Black Mirror en su propio reflejo (VI). «Hated in the Nation», sodomizados por los binarismos

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Internet es la tie­rra li­bre de pe­ca­do. El pa­raí­so. El mun­do más allá del mun­do don­de na­da ni na­die ha co­me­ti­do ja­más un des­liz, juz­gan­do de for­ma con­tun­den­te e in­cruen­ta cual­quier mí­ni­mo error que pue­da co­me­ter el pró­ji­mo. Si co­mo di­jo aquel «el que es­té li­bre de pe­ca­do, que ti­ré la pri­me­ra pie­dra», en­ton­ces las re­des so­cia­les de­ben es­tar lle­nas de san­tos lla­ma­dos a ejer­cer mi­la­gros por to­da la tie­rra in­clu­so más allá de la muer­te de sus iden­ti­da­des digitales.

Pero eso no tie­ne na­da de nue­vo. En to­da épo­ca ha exis­ti­do la fi­gu­ra de la tur­ba, la agru­pa­ción de per­so­nas que, ba­jo un le­ma co­mún, se aú­nan pa­ra di­la­pi­dar al pró­ji­mo. ¿Y ha­cia don­de se di­ri­ge la tur­ba? Hacia el ob­je­ti­vo. Hacia el dé­bil. Hacia quien sien­ten que pue­den de­rri­bar, por la fuer­za mis­ma de la mul­ti­tud, sin te­ner en cuen­ta las con­se­cuen­cias de sus ac­tos. A fin de cuen­tas, quien se su­ma a la tur­ba, es por­que cree que la in­te­li­gen­cia de la ma­yo­ría no pue­de errar; si to­dos pien­san de la mis­ma ma­ne­ra, ¿có­mo po­dría ser que es­tén equi­vo­ca­dos? O peor aún, si to­dos pien­san de la mis­ma ma­ne­ra, ¿no se­ré yo el pró­xi­mo ob­je­ti­vo si me nie­go a su­mar­me al en­tu­sias­mo ge­ne­ra­li­za­do? Internet no ha crea­do la mi­se­ria mo­ral, só­lo ha am­pli­fi­ca­do la vie­ja cos­tum­bre del linchamiento.

Charlie Brooker lo sa­be. No por na­da, es un op­ti­mis­ta al cual el mun­do in­sis­te en pe­gar­le de pu­ñe­ta­zos en la ca­ra. Por eso Hated in the Nation, le­jos de ser una oda tec­nó­fo­ba, es, al mis­mo tiem­po, una bri­llan­te re­fle­xión so­bre los lí­mi­tes de la opi­nión y so­bre los lí­mi­tes de la iden­ti­dad. En otras pa­la­bras, es una re­fle­xión política.

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Reflexión, que no sá­ti­ra. Donde nos he­mos acos­tum­bra­do que de po­lí­ti­ca siem­pre se ha­bla en tono jo­co­so o gran­di­lo­cuen­te, sin con­ce­bir un pun­to me­dio don­de se pue­da abor­dar des­de el cam­po de ba­ta­lla sin ren­dir­le plei­te­sía —ya que, in­cli­nar­se an­te la po­lí­ti­ca, es acep­tar una in­vio­la­bi­li­dad de la mis­ma que per­mi­te, por ejem­plo, cri­mi­na­li­zar ma­ni­fes­ta­cio­nes fren­te al con­gre­so — , Brooker de­ci­de cal­zar­se las bo­tas pa­ra no ser ni so­lem­ne ni sa­tí­ri­co. Incluso si es se­rio y hu­mo­rís­ti­co. Porque el úl­ti­mo epi­so­dio de la ter­ce­ra tem­po­ra­da es, por un buen mo­ti­vo, un pro­ce­di­men­tal que nos per­mi­te en­tre­ver la ló­gi­ca de la so­cie­dad contemporánea.

Para en­ten­der la ra­zón ha­bría que en­ten­der que el epi­so­dio se cir­cuns­cri­be en un cons­tan­te jue­go de po­la­ri­za­ción. De os­ci­la­ción en­tre dos po­los opues­tos. Ese jue­go es evi­den­te en el eje cen­tral del epi­so­dio — Karin Parke, la re­ti­cen­te an­te la tec­no­lo­gía, tie­ne por com­pa­ñe­ra a Blue, la ex­fo­ren­se tec­no­ló­gi­ca, del mis­mo mo­do que de­trás del vi­llano apa­ren­te, la tur­ba de Internet, hay otro vi­llano, Garrett Scholes—, pe­ro es­tá ahí en to­dos los ni­ve­les. Internet vs. «Mundo real». Corporaciones vs. Gente de a pie. Gobiernos vs. Ciudadanos. Todo al fi­nal se aca­ba ar­ti­cu­lan­do en una es­pe­sa red de re­la­cio­nes en la que exis­te siem­pre una opo­si­ción bi­na­ria en la cual, de al­gún mo­do, to­dos los in­vo­lu­cra­dos aca­ban cum­plien­do el pa­pel que el es­pec­ta­dor es­pe­ra de ellos.

Pero no es eso. O no só­lo. Es tam­bién un su­til ca­ba­llo de tro­ya con el que Brooker quie­re re­fle­xio­nar so­bre los lí­mi­tes de la iden­ti­dad. De la opi­nión. De qué so­mos, cuán­do lo so­mos y por qué. Porque, si to­dos ves­ti­mos más­ca­ras, ¿es nues­tra opi­nión lo que de­fi­ne nues­tra identidad?

Ahí re­si­de el ver­da­de­ro nú­cleo del epi­so­dio. En la im­po­si­bi­li­dad de ar­ti­cu­lar un dis­cur­so bi­na­rio. Todo cuan­to ocu­rre pa­re­ce dar­se por pu­ro ac­to de con­tra­po­si­ción, pe­ro lo es só­lo en la me­di­da que que­ra­mos ver­lo así. Karin Parke no es tec­nó­fo­ba co­mo Blue no es tec­nó­fi­la; la tur­ba de Internet son víc­ti­mas y cul­pa­bles de va­rios ase­si­na­tos co­mo Garrett Scholes es quien crea las he­rra­mien­tas pa­ra pro­vo­car va­rios ase­si­na­tos que des­pués usa co­mo coar­ta­da mo­ral pa­ra ase­si­nar a quie­nes usa­ron esa he­rra­mien­ta; Internet se ca­mu­fla en el mun­do real, las cor­po­ra­cio­nes tra­ba­jan pa­ra el go­bierno y los ciu­da­da­nos no se que­jan. Si que­re­mos creer que aquí hay al­gu­na cla­se de bi­na­ris­mo chus­co de pa­tio de co­le­gio, nos he­mos equi­vo­ca­do de historia.

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Et voi­là! Aquello que pa­re­cía un me­ro ex­ploit al es­ti­lo de los po­li­cia­cos de la BBC, es­té­ti­ca in­clui­da —al­go que, por des­gra­cia, aca­ba lus­tran­do su ex­ce­len­te guión — , se con­vier­te en una re­fle­xión so­bre los lí­mi­tes del control.

¿Y por qué del con­trol? Porque los lí­mi­tes que se des­di­bu­jan son los lí­mi­tes mis­mos. La po­si­bi­li­dad de con­tro­lar los lí­mi­tes. De crear ta­xo­no­mías. Porque una mu­jer res­pon­sa­ble, con un buen tra­ba­jo y que ja­más ha­ría da­ño a na­die, cree ló­gi­co ame­na­zar de muer­te a al­guien, por­que lo que ocu­rre en Internet no es de ver­dad, des­do­blán­do­se, en apa­rien­cia, en dos per­so­nas dis­tin­tas: la mu­jer res­pon­sa­ble y la psi­có­pa­ta pe­li­gro­sa. Pero no es cier­to. Esa per­so­na es la mis­ma per­so­na en Internet y en el mal lla­ma­do mun­do real. Y en ese ges­to, en esa im­po­si­bi­li­dad de re­con­ci­liar am­bas imá­ge­nes de la mis­ma per­so­na, sal­ta por los ai­res to­da po­si­bi­li­dad de cla­si­fi­car to­do en fac­to­res binarios.

Izquierda o de­re­cha. Luz u os­cu­ri­dad. Hombre o mu­jer. Cielo o tie­rra. Realidad o fic­ción. Todo bi­na­ris­mos pues­tos en cues­tión, vio­la­dos de for­ma in­mi­se­ri­cor­de por las me­jo­res men­tes de nues­tra épo­ca, pe­ro que no­so­tros se­gui­mos usan­do has­ta el ri­dícu­lo pa­ra in­ten­tar crear un or­den in­exis­ten­te. Una sim­pli­fi­ca­ción del mun­do que só­lo sir­ve pa­ra la­ce­rar nues­tras identidades.

Por ex­ten­sión, no tra­ta de Internet. Trata de lo que ocu­rre cuan­do se jun­tan la su­fi­cien­te can­ti­dad de per­so­nas co­mo pa­ra que des­hu­ma­ni­zar al otro no ten­ga con­se­cuen­cias. A fin de cuen­tas, ¿la­pi­dar a al­guien vía Internet por­que ha he­cho al­go que no nos gus­ta no es una for­ma co­mo otra cual­quie­ra de bull­ying? La men­ta­li­dad de ma­tón de co­le­gio, esa for­ma de pen­sar que se es­cu­da en el «él sa­be que es­toy bro­mean­do» pa­ra ocul­tar una ab­so­lu­ta au­sen­cia de em­pa­tía ha­cia el otro, ha­cia el que es di­fe­ren­te, en Internet al­can­za una nue­va di­men­sión. Una for­ma más re­fi­na­da y pu­ra de que, quie­nes se creen po­pu­la­res —o pue­den ge­ne­rar una coar­ta­da de po­pu­la­ri­dad — , pue­dan ge­ne­rar lin­cha­mien­tos pú­bli­cos que otros más dé­bi­les se­gui­rán a pies juntillas.

De nue­vo: po­pu­lar vs. Impopular. Otro dua­lis­mo. Otra ta­xo­no­mía. Y mien­tras no sal­ta por los ai­res, mien­tras exis­te la idea de «yo es­toy en un gra­do evo­lu­ti­vo su­pe­rior a ti», to­do si­gue igual. Todo si­gue en la per­fec­ta cir­cu­la­ri­dad an­gus­tio­sa de un mun­do he­cho pa­ra el maltrato.

Entonces, ¿dón­de que­da la po­lí­ti­ca? Soterrada, en el men­sa­je. Porque el epi­so­dio no de­ja de ser un pro­ce­du­ral con sub­tex­to po­lí­ti­co con un pa­ra­tex­to de ins­ti­tu­to. No «de ins­ti­tu­to» co­mo in­sul­to, sino li­te­ral­men­te de ins­ti­tu­to: a lo que ha­ce re­fe­ren­cia de for­ma cons­tan­te el epi­so­dio es al clá­si­co ca­so del chi­co im­po­pu­lar, pe­ro bri­llan­te, que su­fre por el bull­ying y de­ci­de ven­gar­se de for­ma ab­so­lu­ta­men­te des­pro­por­cio­na­da de quie­nes le hi­cie­ron eso. Salvo que aquí el chi­co im­po­pu­lar, le­jos de co­ger dos uzis y liar­se a ti­ros, tie­ne mi­llo­nes de abe­jas ro­bó­ti­cas con las cua­les em­pren­der su tra­ba­jo sucio.

Abejas ro­bó­ti­cas crea­das por el go­bierno. Una ma­ra­bun­ta de cá­ma­ras crea­das con el pro­pó­si­to de vi­gi­lar que «na­die co­me­ta ac­tos te­rro­ris­tas», pe­ro que, co­mo en el ca­so de las cá­ma­ras en los co­le­gios, no só­lo no im­pi­den los ti­ro­teos, sino que de­jan im­pu­nes in­fi­ni­dad de pe­que­ños ca­sos por­que «no son una ame­na­za pa­ra la es­ta­bi­li­dad del país». O del colegio.

A par­tir de ahí es fá­cil se­guir des­hi­la­chan­do re­fe­ren­cias. Desde las más ob­vias, co­mo Unabomber, has­ta los con­cep­tos más abs­trac­tos, co­mo la im­po­si­bi­li­dad de la exis­ten­cia de cual­quier for­ma bi­na­ria en tan­to es una ca­te­go­ri­za­ción in­tere­sa­da. Pero no va­mos a sa­car aho­ra a Foucault a pa­sear por el ar­tícu­lo. No cuan­do ya lo he­mos he­cho de for­ma (po­co) so­te­rra­da. Porque en es­te ca­so, co­mo en tan­tos otros, par­te del en­can­to es des­cu­brir­nos re­fle­ja­dos en esa pan­ta­lla ne­gra que nos da la peor ima­gen de no­so­tros mis­mos. Esa que nos ne­ga­mos a ver, pe­ro tam­bién tie­ne nues­tro rostro.

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