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The Sky Was Pink

Memorias de un mundo nunca olvidado. Un análisis del poema «Un país» de Zbigniew Herbert

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En la mis­ma es­qui­na de es­te vie­jo ma­pa hay un país que añoro. 

Un hom­bre no per­te­ne­ce al lu­gar don­de na­ció, sino al mun­do en el cual ha si­do con­for­ma­do; don­de se na­ce es una pu­ra con­tin­gen­cia que na­da de­ter­mi­na, pe­ro la cul­tu­ra y el len­gua­je en el que uno ha cre­ci­do se en­cuen­tra el ho­ri­zon­te de sen­ti­do a tra­vés del cual se es­ta­ble­ce el jue­go de po­der en la gue­rra con uno mis­mo. En ese sen­ti­do se de­be en­ten­der que el pa­trio­tis­mo de Zbigniew Herbert no na­ce de un ab­sur­do sen­ti­mien­to de per­te­nen­cia a un to­do ma­yor por en­ci­ma de los hom­bres, sino que su cul­tu­ra se cir­cuns­cri­be den­tro de la ló­gi­ca de una Polonia que le vio na­cer y adop­tó aun cuan­do su cul­tu­ra era, siem­pre en teo­ría, la in­gle­sa; era pa­trio­ta por­que Polonia era par­te esen­cial de sí mis­mo en tan­to apren­dió a leer el mun­do a tra­vés de és­ta, no por­que na­cie­ra en ella: ne­ce­si­ta de esa pa­tria arre­ba­ta­da (hay un país que año­ro) por su con­di­ción de ser el lu­gar más ín­ti­mo que co­no­ce pa­ra sí (la mis­ma es­qui­na de es­te vie­jo ma­pa, o la me­mo­ria de su pro­pia existencia).

Es la pa­tria de las man­za­nas, las co­li­nas, los ríos pe­re­zo­sos, del vino agrio y el amor.

Los mo­ti­vos me­mo­rís­ti­cos de esa pa­tria es­tán cir­cuns­cri­tos den­tro de un ima­gi­na­rio co­mún al de la in­fan­cia, bien sea por el de una vi­da en la na­tu­ra­le­za (las man­za­nas, las co­li­nas, los ríos pe­re­zo­sos) o por una se­rie de con­di­cio­nes exis­ten­cia­les que acom­pa­ñan un cier­to sen­ti­do de vi­da adul­ta, de apren­di­za­je de trán­si­to en­tre la in­fan­cia y la ma­du­rez (el vino agrio y el amor); esa pa­tria es aque­lla don­de el poe­ta ha cre­ci­do, don­de se ha for­ma­do co­mo lo que aho­ra es y don­de re­mi­te ese pe­da­zo de me­mo­ria que con­si­de­ra co­mo ex­clu­si­va­men­te su­yo. No hay nin­gún ne­xo en­tre las co­sas pa­ra que sean pa­tria de to­das ellas, sal­vo el he­cho de que en su con­cien­cia es­tas se cir­cuns­cri­ben co­mo un to­do co­mún que le vie­ne da­do des­de su pro­pia exis­ten­cia, de que to­dos sus re­cuer­dos de in­fan­cia le vie­nen da­dos de su re­la­ción con las man­za­nas, las co­li­nas, los ríos pe­re­zo­sos, el vino agrio y el amor. Todo cuan­to Herbert com­po­ne en es­te poe­ma es un can­to no tan­to a la pa­tria co­mo reali­dad ma­te­rial o de va­lo­res ab­so­lu­tos, sino la idea de pa­tria co­mo lu­gar pro­pio: el país al que can­ta Herbert es el de su ex­pe­rien­cia in­te­rior, el de su vi­ven­cia per­so­nal; el mun­do que dio sen­ti­do su mo­do de en­ten­der la existencia.

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