Cajas respirando en la cajeidad de las cajas

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El hom­bre ca­ja, de Kōbō Abe

¿Qué es un hom­bre ca­ja? Esta pre­gun­ta que pa­re­ce ob­via por sus con­no­ta­cio­nes —un hom­bre ca­ja ha de ser aquel que su­ma la ca­ja co­mo una se­gun­da piel, aquel en el cual lo hom­bre es in­di­so­lu­ble de lo ca­ja—, se pue­de sin em­bar­go des­com­po­ner a tra­vés de un es­tu­dio eti­mo­ló­gi­co. El hom­bre es el ho­mo la­tino, el hom­bre co­mo ser hu­mano, pe­ro tam­bién en es­te ám­bi­to es el ca­dá­ver: el hom­bre es tan­to un ser hu­mano co­mo un ca­dá­ver; a su vez ho­mo vie­ne del in­do­euro­peo *dʰǵʰm̥mō que sig­ni­fi­ca te­rreno: el hom­bre es aque­llo que per­te­ne­ce a la tie­rra, que apa­re­ce de ella. La eti­mo­lo­gía de ca­ja no tie­ne tan­tos plie­gues vi­nien­do es­ta de cap­sa (re­ci­bir, re­te­ner) que pre­ce­de a su vez de ca­pe­re, que sig­ni­fi­ca aga­rrar. Como es­te bre­ve aná­li­sis nos per­mi­te ha­cer una se­rie de in­ter­pre­ta­cio­nes múl­ti­ples al res­pec­to de que es, eti­mo­ló­gi­ca­men­te ha­blan­do, un hom­bre ca­ja, lo más sen­sa­to es asu­mir que to­da com­bi­na­ción en­tre és­tas pue­de cla­ri­fi­car al­gu­na cier­ta ver­dad del tex­to de Kōbō Abe y, por ello, se ha­ce ne­ce­sa­rio te­ner­las to­das en consideración.

El hom­bre (co­mo ser) aprehen­di­do. En es­te sig­ni­fi­ca­do el hom­bre ca­ja del re­la­to se­ría aquel que se per­ci­be a tra­vés de su es­cri­tu­ra bio­grá­fi­ca, la plas­ma­ción de aque­llo que es en sí mis­mo; la es­cri­tu­ra re­ve­la la ver­dad del ser, pro­du­cien­do así que se aprehen­da aque­llo que le ha­ce ser hom­bre. Aquí la ca­ja en­ton­ces no se­ría li­te­ral­men­te la ca­ja, sino el dia­rio a tra­vés del cual el hom­bre ca­ja vi­ve la ca­ja. En es­te sen­ti­do el li­bro en sí y el jue­go meta-literario que ejer­ce de for­ma in­clu­si­va con la na­rra­ción se­ría el au­tén­ti­co hom­bre ca­ja, pro­vo­can­do así que la his­to­ria en sí sea a lo que alu­de el tí­tu­lo de la obra; que ha­ya uno o va­rios hom­bres que lle­ven ca­jas en la ca­be­za den­tro de la na­rra­ción se­ría un acon­te­ci­mien­to con­tin­gen­te, pues el hom­bre ca­ja en­ton­ces se­ría una me­tá­fo­ra pa­ra en­ten­der el he­cho mis­mo de es­cri­bir: la re­la­ción del hom­bre con la ca­ja es la re­la­ción del hom­bre con su pro­pia es­cri­tu­ra. El hom­bre ca­ja se­ría en­ton­ces una re­fle­xión so­bre la si­tua­ción de la li­te­ra­tu­ra, a la par que del ser hu­mano, pues en­ton­ces to­do con­di­ción de ser hom­bre es­ta­ría ne­ce­sa­ria­men­te me­dia­da por la con­di­ción de ser es­cri­to —lle­gan­do, a su vez, a una con­clu­sión cer­ca­na a David Foster Wallace.

El ca­dá­ver aprehen­di­do. Si el hom­bre ca­ja es lo que es­con­de aque­llo que es­tá muer­to, en­ton­ces nos que­da cla­ro que hom­bre ca­ja es to­do aquel que es­tá más allá de la vi­da: el hom­bre ca­ja, el fal­so hom­bre ca­ja, el mé­di­co, la en­fer­me­ra; to­dos los per­so­na­jes es­tán muer­tos en tan­to son in­ca­pa­ces de asu­mir sus po­si­cio­nes de for­ma cohe­ren­te, só­lo de­ján­do­se arras­trar por sus pro­pios vi­cios ad­qui­ri­dos. Están en un pro­ce­so de de­seo es­tan­ca­do, de muer­te en vi­da, son ca­dá­ve­res aprehen­di­dos por sus de­seos. Están va­cia­dos de to­da po­si­bi­li­dad, en­ce­rra­dos en un círcu­lo vi­cio­so don­de su des­truc­ción es la úni­ca sa­li­da del la­be­rin­to que su­po­ne la ca­ja —sien­do aquí la ca­ja la me­tá­fo­ra de ser aprehen­di­do por el de­seo.

Lo te­rreno aprehen­di­do. Partiendo de que el hom­bre ca­ja sea aque­llo que se cap­tu­ra en lo te­rreno, que se ex­trae de la tie­rra, en­ton­ces el hom­bre ca­ja se­ría el li­bro en sí co­mo ar­te­fac­to —que no co­mo ob­je­to — : El hom­bre ca­ja es el hom­bre ca­ja. Esto se ex­pli­ca por­que de la tie­rra se co­ge aque­llo a lo cual se da for­ma, lo que se mol­dea, por lo cual el hom­bre ca­ja se­ría el po­si­cio­nar El hom­bre ca­ja so­bre el mun­do pa­ra que así ejer­za un po­der efec­ti­vo so­bre los hom­bres que se acer­quen a él. Más allá del li­bro ha­bría una tie­rra que es­tá es­pe­ran­do ser mo­de­la­da a tra­vés del dis­cur­so del au­tor que, al si­tuar la obra de ar­te, El hom­bre ca­ja, re­de­fi­ne el es­pa­cio na­tu­ral pa­ra con­ver­tir­lo en mun­dano; el hom­bre ca­ja es aquel que ex­trae de lo na­tu­ral al­go que, al ser re­si­tua­do en la tie­rra, trans­for­ma és­ta en mun­do. La ca­ja no se­ría en­ton­ces más que la po­si­bi­li­dad de cons­truir al­go que sea pu­ra y ex­clu­si­va­men­te hu­mano, al­go que cons­ti­tu­ya un mun­do pro­pio o compartido. 

Ahora bien, to­do es­te ejer­ci­cio es tram­po­so: Kōbō Abe es ja­po­nés y no ha po­di­do pen­sar las ca­te­go­rías de las pa­la­bras en el sen­ti­do que he­mos uti­li­za­do aquí, aun cuan­do las lec­tu­ras que ha­ya­mos he­cho a par­tir de és­tas sea cohe­ren­te. Si co­mo el mis­mo afir­ma ver­da­des pue­de ha­ber tan­tas co­mo hue­llas que nos orien­tan en­ton­ces de­be­mos afir­mar que to­do lo an­te­rior es ver­dad, en tan­to son hue­llas que nos han orien­ta­do. Pero in­clu­so así, ha­bien­do des­nu­da­do la teo­ría has­ta de­jar­la des­nu­da, no es­tá real­men­te des­nu­da: las hue­llas que nos orien­tan son aque­llas que he­mos he­cho den­tro de nues­tra ca­ja. Porque ca­da hom­bre se po­ne dis­tin­tos ti­pos de ca­ja en la cabeza.

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