Mouse Guard: Otoño 1152, de David Petersen
La obra de David Petersen llama la atención, en primera estancia, por su candidez; a través de su dibujo naïf y colorista, siempre buscando ese tono de belleza acausal, retrata unos adorabilísimos ratones a los que no costaría adoptar como mascotas. Su singularidad radica es que estos ratones viven en un sistema feudal, similar al humano medieval, pero con las particularidades propias de ser animales diminutos. Para ellos todo cuanto se encuentra en la naturaleza, al estar en lo más bajo de la pirámide alimenticia, es un potencial peligro de muerte. Una pequeña nevada, la lluvia, un río, un grupo de cangrejos o una serpiente pueden ser peligros ineludibles o, incluso, una catástrofe cuasi apocalíptica capaz de exterminar regiones enteras en pocos días; lo bello, lo adorable, florece como contraste por la continua condición de catástrofe de su entorno. Y es que la problemática, al menos para estos ratones, es la escala.
Cuando se realiza una escala de una realidad dada no tienen porque surgir problemáticas nuevas, pues aunque hagamos algo más pequeño no deja de estar en consideración con su entorno. El problema de la escala es quizás más visible sólo cuando ejercemos sobre ella una mirada metafórica: no escalamos una medida dada sino que asumimos una escala diferente de un objeto dándole las características de otra escala. En el caso que nos ocupa esto sería, como ya hemos visto, hacer de los ratones una mímesis a escala de los seres humanos, humanizarlos para, así, poder abordar unas problemáticas que se amplifican en su escala mínima.
La naturaleza como un lugar salvaje y monstruoso, donde es imposible vivir de un modo que no sea bajo un férreo control militar, es lo que esconde la narración. Los ratones no pueden escapar de la naturaleza, pues son parte inherente de ella, y como tales deben atenerse al juego que esta decide imponer con respecto de su papel. Debido a los continuos ataques de depredadores se hace necesario la creación de un grupo militar, Los guardianes, los cuales patrullan, establecen y defienden los caminos entre las diferentes poblaciones excavadas bajo la superficie. Es así como los protagonistas se encontrarán luchando continuamente no contra monstruos de fantasía, como es tan común en la literatura medievalista contemporánea, si no contra animales que, a su escala, son auténticos monstruos de la naturaleza. Y ahí se da la necesidad de esa aristocracia guerrera.
Ya que es imposible que un rey auténtico o un gobierno centralizado gobierne todo El Territorio de los Ratones, se hace necesario que cada ciudad sea autónoma en su soberanía y, sólo con respecto de los caminos, haya una defensa continua del territorio. Y es así porque es imposible luchar contra la naturaleza. Quien va más allá y llega hasta el País Salvaje se encontrará con las manadas de lobos o, si es que acaso no es igual de malo, los hurones deseosos de destruir a sus enemigos ratones; no hay ningún camino posible hacia el orden universal del mundo sin la superación de las capacidades naturales de la naturaleza.
Los ratones por ínfimos, los humanos por su incapacidad física con respecto de otros animales, no pueden establecerse en un sedentarismo extenso, no pueden colonizar más allá de un pequeño grupo de tierras que controlar, hasta que la tecnología supera las limitaciones objetuales de tales entidades. Sólo cuando se puede combatir de tú a tú contra los lobos, existe forma de llegar tan o más lejos que un caballo sin cansarse o hay modo alguno de neutralizar el ataque de un animal venenoso entonces es cuando el hombre/ratón puede comenzar a colonizar el mundo. Por eso cualquier revolución en este tiempo es inútil, sólo cuando se sobrepasa la naturaleza a través de la técnica se puede pensar en la política como la mediación de los grandes espacios abiertos más allá de la condición de su polis.
Pero del mismo modo sólo se puede apreciar lo bello, aquello que resulta gustoso para la vista, cuando no existe la perpetua amenaza de muerte de la naturaleza. No existe nada de hermoso en un mundo, un mundo del cual se es parte contingente, que está siempre conspirando para la muerte; sólo cuando se explota la condición natural de nuestro ser entidades instrumentales a través de la técnica, que no la superación de nuestra ser parte del mundo, podemos apreciar la belleza del mundo.