En la magia a veces el truco es la ausencia de truco. Que no haya ninguna ilusión de por medio. En ocasiones, aquello que vemos, es todo lo que hay: las cosas son tal y como son a pesar de que nos cueste admitirlo. Otras veces las cosas son un poco menos sencillas. En ocasiones hay truco pero, al ser conscientes de que lo hay, el truco pasa a nuestras manos; el truco es obviar el truco, hacer como que no sabemos que lo hay. Eso sonará justo a oídos de algunos. A fin de cuentas, si deseamos ser entretenidos con las falsedades del prestidigitador, qué menos que aceptarlas sin cuestionarlas.
Todo eso también se aplica a la ficción. El problema es que donde en la magia tenemos un resultado evidente, sea bueno o malo, en la narrativa es más difícil dilucidar si algo está bien o mal hecho. Si más allá de nuestro gusto, algo funciona. No todo el mundo reacciona de la misma forma a los mismos estímulos. Y, lo que es peor, al tener muchos más condicionantes que un único truco, al tener toda una estructura lógica detrás —o siguiendo la analogía mágica, siendo una serie interrelacionadas de trucos que nos deben hacer olvidar que lo que estamos viendo no es real — , un final desafortunado o fracasar en un solo detalle puede arruinar una ejecución, por lo demás, perfecta.
San Junípero juega con el truco. Con nuestras expectativas. Al ver un episodio de Black Mirror vamos con las defensas por delante, sabiendo que, de uno u otro modo, habrá alguna clase de giro que subvertirá todo lo ocurrido hasta el momento. Contra eso nada puede hacer Brooker: en tanto esas son las reglas de la serie, debe atenerse a ellas.
Pero, a diferencia de otros episodios más directos en su desarrollo, en éste es imposible que no salten todas nuestras alarmas nada más empezar. Resulta más que evidente que se nos está ocultando algo.
Esa sensación es inevitable porque el episodio transcurre en los 80’s. Y, en apariencia, no hay involucrada tecnología. Eso ya es más que de sobra para ponernos en guardia: sea una simulación o un viaje en el tiempo, es evidente que el uso de la tecnología es el hecho en sí de que todo transcurra en el pasado. Pero siguiendo la lógica impuesta en el anterior episodio, aquí el giro es puramente emocional: toda la reflexión es de orden teológico-existencial.
Que las protagonistas están viviendo una doble vida resulta evidente desde los primeros compases. Todo transcurre de sábado en sábado, cada segmento acaba al dar la medianoche y el pueblo siempre permanece idéntico en su imposible juego de contrastes —el local donde va la gente es, a su vez, el salón recreativo; no es que sea dos en uno, es que aglutina dentro de sí toda forma de ocio social en un único espacio armónico — , haciéndonos pensar que eso es imposible. Que jamás en la historia de la humanidad ha existido un pueblo tan idílico donde toda la existencia se define por, para y a través de la satisfacción del deseo.
Porque de hecho no existe. Ese es el truco, o la ausencia de todo truco.
Todos los habitantes del pueblo están muertos. O en coma. O son personas de tránsito porque están a punto de morir. Aquí la doble vida, moto clásico de la primera PlayStation, se convierte, más que en vida eterna, en única vida. No en el hecho de habitar el paraíso, más allá de la evidente traslación de crear un mundo con el hecho de ser su dios —algo que, en última instancia, no aplica en este caso: dios crea el mundo de la nada, mientras que San Junípero es una imitación idealizada del mundo prexistente — , sino del hecho de negar que sólo podemos vivir una vez. Que no podemos volver a renacer en otro lugar donde podamos solventar aquellos errores que hayamos cometido en el pasado.
Ahí radica el giro, pero no el lugar donde cae el peso simbólico del episodio. Eso ocurre en otro lugar. En la relación entre las dos protagonistas, Kelly y Yorkie, en su incipiente romance.
Es en esa relación donde Brooker se lo apuesta todo. Kelly, la chica echa para la fiesta, se encuentra con Yorkie, la nerd recién trasladada a la ciudad, y, siguiendo la lógica clásica de la comedia de enredos (AKA los polos opuestos se atraen), iniciarían un juego del gato y el ratón que acabará, como no podría ser de otro modo, en el inicio de la relación. Relación que tendrá que pasar primero por lo apocado de Kelly, después por lo excesivo de Yorkie, hasta que, cuando todos sus problemas se superen, busquen la oportunidad de verse en el otro lado, en el mundo real.
Sólo entonces el episodio cobra todo su sentido. No porque se encuentren cara a cara siendo dos ancianas, una de ellas sin siquiera poder comunicarse, sino porque a partir de ese encuentro todas las piezas encajan y el verdadero trasfondo del episodio puede desentrañarse. Porque detrás de todas las asunciones y medias verdades al final sólo queda la imposibilidad de conocer al otro, de no vivir en una simulación.
En cierto sentido, San Junípero es tan real y tan falso como la realidad. En ambos lugares hay sobrentendidos, falsedades y cosas, como dice X, que no se preguntan. Que se dan por hechas. En tanto vivimos toda nuestra existencia encerrados en nuestro cerebro, incapaces de comunicarnos de forma absoluta con ningún otro, nuestro mundo está tan prefabricado como el de San Junípero. Es tan verdadero o tan falso como aquel. A fin de cuentas, al más puro estilo del escepticismo de Hume, no sabemos si el mundo sigue existiendo cuando nosotros cerramos los ojos.
O si le damos una vuelta de tuerca, no sabemos si, más allá de nuestro solipsismo, otro ser humano es capaz de ver el mismo mundo. El mismo orden de las cosas.
Su único problema es su final. No por tramposo, sino por sentimental. Si durante todo el episodio va edificando la idea de la imposibilidad de disociar ambas vidas, de que ni en la muerte podemos escapar de lo que ya hemos vivido, su final feliz no hace sino dinamitar todo lo construido hasta el momento. O no. También se puede leer de un modo más amable, considerando que el subtexto tiene un tono optimista —dejar atrás el cuerpo enfermo, con todo lo bueno y malo que hemos atesorado, para vivir en un éter eterno de posibilidades infinitas — , o de un modo más cruel, considerando que el subtexto requiere una lectura pesimista —abandonan una simulación por otra, enfrentándose a una circularidad de las vidas donde nunca pueden abandonar la consciencia de que la vida es una mentira en sí misma.
Es difícil decidir la conveniencia o no del episodio. Ese es el verdadero truco del prestidigitador. Según hayamos creído ver hasta el momento, el truco final nos parecerá inadecuado, optimista o pesimista. Pero dependerá de nosotros, no del que lo ha ejecutado. Porque si el mundo es ilusión, ¿qué podemos sacar en claro del mundo si no el ensueño?