Black Mirror en su propio reflejo (IV). «San Junípero», Cupido en los tiempos de Hume

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En la ma­gia a ve­ces el tru­co es la au­sen­cia de tru­co. Que no ha­ya nin­gu­na ilu­sión de por me­dio. En oca­sio­nes, aque­llo que ve­mos, es to­do lo que hay: las co­sas son tal y co­mo son a pe­sar de que nos cues­te ad­mi­tir­lo. Otras ve­ces las co­sas son un po­co me­nos sen­ci­llas. En oca­sio­nes hay tru­co pe­ro, al ser cons­cien­tes de que lo hay, el tru­co pa­sa a nues­tras ma­nos; el tru­co es ob­viar el tru­co, ha­cer co­mo que no sa­be­mos que lo hay. Eso so­na­rá jus­to a oí­dos de al­gu­nos. A fin de cuen­tas, si de­sea­mos ser en­tre­te­ni­dos con las fal­se­da­des del pres­ti­di­gi­ta­dor, qué me­nos que acep­tar­las sin cuestionarlas.

Todo eso tam­bién se apli­ca a la fic­ción. El pro­ble­ma es que don­de en la ma­gia te­ne­mos un re­sul­ta­do evi­den­te, sea bueno o ma­lo, en la na­rra­ti­va es más di­fí­cil di­lu­ci­dar si al­go es­tá bien o mal he­cho. Si más allá de nues­tro gus­to, al­go fun­cio­na. No to­do el mun­do reac­cio­na de la mis­ma for­ma a los mis­mos es­tí­mu­los. Y, lo que es peor, al te­ner mu­chos más con­di­cio­nan­tes que un úni­co tru­co, al te­ner to­da una es­truc­tu­ra ló­gi­ca de­trás —o si­guien­do la ana­lo­gía má­gi­ca, sien­do una se­rie in­ter­re­la­cio­na­das de tru­cos que nos de­ben ha­cer ol­vi­dar que lo que es­ta­mos vien­do no es real — , un fi­nal des­afor­tu­na­do o fra­ca­sar en un so­lo de­ta­lle pue­de arrui­nar una eje­cu­ción, por lo de­más, perfecta.

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San Junípero jue­ga con el tru­co. Con nues­tras ex­pec­ta­ti­vas. Al ver un epi­so­dio de Black Mirror va­mos con las de­fen­sas por de­lan­te, sa­bien­do que, de uno u otro mo­do, ha­brá al­gu­na cla­se de gi­ro que sub­ver­ti­rá to­do lo ocu­rri­do has­ta el mo­men­to. Contra eso na­da pue­de ha­cer Brooker: en tan­to esas son las re­glas de la se­rie, de­be ate­ner­se a ellas.

Pero, a di­fe­ren­cia de otros epi­so­dios más di­rec­tos en su de­sa­rro­llo, en és­te es im­po­si­ble que no sal­ten to­das nues­tras alar­mas na­da más em­pe­zar. Resulta más que evi­den­te que se nos es­tá ocul­tan­do al­go.

Esa sen­sa­ción es in­evi­ta­ble por­que el epi­so­dio trans­cu­rre en los 80’s. Y, en apa­rien­cia, no hay in­vo­lu­cra­da tec­no­lo­gía. Eso ya es más que de so­bra pa­ra po­ner­nos en guar­dia: sea una si­mu­la­ción o un via­je en el tiem­po, es evi­den­te que el uso de la tec­no­lo­gía es el he­cho en sí de que to­do trans­cu­rra en el pa­sa­do. Pero si­guien­do la ló­gi­ca im­pues­ta en el an­te­rior epi­so­dio, aquí el gi­ro es pu­ra­men­te emo­cio­nal: to­da la re­fle­xión es de or­den teológico-existencial.

Que las pro­ta­go­nis­tas es­tán vi­vien­do una do­ble vi­da re­sul­ta evi­den­te des­de los pri­me­ros com­pa­ses. Todo trans­cu­rre de sá­ba­do en sá­ba­do, ca­da seg­men­to aca­ba al dar la me­dia­no­che y el pue­blo siem­pre per­ma­ne­ce idén­ti­co en su im­po­si­ble jue­go de con­tras­tes —el lo­cal don­de va la gen­te es, a su vez, el sa­lón re­crea­ti­vo; no es que sea dos en uno, es que aglu­ti­na den­tro de sí to­da for­ma de ocio so­cial en un úni­co es­pa­cio ar­mó­ni­co — , ha­cién­do­nos pen­sar que eso es im­po­si­ble. Que ja­más en la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad ha exis­ti­do un pue­blo tan idí­li­co don­de to­da la exis­ten­cia se de­fi­ne por, pa­ra y a tra­vés de la sa­tis­fac­ción del deseo.

Porque de he­cho no exis­te. Ese es el tru­co, o la au­sen­cia de to­do truco.

Todos los ha­bi­tan­tes del pue­blo es­tán muer­tos. O en co­ma. O son per­so­nas de trán­si­to por­que es­tán a pun­to de mo­rir. Aquí la do­ble vi­da, mo­to clá­si­co de la pri­me­ra PlayStation, se con­vier­te, más que en vi­da eter­na, en úni­ca vi­da. No en el he­cho de ha­bi­tar el pa­raí­so, más allá de la evi­den­te tras­la­ción de crear un mun­do con el he­cho de ser su dios —al­go que, en úl­ti­ma ins­tan­cia, no apli­ca en es­te ca­so: dios crea el mun­do de la na­da, mien­tras que San Junípero es una imi­ta­ción idea­li­za­da del mun­do pre­xis­ten­te — , sino del he­cho de ne­gar que só­lo po­de­mos vi­vir una vez. Que no po­de­mos vol­ver a re­na­cer en otro lu­gar don­de po­da­mos sol­ven­tar aque­llos erro­res que ha­ya­mos co­me­ti­do en el pasado.

Ahí ra­di­ca el gi­ro, pe­ro no el lu­gar don­de cae el pe­so sim­bó­li­co del epi­so­dio. Eso ocu­rre en otro lu­gar. En la re­la­ción en­tre las dos pro­ta­go­nis­tas, Kelly y Yorkie, en su in­ci­pien­te romance.

Es en esa re­la­ción don­de Brooker se lo apues­ta to­do. Kelly, la chi­ca echa pa­ra la fies­ta, se en­cuen­tra con Yorkie, la nerd re­cién tras­la­da­da a la ciu­dad, y, si­guien­do la ló­gi­ca clá­si­ca de la co­me­dia de en­re­dos (AKA los po­los opues­tos se atraen), ini­cia­rían un jue­go del ga­to y el ra­tón que aca­ba­rá, co­mo no po­dría ser de otro mo­do, en el ini­cio de la re­la­ción. Relación que ten­drá que pa­sar pri­me­ro por lo apo­ca­do de Kelly, des­pués por lo ex­ce­si­vo de Yorkie, has­ta que, cuan­do to­dos sus pro­ble­mas se su­peren, bus­quen la opor­tu­ni­dad de ver­se en el otro la­do, en el mun­do real.

Sólo en­ton­ces el epi­so­dio co­bra to­do su sen­ti­do. No por­que se en­cuen­tren ca­ra a ca­ra sien­do dos an­cia­nas, una de ellas sin si­quie­ra po­der co­mu­ni­car­se, sino por­que a par­tir de ese en­cuen­tro to­das las pie­zas en­ca­jan y el ver­da­de­ro tras­fon­do del epi­so­dio pue­de des­en­tra­ñar­se. Porque de­trás de to­das las asun­cio­nes y me­dias ver­da­des al fi­nal só­lo que­da la im­po­si­bi­li­dad de co­no­cer al otro, de no vi­vir en una simulación.

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En cier­to sen­ti­do, San Junípero es tan real y tan fal­so co­mo la reali­dad. En am­bos lu­ga­res hay so­bren­ten­di­dos, fal­se­da­des y co­sas, co­mo di­ce X, que no se pre­gun­tan. Que se dan por he­chas. En tan­to vi­vi­mos to­da nues­tra exis­ten­cia en­ce­rra­dos en nues­tro ce­re­bro, in­ca­pa­ces de co­mu­ni­car­nos de for­ma ab­so­lu­ta con nin­gún otro, nues­tro mun­do es­tá tan pre­fa­bri­ca­do co­mo el de San Junípero. Es tan ver­da­de­ro o tan fal­so co­mo aquel. A fin de cuen­tas, al más pu­ro es­ti­lo del es­cep­ti­cis­mo de Hume, no sa­be­mos si el mun­do si­gue exis­tien­do cuan­do no­so­tros ce­rra­mos los ojos.

O si le da­mos una vuel­ta de tuer­ca, no sa­be­mos si, más allá de nues­tro so­lip­sis­mo, otro ser hu­mano es ca­paz de ver el mis­mo mun­do. El mis­mo or­den de las cosas.

Su úni­co pro­ble­ma es su fi­nal. No por tram­po­so, sino por sen­ti­men­tal. Si du­ran­te to­do el epi­so­dio va edi­fi­can­do la idea de la im­po­si­bi­li­dad de di­so­ciar am­bas vi­das, de que ni en la muer­te po­de­mos es­ca­par de lo que ya he­mos vi­vi­do, su fi­nal fe­liz no ha­ce sino di­na­mi­tar to­do lo cons­trui­do has­ta el mo­men­to. O no. También se pue­de leer de un mo­do más ama­ble, con­si­de­ran­do que el sub­tex­to tie­ne un tono op­ti­mis­ta —de­jar atrás el cuer­po en­fer­mo, con to­do lo bueno y ma­lo que he­mos ate­so­ra­do, pa­ra vi­vir en un éter eterno de po­si­bi­li­da­des in­fi­ni­tas — , o de un mo­do más cruel, con­si­de­ran­do que el sub­tex­to re­quie­re una lec­tu­ra pe­si­mis­ta —aban­do­nan una si­mu­la­ción por otra, en­fren­tán­do­se a una cir­cu­la­ri­dad de las vi­das don­de nun­ca pue­den aban­do­nar la cons­cien­cia de que la vi­da es una men­ti­ra en sí misma.

Es di­fí­cil de­ci­dir la con­ve­nien­cia o no del epi­so­dio. Ese es el ver­da­de­ro tru­co del pres­ti­di­gi­ta­dor. Según ha­ya­mos creí­do ver has­ta el mo­men­to, el tru­co fi­nal nos pa­re­ce­rá inade­cua­do, op­ti­mis­ta o pe­si­mis­ta. Pero de­pen­de­rá de no­so­tros, no del que lo ha eje­cu­ta­do. Porque si el mun­do es ilu­sión, ¿qué po­de­mos sa­car en cla­ro del mun­do si no el ensueño?

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