para lo ocurrido es que los personajes son pecadores y quien tiene poder absoluto sobre sus vidas ha decidido guiarles hacia su castigo. Incluso si ese via crucis que desemboca en un castigo inevitable (como se nos muestra, de forma elegante, en la imposibilidad del suicidio del protagonista; no hay atajos en la voluntad divina) implica seguir apilando los pecados cometidos.
En cierto modo, Shut Up And Dance es sutil por su ausencia de sutilidad. Por lo literal que es su relato. Esa voz que dicta órdenes desde el teléfono sin derecho a réplica, ese dios desconocido e ininteligible, es un grupo de adolescentes jugueteando en Internet para imponer su propia ley. ¿Eso les hace buenos? No: les hace poderosos. Porque como suele ser habitual en Black Mirror, aquí no hay ni buenos ni malos, sólo víctimas. Víctimas que, además, pueden ser tan culpables de crímenes horribles como aquellos que les castigan.
En suma, horror cósmico. No dioses de más allá de la realidad, entes imposibles o la incomprensión del cosmos. El cosmos no está ahí para entendernos. Horror cósmico es la certeza de que existe algo ahí fuera que puede controlar nuestras vidas siguiendo órdenes y patrones que nos son desconocidos.
Que ese algo sea un ser tentacular irrepresentable, un señor barbudo o una colectividad anónima de Internet es lo de menos. Pues ante la idea de un poder absoluto, ¿qué más da quién lo imponga si jamás podremos rebatirlo?
Excelente ensayo, me ha encantado!