defender tu caos es un acto de heroísmo contra el orden

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Attack the Block!, de Joe Cornish.

Es di­fi­cil, sino im­po­si­ble, pre­ten­der ha­blar de las bon­da­des de cual­quier acon­te­ci­mien­to ‑sea ar­tís­ti­co o cul­tu­ral, co­mo es el ca­so, sea es­tric­ta y ne­ce­sa­ria­men­te so­cial o de cual­quier otra índole- sin abor­dar la pro­ble­má­ti­ca pro­pia del con­tex­to que le sub­ya­ce. Esto por su­pues­to pa­sa por co­no­cer sus pre­ce­den­tes, co­mo se lle­gó has­ta la si­tua­ción o quie­nes son los in­vo­lu­cra­dos pe­ro tam­bién, y eso se sue­le ob­viar con tre­men­da fa­ci­li­dad en la ma­yo­ría de los dis­cur­sos im­pe­ran­tes, el en­torno psico-geográfico don­de acon­te­cie­ron ta­les even­tos. Es por ello que se­guir las aven­tu­ras de la pan­di­lla de de­lin­cuen­tes ju­ve­ni­les, The Block, no tie­ne nin­gún sen­ti­do sino lo abor­da­mos des­de la es­tric­ta ne­ce­si­dad de com­pren­der su entorno.

El gru­po de pi­llas­tres pro­ta­go­nis­ta, pri­me­ro ca­rac­te­ri­za­dos co­mo ma­lé­vo­los mons­truos in­fan­ti­les pa­ra ir ca­rac­te­ri­zán­do­los len­ta­men­te co­mo hé­roes de su co­ti­dia­ni­dad, ten­drá que en­fren­tar­se con­tra una olea­da de ata­ques de mons­truo­sos lobos-gorila del es­pa­cio ex­te­rior dis­pues­tos a ani­qui­lar a to­do a su pa­so. Pero, aun en ma­yor me­di­da, ten­drán que con­fron­tar la vi­da que lle­van en unos subur­bios de ín­do­le bru­ta­lis­ta que han edi­fi­ca­do su for­ma de ser; no­so­tros so­mos los de­más, pe­ro tam­bién nues­tro en­torno ar­qui­tec­tó­ni­co. Viviendo en una zo­na ais­la­da del res­to de la ciu­dad, co­mo una suer­te de mons­truo de hor­mi­gón y cris­tal que aco­ge den­tro de sí el te­rror de mi­les de per­so­nas, las ur­ba­ni­za­cio­nes bru­ta­lis­tas se ca­rac­te­ri­zan por crear un en­torno auto-suficiente que pro­pia el ais­la­cio­nis­mo con el res­to de la ciu­dad. Que la de­lin­cuen­cia se vuel­va fe­cun­da en un te­rreno lleno de re­co­ve­cos, as­fal­to so­bre as­fal­to y una va­cua su­ce­sión de una na­da ca­si exis­ten­cial es al­go tan pre­vi­si­ble co­mo in­evi­ta­ble, co­mo lo es el he­cho mis­mo de que los ni­ños cria­dos en tal am­bien­te ne­ce­si­tan ma­du­rar lo an­tes po­si­ble pa­ra sa­lir del lu­gar. La ur­ba­ni­za­ción mo­der­na es una he­te­ro­to­pía mons­truo­sa don­de se aís­la a las cla­ses medias-bajas pa­ra que no ten­gan ne­ce­si­dad de sa­lir ja­más de su pro­pio con­fi­na­mien­to; es la auto-perpetuación de la de­ca­den­cia eco­nó­mi­ca de Occidente a tra­vés de su pla­ni­fi­ca­ción urbanística.

Esto no fue siem­pre así pues los se­ño­res Le Corbusier y Eero Saarinen, pa­dres del es­ti­lo ar­qui­tec­tó­ni­co co­no­ci­do co­mo bru­ta­lis­mo, con­ci­bie­ron a prio­ri es­ta co­rrien­te co­mo un mo­do ba­ra­to de edi­fi­car la uto­pía de cla­se me­dia: de­jar fue­ra a El Otro; ais­lar El Mal en el afue­ra de la con­di­ción so­cial. Esto no tar­do en de­ve­nir en un fra­ca­so ab­so­lu­to en edi­fi­ca­cio­nes lú­gu­bres y cló­ni­cas don­de el ce­men­to, el va­cío claus­tro­fó­bi­co y el te­rror aca­ba­ron por ci­men­tar ca­da una de es­tas cons­truc­cio­nes. Ahora lo que in­tere­sa es man­te­ner den­tro a los in­de­sea­bles que no que­re­mos te­ner fue­ra. Y por ello los lobos-gorila de Attack the Block! no son más que la re­pre­sen­ta­ción de ese afue­ra te­rro­rí­fi­co, de aquel que con­si­de­ra­mos co­mo el enemi­go ex­clu­si­va­men­te por es­tar se­pa­ra­do por no­so­tros por una pa­red, o el es­pa­cio. El bru­ta­lis­mo ra­di­ca­li­za la po­si­ción nosotros/ellos no tan­to en una ca­te­go­ri­za­ción de se­pa­ra­ción esen­cial, que tam­bién, sino en su ca­rác­ter de esen­cial di­fe­ren­cias ‑aun­que no ne­ce­sa­ria­men­te lucha- de clase.

Ni los alie­ní­ge­nas, ni los mu­cha­chos de The Block pue­den con­si­de­rar­se co­mo mal­va­dos pues, en am­bos ca­sos, lo úni­co que ha­cen es per­se­guir su ne­ce­si­dad de auto-perpetuación. Los alie­ní­ge­nas in­va­dien­do la Tierra, los mu­cha­chos de la ba­rria­da ro­ban­do y tra­pi­chean­do con es­tu­pe­fa­cien­tes; am­bos ma­tán­do­se en­tre sí pa­ra de­fen­der su te­rri­to­rio bio­ló­gi­co (la hem­bra; el blo­que). Y por ello, en úl­ti­mo tér­mino, es una pe­lí­cu­la de lu­cha en­tre hé­roes: no hay una en­ti­dad mal­va­da per sé en­tre ellos, só­lo en­ti­da­des con in­ten­cio­nes opues­tas que ha­cen lo que sea ne­ce­sa­rio pa­ra sa­lir ade­lan­te. Y si hay al­go si­quie­ra pa­re­ci­do a un mal­va­do, a un cier­to Mal pri­mor­dial, és­te só­lo se­ría la po­li­cía que obli­te­ra cual­quier no­ción de li­ber­tad ci­vil, de he­roís­mo, al in­va­dir el blo­que no pa­ra de­fen­der su exis­ten­cia sino pa­ra re­pri­mir la exis­ten­cia ajena.

Por eso el fi­nal es ca­si una ala­ban­za a la lu­cha ar­ma­da, a la bús­que­da del or­den po­lí­ti­ca en el (hiper)caos del mun­do a tra­vés del va­lor de la jus­ti­cia pro­pia. La so­cie­dad ci­vil del blo­que se cons­ti­tu­ye en un caos or­de­na­do que, pre­ci­sa­men­te en su con­di­ción caó­ti­ca, per­mi­te un or­de­na­mien­to jus­to de la so­cie­dad. Porque to­do es­pa­cio geo­grá­fi­co es una me­di­da en sí mis­ma se­gún su ca­pa­ci­dad pa­ra crear la­zos de co­mu­nión en­tre sus habitantes.

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