Frobisher Says!, de Ricky Hagget
La diferencia entre la maldad y la estupidez es tan fina que, en muchas ocasiones, es dificil diferenciarlas entre sí ‑cosa que, por otra parte, en España se puede dar fe de una forma particularmente espectacular a día de hoy por causa de los políticos que están en el poder. La diferencia sustancial entre un acto malvado y un acto meramente estúpido es el nivel de consciente con el que este se ejecuta: el malvado sabe perfectamente que su acto perjudicará al próximo, el estúpido aun cree que lo ensalzará. Es por ello que no todo acto malvado, entendiendo malvado porque perjudica al prójimo, es siempre una demostración de toda ausencia ética del sujeto que comete esa falta; se puede actuar mal porque de hecho se deaea actuar mal, porque hay una intención de hacer daño al prójimo por algún motivo, o se puede actuar mal por inconsciencia (estupidez coyuntural) o por mera imbecilidad: hay tantas clases de actos malvados como formas de hacer las cosas en general. Es por ello que toda clasificación del mal, toda clasificación ética, estará incompleta en tanto no aborde su objeto de estudio como algo no-homogéneo.
En el caso de Frobisher Says! nos encontramos precisamente en un caso donde el abuso de poder parece oscilar siempre entre la maldad y la estupidez, entre el mandato que se hace por capricho y aquel que se hace por una absoluta idiocia del que manda. Esto es así en tanto el juego no deja de ser un Simon dice… caracterizado en la figura de Frobisher, un hombrecillo siniestro que nos va ordenando la práctica de acciones de una forma más o menos aleatoria con respecto de sus deseos. Para ello nos dará un tiempo límite para cumplir sus deseos ‑y, en muchos casos, para deshacer lo que ya hemos hecho- implicándonos en una serie de pruebas que siempre van oscilando entre lo grotesco y lo imbécil pasando por toda la gama de lo estúpido que podamos tener en mente.
Ahora bien, decir que Frobisher es malvado es ir más allá de las actitudes que este nos demuestra en el juego. Nos ponemos a sus órdenes porque de hecho nosotros deseamos hacerlo, no tenemos una imposición de poder con respecto de cumplir sus caprichos, y éste no nos hace sufrir con respecto de sus peticiones más allá de la imposibilidad de cumplirlas a tiempo; su actitud es la de un niño malcriado: desconoce el mal, pero actúa mal. En cualquier caso aquí podríamos hacer una asociación espuria entre ser imbécil y ser inocente, la cual resultaría en una interpretación completamente equivocada al respecto de las connotaciones particulares que tienen estas dos formas diferentes de abordar la malevolencia. El inocente desconoce que lo que hace está mal porque de hecho no conoce mal alguno, no concibe en el mundo que haya una separación moral de ninguna clase entre sus actos; el imbécil desconoce que lo que hace está mal porque de hecho cree que lo que hace o está bien o al menos no está mal en sí mismo, conoce la distinción moral pero la confunde en su quehacer. El inocente, el niño, no conoce la moral, el imbécil, Frobisher, la confunde.
¿Qué implica entonces la imbecilidad? Que todo lo que haremos se verá atravesado por la completa imbecilidad del que hace gala el que nos insta a cumplir sus órdenes. Cuando nos pida que retiremos el tapón de la bañera donde está sumergido y le veamos completamente vestido o cuando nos ordene llevarle un pudin en un tren eléctrico para estampárselo en la cara descubriremos que su modus vivendi no se sostiene en la maldad de sus actos, sino en lo imbécil de su premisa existencial. Frobisher nos ordena cosas con aleatoriedad, como si de hecho no le importara nada ‑lo cual es probable, sus órdenes se contradicen entre juego y juego muy a menudo‑, buscando aquello que desea sin encontrarlo jamás en tanto es demasiado imbécil para saber que es lo que quiere; el imbécil lo es tanto porque actúa mal sin saber que actúa mal como por no saber lo que quiere creyendo saberlo. Así actuamos como una fuerza cinética de la nada, como unos absurdos mayordomos que hacen acciones que sólo sirven para ser desechadas un instante después por la maldad cotidiana de un canijo incapaz de saber que es lo que quiere.
La posición del jugador, nuestra posición, no es mucho más cómoda. En tanto seguimos las órdenes de un imbécil nos estamos situando siempre en la posición de actuar como constante catalizador de la estupidez propia de alguien que no es capaz, ni será capaz jamás, de reconocerse dentro de esa estupidez. Es por ello que la actitud del jugador ante semejante despropósito, ante lo que algunos ya han denominado como el juego no-oficial de Muchachada Nui, sólo cabe ser el acto revolucionario, el negarse a seguir las órdenes de alguien que es tan imbécil que es incapaz de no contradecirse sistemáticamente, o seguir cumpliendo una orden tras otra entre risas para comprobar que nueva hilarante idiotez se le ha ocurrido a uno de los cerebros más hipertrofiados de la historia. No hay tercera opción. Cumplir sus órdenes obviando la estupidez es inviable, porque para ello tendría que ser menos obvia por sí misma; ante la ineptitud total de alguien que tiene poder como para mandar sobre nosotros, ya sea porque estamos en un videojuego o porque sea un superior nuestro, sólo podemos frustrarnos hasta estallar en un golpe anti-autoritario o reír de su propia estupidez para poder sobrellevar la ilógica sostenida en sus peticiones.
¿Existe alguna diferencia sustancial entre maldad y estupidez para el que la sufre? Sólo una: la estupidez al menos produce risa. Cuando los actos son malvados de por sí, cuando son coherentes dentro de una linea de pensamiento para llegar hasta una maximización de los beneficios propios (a costa de los demás) o de los perjuicios ajenos en sí mismos, sólo podemos intentar luchar contra la tiranía de los hombres malos. Cuando estos son simplemente idiotas, incapaces de hacer nada mejor de lo que sus cuatro ideas contradictorias entre sí creen poder encajar, nos queda la posibilidad de poder reírnos de forma constante de las estupideces que nos arrojarán de forma constante como métodos para hacernos cada día la vida un poquito peor. O, en palabras del gran Miguel Gila, me habéis matado un hijo pero, ¿y lo que nos hemos reído?