pavimentamos el hogar con nuestros fantasmas

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A día de hoy los te­rro­res de la cla­se me­dia de cual­quier lu­gar del mun­do ape­nas sí son un re­fle­jo con cier­tas pe­cu­lia­ri­da­des cul­tu­ra­les me­no­res de los mie­dos co­mu­nes a to­da fa­mi­lia de cla­se me­dia in­ser­ta en el mun­do glo­ba­li­za­do. Ya que el mun­do se ha ido ha­cien­do ca­da vez más pe­que­ño ‑he­cho pro­pi­cia­do, en gran me­di­da, por la in­ter­co­ne­xión per­pe­tua que per­mi­te Internet- el te­rror ha ido es­con­dién­do­se ca­da vez más en las gran­des som­bras que pla­nean so­bre la ca­be­za de to­dos los hom­bres; don­de an­tes ha­bía fol­klo­re aho­ra hay te­rro­res pri­mor­dia­les. Así, a tra­vés del avan­ce de la cien­cia co­mo una pe­sa­di­lla que nos re­tro­trae ca­da vez más al te­rror sin sal­vo­con­duc­tos cul­tu­ra­les, el mun­do va cris­ta­li­zán­do­se en sus som­bras que se mues­tran co­mo los de­pre­da­do­res que an­tes es­con­dían (más y me­jor) sus dien­tes. En un mun­do don­de to­da in­for­ma­ción lle­ga al ins­tan­te el he­chi­zo de la ig­no­ran­cia, de no creer en lo os­cu­ro del mun­do, se des­va­ne­ce co­mo las go­tas del ro­cío en ve­rano. Esto lo po­de­mos ver de for­ma muy evi­den­te en el ope­ning de American Horror Story, la úl­ti­ma se­rie (has­ta el mo­men­to) de Ryan Murphy.

La con­ca­te­na­ción de imá­ge­nes que se va dan­do a lo lar­go del si­nies­tro ope­ning es una mues­tra, mí­ni­ma pe­ro efec­ti­va, de to­do lo si­nies­tro que se ma­ni­fies­ta en una u otra con­for­ma­ción en la vi­da de to­da fa­mi­lia (no tan) bien ave­ni­da. El ho­gar es el lu­gar don­de to­da fa­mi­lia es­ta­ble­ce sus raí­ces y, por tan­to, es ahí don­de se es­con­den sus ma­yo­res te­mo­res. El deam­bu­lar errá­ti­co por las ca­sas, cons­cien­te de los se­cre­tos que es­con­de ca­da uno de los rin­co­nes par­ti­cu­la­res de la ca­sa, es la si­nies­tra deu­da que nos de­ja el ope­ning. Estanterías lle­nas de ca­chi­va­ches in­ser­vi­bles, fo­tos añe­jas de pa­rien­tes me­no­res de edad íg­no­tas, o bo­tes lle­nos de lí­qui­dos des­co­no­ci­dos son al­gu­nos de los ob­je­tos que nos re­tro­traen a la me­mo­ria las mons­truo­sas dis­po­si­cio­nes pro­pias del mun­do. Los re­cuer­dos de to­do cuan­to ha acon­te­ci­do en el pa­sa­do, de nues­tros erro­res que se afian­zan de for­ma fla­gran­te en nues­tro ho­gar, se per­pe­túan en for­ma de los fan­tas­mas de la me­mo­ria es­con­di­dos en el desván. 

Tampoco ayu­da la can­ción, una com­po­si­ción ori­gi­nal de Cesar Davila-Irizarry y Charlie Clouser, que sis­te­ma­ti­za los so­ni­dos pro­pios de una ca­sa an­ti­gua. Oímos co­mo cru­je el sue­lo por ca­da pi­sa­da, los la­men­tos tur­bios de unas pa­re­des hu­me­de­ci­das por el tiem­po y unas vi­gas que­jum­bro­sas que sos­tie­nen más pe­sa­di­llas de las que son ca­pa­ces de aguan­tar. De es­ta ma­ne­ra, a tra­vés de una can­ción, con­si­guen sis­te­ma­ti­zar y evo­car ese es­pa­cio fí­si­co de lo si­nies­tro que se acu­mu­la en to­do ho­gar an­ti­guo te­ñi­do por la tragedia.

La com­bi­na­ción de es­tas imá­ge­nes evo­ca­do­ras de crá­neos, ni­ñas con sín­dro­me de down y es­pí­ri­tus que ace­chan en la os­cu­ri­dad con los la­men­tos in­du­ci­dos al ai­re de la ca­sa ‑rui­dos que, con el tiem­po, se ha­cen in­dis­tin­gui­bles de la con­di­ción am­bien­tal del lugar- crean un es­pa­cio pro­pio don­de no ca­be na­da más que esa pro­fun­da os­cu­ri­dad que na­ce del seno de la con­fian­za y el co­no­ci­mien­to. Sutilmente nos en­se­ñan co­mo es to­do ho­gar don­de se ha vi­vi­do la ca­tás­tro­fe, por mí­ni­ma que es­ta sea, co­mo en to­do ho­gar se es­con­den los ca­dá­ve­res de los mons­truos que una vez ani­da­ron en la men­te de sus ha­bi­tan­tes. Por ello el te­rror de to­das las fa­mi­lias hoy es co­mún: que la des­gra­cia, en cual­quie­ra de sus for­mas, se sis­te­ma­ti­ce co­mo pi­lar esen­cial que sos­ten­ga la con­vi­ven­cia en su ho­gar. Y si pa­ra ello hay que men­tir, ocul­tar, es­con­der o ani­qui­lar cuan­tos pen­sa­mien­tos o ac­cio­nes ha­gan fal­ta, es un pre­cio jus­to pa­ra se­guir pa­vi­men­tan­do de te­rror un ho­gar que ha na­ci­do co­mo los amar­go­nes en la épo­ca de la de­ses­pe­ra­ción. Pues ba­jo la tie­rra es don­de los hom­bres siem­pre es­con­den sus flo­res de la vergüenza.

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