La mirada que es mirada sufre el influjo de sus disposiciones (permanentes)

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The Collector, de Marcus Dunstan

El hom­bre des­de que se con­vir­tió en una en­ti­dad bá­si­ca­men­te se­den­ta­ria ‑y, pe­se lo que le pe­se a Bauman, así si­gue siendo- ha es­ta­ble­ci­do un lu­gar fí­si­co co­mo su ho­gar, el lu­gar don­de vol­ver reite­ra­ti­va­men­te y cu­yo aban­dono su­po­ne un cam­bio de iden­ti­dad la­ten­te. Es por ello que de­be­ría­mos in­ter­pre­tar que cuan­do una per­so­na se mu­da o aban­do­na su ca­sa, el que es de he­cho su ho­gar, só­lo pue­de ha­cer­lo por un mo­ti­vo: su iden­ti­dad ha cam­bia­do lo su­fi­cien­te pa­ra no ver­se iden­ti­fi­ca­dos en los flu­jos li­bres que se es­ta­ble­cen en la ca­sa. Bajo es­ta pers­pec­ti­va la ca­sa co­mo ho­gar se­ría el pun­to exac­to don­de vol­ve­mos reite­ra­ti­va­men­te pa­ra sen­tir­nos no­so­tros; só­lo en el seno del ho­gar nos cons­trui­mos co­mo en­ti­da­des com­ple­tas al po­ner­nos en con­so­nan­cia con los flu­jos pro­pios en­ca­de­na­dos a las re­sis­ten­cias pro­pias de la elec­ción de una ca­sa, de un ho­gar. Es por ello que pa­ra el hom­bre se­den­ta­rio el ma­yor te­rror exis­ten­te es la pe­ne­tra­ción ex­tra­ña en su in­te­rior, la vio­la­ción de su in­ti­mi­dad, co­mo de he­cho he­mos vis­to in­ce­san­te­men­te a tra­vés de los slasher.

En la pe­lí­cu­la de Marcus Dunstan, re­cor­de­mos: guio­nis­ta de Saw IV y Feast II en ade­lan­te en sus res­pec­ti­vas sa­gas, po­de­mos en­con­trar una pri­me­ra con­for­ma­ción muy bien eje­cu­ta­da con res­pec­to de es­te acon­te­ci­mien­to. La fa­mi­lia de los Chase se mu­dan a una nue­va ca­sa en el bos­que can­sa­dos del es­trés de la ciu­dad pe­ro pa­ra re­for­mar­la, co­mo es ob­vio, con­tra­ta­rán a una se­rie de per­so­nas que lo ha­gan por ellos. Después de va­rios in­ci­den­tes, pe­ro siem­pre den­tro de la nor­ma­li­dad más ab­so­lu­ta, con al­gu­nos de los con­tra­tis­tas se en­con­tra­rán, pre­via elip­sis en re­fe­ren­cia a su his­to­ria, ma­nia­ta­dos en el só­tano y con sus hi­jas por cul­pa de un asal­tan­te des­co­no­ci­do. Hasta aquí, na­da nue­vo, ¿por qué nos in­tere­sa en­ton­ces? Porque nun­ca ve­mos el pun­to de vis­ta de los ca­za­dos, de los que vi­ven de he­cho en esa ca­sa, sino que la mi­ra­da se des­pla­za des­de el co­mien­zo ha­cia uno de los con­tra­tis­tas, Arkin, el cual en­tra­rá en la ca­sa con las avie­sas in­ten­cio­nes de ro­bar las jo­yas de la fa­mi­lia cuan­do es­tos es­tén au­sen­tes. A tra­vés de és­te des­pla­za­mien­to, el cam­biar el re­gis­tro de los ob­je­tos in­te­rior­men­te vio­la­dos a un ob­je­to ex­terno de és­ta vio­la­ción, ya no nos si­túa ba­jo las con­se­cuen­cias de un ac­to de to­da vio­la­ción del sanc­ta sanc­to­rum de una per­so­na, aho­ra es una lu­cha por la re­di­rec­ción de los flu­jos del mismo.

A par­tir de lo an­te­rior­men­te ex­pues­to ha­bría­mos de te­ner en cuen­ta que to­do aquel que en­tre en el es­pa­cio vi­tal de otro sin con­sen­ti­mien­to, lo que ese otro de­fi­na co­mo ho­gar, es­ta­rá vio­lan­do su es­pa­cio al es­tar dis­tor­sio­nan­do los di­fe­ren­tes flu­jos que en és­te se dis­po­nen. Lo in­tere­san­te del bi­no­mio The Collector/Arkin es co­mo se rom­pe la clá­si­ca dis­po­si­ción del slasher fun­da­men­ta­do en el clá­si­co ejecutor/victimo ya que, de he­cho, he­mos de con­si­de­rar que las víc­ti­mas son par­te ex­ter­na del jue­go; to­da la pe­lí­cu­la se fun­da­men­ta en dis­tor­sio­nar el es­pa­cio ajeno pa­ra co­brar­se una pie­za, hu­ma­na en el ca­so de The Collector y en for­ma de jo­yas en el ca­so de Arkin. ¿Pero por qué las vic­ti­mas son anu­la­das de la ecua­ción de la pe­lí­cu­la? Porque The Collector los ha con­se­gui­do y, des­de el mo­men­to que és­te les da ca­za, la ca­sa se con­vier­te en su ho­gar por la con­ca­te­na­ción de tram­pas que de­fi­nen el es­pa­cio co­mo una mí­me­sis del in­te­rior de su men­te; si la ca­sa en ori­gen es un re­fle­jo de la men­ta­li­dad de los Chase, en el pa­so de Collector se con­vier­te en un re­fle­jo del asal­tan­te. Esto lo ex­pli­ca­ría muy bien Rak Zombie al afir­mar que pre­me­di­tar tus ac­tos no ten­drá nin­gún sen­ti­do cuan­do un ele­men­to ex­terno ha pre­pa­ra­do una nue­va con­cep­ción de la exis­ten­cia de ca­da uno, ya que el or­de­na­mien­to de los flu­jos com­po­si­ti­vos del ho­gar, del es­pa­cio que con­fi­gu­ra la exis­ten­cia, han cam­bia­do. En es­ta vio­la­ción ra­di­cal ba­sa­da en una (re)articulación ra­di­cal del es­pa­cio se da una nue­va co­lo­ni­za­ción del es­pa­cio que sus­ti­tu­ye los flu­jos na­tu­ra­les del an­te­rior due­ño pa­ra re-definir el es­pa­cio en un uno nue­vo que con­fi­ne los in­tere­ses de su nue­vo due­ño.

Encerrados en la mis­ma ca­sa, y ba­jo la cons­cien­cia de que el otro es­tá ahí, to­do se de­fi­ne a tra­vés de un jue­go de de­pre­da­ción don­de la vic­to­ria se da de fac­to ex­clu­si­va­men­te en la con­se­cu­ción de los ob­je­ti­vos de con­trol: ga­na el que con­si­ga es­ca­par an­tes con el ob­je­to que ha­ya ido a bus­car allí, bien sea una per­so­na o unas jo­yas, o el que con­si­ga so­bre­vi­vir al otro; la pe­lí­cu­la se con­ci­be co­mo una suer­te de Spy vs. Spy post-ontológico. Pero, aun­que de he­cho, am­bos son de­pre­da­do­res en és­te ca­so el au­tén­ti­co slasher co­mo en­ti­dad vio­la­do­ra se­ría el pro­pio de Arkin ya que, en úl­ti­mo tér­mino, es és­te el que asal­ta el es­que­ma men­tal de The Collector des­tru­yén­do­lo sis­te­má­ti­ca­men­te, apro­ve­chan­do lo que él mis­mo creó pa­ra des­truir­lo, com­po­nien­do en el pro­ce­so al­go así co­mo un post-slasher.

Bajo es­ta pers­pec­ti­va com­ple­ta­men­te nue­va, ba­sa­da en ha­cer del ca­za­dor ya no ob­je­to de pre­sa sino ob­je­to vio­la­do, se ar­ti­cu­la un cam­bio ra­di­cal de las re­glas del jue­go. Bajo es­ta pers­pec­ti­va la fi­gu­ra más in­tere­san­te es la de Arkin por su con­di­ción de ca­za­dor de­sean­te: no ca­za por­que ten­ga in­te­rés real en ca­zar, en vio­lar ‑co­mo mé­to­do de des­truc­ción, cons­tric­ción o modificación- to­da con­di­ción del de­seo, sino que se ba­sa en es­ti­mu­lar los di­fe­ren­tes flu­jos pre­sen­tes. Frente a la im­po­si­ción del re­fle­jo de sí de The Collector, el ca­za­dor que im­po­ne su vi­sión del mun­do en el mun­do, nos en­con­tra­mos el bai­le fluc­tuan­te de Arkin ba­sa­do en la mi­ra­da que aus­cul­ta el mun­do pa­ra, ma­ni­pu­lan­do sus flu­jos sin des­truir­los, abrir­se pa­so an­te él co­mo un fan­tas­ma que se ha­ce uno con el mun­do. No ten­dría por qué vol­ver a por Hannah Chase pe­ro lo ha­ce, no ten­dría por qué ro­bar las jo­yas pe­ro lo ha­ce, no ten­dría por qué ser un hé­roe pe­ro lo es por­que, le­jos de ser la ara­ña que no­ta las vi­bra­cio­nes de la he­bra de su te­la, es el de­pre­da­dor que ha­ce vi­brar los flu­jos com­pues­tos en el mun­do sin es­tar ata­do a ellos pa­ra em­bos­car al mons­truo en su pro­pio ho­gar. Arkin es el ca­za­dor de­sean­te que no com­po­ne flu­jos per­ma­nen­tes ni se pe­ga a ellos, sino que flu­ye por en­tre es­tos, en­tre las he­bras de de­seo cris­ta­li­za­do, que más le con­vie­nen en el seno del mundo.

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