Super, de James Gunn
¿Por qué no existen los superhéroes en la realidad? A parte de la obvia inexistencia de gente con poderes sobrehumanos de cualquier clase, la presencia de dioses entre los hombres o siquiera las especiales visitas de compañeros de más allá de Saturno para alegrarnos el día, su existencia podría radicar perfectamente en el carácter de justiciero enmascarado; Batman no existe, pero podría existir en tanto sólo es alguien con el tiempo y el dinero como para permitirse enfocar una neurosis particular machacando (físicamente) criminales. El problema de la existencia particular de vengadores disfrazados devienen en lo ridículo del proceso en, al menos, tres sentidos: el estético ‑la probabilidad de que criminal alguno se tome en serio a un tipo disfrazado es, en el mejor de los casos, ridícula-; el temporal, es dudoso que nadie tenga el tiempo y/o el dinero para dedicarse a combatir el crimen de forma autónoma y eficiente; y el físico-mental, pues la preparación para combatir el crimen ‑estando, siempre presente, la posibilidad de acabar herido o muerto- pero fuera de la ley excede lo razonable de cualquier persona en su sano juicio.
Precisamente en su sano juicio es la antítesis de lo que podemos encontrar entre el superhéroe medio. Egomaniacos estancados en la adolescencia, quejicas hombres de edad madura incapaces de aceptar el destino que intentan cambiar el mundo pero sin el mundo; los superhéroes de cómic no son más que otra forma de nepotismo sólo que aquí, en vez de ilustración, habría venganza. Por eso Super se define como una perfecta síntesis de que supone ser un superhéroe: Frank D’Arbo, el protagonista, es un hombre con sólo dos recuerdos buenos y, cuando le arrebatan uno de ellos, la psicosis se ceba en él hasta convertirlo en un vengador enmascarado.
Poniéndose a la altura de Kick-Ass en cuanto al nivel discurso donde la obra de Mark Millar acaba siendo una obra pueril que reivindica la posibilidad de ese ser un héroe, la obra de James Gunn nos enseña su lado oscuro; en todo momento se pone en relieve que las acciones de D’Arbo no son heroicas, sino criminales. Durante gran parte de la película se va paseando con su identidad heroica de Crimson Bolt enviando al hospital a golpe de llave inglesa a traficantes, ladrones o, en el caso más extremo de todos, a un hombre que se intentaba colar en el cine y la mujer que le defendió por su expeditiva reacción. Donde Millar nos colocaba en el lugar de un héroe patético, incapaz de absolutamente nada, pero definido como una fuerza del bien de modo netamente real, Gunn nos presenta un hombre igualmente patético que en su forma de héroe supera todos sus condicionantes mentales para enfrentarse contra El Mal de forma sistemática. ¿Cual es el problema entonces? Que lo que el considera mal, puede serlo, pero ejerce el mismo abuso de poder que el mal mismo; él machaca de forma inmisericorde la cabeza, el esternón y todo lo que pueda alcanzar a golpe de llave inglesa de los agentes del mal convirtiéndose, a los ojos de los demás, en fuerzas del mal.
El problema de todo esto es que no lo hace en ningún caso por el bien, ni siquiera porque tenga visiones divinas ‑que es la justificación que se da él, pero cuando la voz de Dios es la Rob Zombie las posibilidades de la facticidad de tales visiones son ya nulas‑, sino que lo hace para recuperar a su mujer, Sara, que se ha ido con el narcotraficante Jacques. Es precisamente ahí, desde la misma génesis del héroe, que descubrimos que sus intenciones son pueriles y totalmente inmaduras ya que, ante la imposibilidad de recuperarla por los medios comunes o aceptar la perdida, decide enfundarse en un disfraz rojo a repartir justicia como método de alcanzar su rescate. Es más, lo auténticamente problemático de todo ello es que si ella lo abandona es por su actitud pusilánime, su incapacidad de actuar de forma rotunda y decidida, lo cual sólo cambia cuando tiene una visión de Dios tocando su cerebro; el gran problema de D’Arbo es su incapacidad de actuar de forma autónoma, en la búsqueda de sus propios deseos, si no es movido por un motor externo. Se casa con Sara porque se lo dice Dios, se hace superhéroe porque se lo dice Dios y no hace nada sino es mandato divino.
No hay actos heroicos en Crimson Volt. Ni siquiera podemos considerar que haya un acto de amor verdadero ‑para que esto fuera así tendría que hacer el deseo de rescatar a Sara de una disposición autónoma, no de un hipotético mandato divino- pero entonces, ¿por qué lo hace? Para recuperar su memoria. Sus dos únicos momentos realmente felices de la vida fueron cuando se casó con Sara y cuando ayudó a un policía a arrestar a un delincuente y, ante la inaceptable perdida del primero, canaliza todo su dolor a través del segundo; sí pierde a Sara, luz de su vida, imagen persistente (y casi única) de su felicidad, entonces requiere aferrarse al hacer lo correcto, a embargarse en su obsesión Por El Bien implícita dentro de sí, para subsanar tal dolor. Y las consecuencias se cuentan en docenas de muertos y la perdida, después de una breve remisión, de todo momento feliz anterior que pudo haber concebido.
¿Qué es un superhéroe bajo la luz que nos da James Gunn? Un superhéroe no es más que un psicópata que, ante la imposibilidad de canalizar su dolor y/o sus deseos de forma adecuado desarrollan una psicosis que les llevan a vestirse con mallas ridículas para combatir el crimen. Cuando de forma sistemática el Joker le dice a Batman que ellos dos son lo mismo está hablando, precisamente, de esto: el superhéroe es un psicótico fuera de la ley que establece sus propias reglas para el mundo. Ante esta tesitura el único modo saludable de concebir el superheroísmo es como identidad a ser abandonada, como el lugar propio de una identidad individualista que deshecha cualquier interés o pasión por los demás, obligándonos de éste modo a superar todo aquello que nos hizo daño en el pasado, y que escondimos detrás de una máscara, junto con aquellos que queremos, y junto con sus recuerdos. ¿Qué es un superhéroe? Ser perpetuamente el adolescente pueril que aun no ha podido entender que ser feliz supone abrazar con entusiasmo cada instante de la vida donde conectamos con los demás, sean estos humanos u objetos, en el pasado y el presente de nuestra vida.