cali≠garixPaul Banks. Dos desviaciones carnavalescas en el presente

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Los ja­po­ne­ses y el ero­tis­mo en sus for­mas más ex­tre­mas son to­do uno, qui­zás tam­bién por sus in­ter­cam­bios cul­tu­ra­les fre­cuen­tes con los fran­ce­ses, los ben­di­tos per­ver­ti­dos de Europa. ¿Qué po­de­mos es­pe­rar en­ton­ces de un gru­po que afir­ma ha­cer ero-guro kei y, ade­más, se ha­cen lla­mar cali≠gari? Nada me­nos que una fies­ta de co­lor, vís­ce­ras y ce­le­bra­ción de la di­fe­ren­cia ab­sur­da de una se­xua­li­dad am­bi­gua, de­sas­tra­da y co­lin­dan­te con el más pu­ro ab­sur­do. Una ce­le­bra­ción car­na­va­les­ca adap­ta­da al te­rror, asu­mien­do unas for­mas san­gui­no­lien­tas sin per­der el fer­vor se­xual de és­te por el ca­mino, es lo que nos pro­po­nen de una for­ma que va ale­tean­do en­tre el post-punk y el rock al­ter­na­ti­vo pa­ra con­for­mar un to­do ex­tra­ño, di­ver­ti­do, epa­tan­te. Como una fies­ta dio­ni­sia­ca en la cual to­do el mun­do es­tá in­vi­ta­do y la úni­ca con­di­ción pa­ra per­ma­ne­cer en ella es no ha­cer na­da pa­ra es­tar in­vi­ta­do, pe­ro ha­cer to­do por ser echa­do de for­ma cons­tan­te de la fies­ta. Ofrecerse y re­crear­se, con nues­tros más pro­fun­dos te­mo­res en­car­na­dos en nues­tra pre­sen­cia a tra­vés de más­ca­ras que ha­ce­mos nues­tros rostros.

¿Cómo no sen­tir­lo co­mo un bai­le de más­ca­ras, co­mo un lu­gar don­de uno ocul­ta su ros­tro pa­ra ha­cer, co­mo ocu­rría en los car­na­va­les ve­ne­cia­nos, aque­llo que no se ha­ce (ni se po­día pen­sar si­quie­ra en ha­cer) cuan­do no lo era? La au­tén­ti­ca la­bor del car­na­val se en­cuen­tra en la de­ca­den­cia que se da a tra­vés de la in­vi­si­bi­li­dad, mos­trar­se des­nu­do por el ros­tro des­en­ca­ja­do por el ho­rror per­so­ni­fi­ca­do en una más­ca­ra bur­lo­na de aque­llo que ocul­ta­mos en nues­tro in­te­rior. Lo que so­mos o lo que que­rría­mos ser, lo que po­dría­mos ser o lo que fui­mos: tan­to da. La fies­ta au­tén­ti­ca no se da con la ca­ra al vien­to —o co­mo en el ca­so de cali≠gari, sin el ma­qui­lla­je pues­to— co­mo si fue­ra po­si­ble arran­car­se la piel pa­ra mos­trar aque­llo que nos es más pro­fun­do sin mo­rir por el pu­dor en el pro­ce­so. Como si ha­cer­lo no fue­ra la úni­ca in­vi­ta­ción po­si­ble pa­ra aban­do­nar la fies­ta. Por eso es im­por­tan­te sa­ber ele­gir bien la más­ca­ra, ya que és­ta de­fi­ne nues­tro jue­go. Incluso cuan­do és­te jue­go se de­fi­ne ex­clu­si­va­men­te por el ho­rror es­con­di­do en el in­fi­ni­to es­pa­cio in­te­rior de los ríos os­cu­ros del corazón.

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El tra­ba­jo de Paul Banks ba­jo su pseu­dó­ni­mo, Julian Plenti, es só­li­do co­mo só­lo pue­de ser­lo un tra­ba­jo de un nar­ci­sis­mo tan pu­ro y bien pu­li­do que se ha­ce a la me­di­da de un «Yo» que sa­be per­fec­ta­men­te qué es: el me­jor de su cas­ta. Es por ello que es­te Julian Plenti Is… Skyscraper se ale­ja lo más po­si­ble de Interpol pa­ra de­fi­nir­se co­mo una se­rie de on­ce ejer­ci­cios de can­cio­nes que son más ejer­ci­cios de es­ti­lo más o me­nos va­cío a tra­vés de los cua­les Banks pue­da lu­cir sus ca­pa­ci­da­des vo­ca­les. Mostrarse sin más­ca­ra. Porque la par­ti­cu­la­ri­dad de es­te tra­ba­jo es que no se ve me­dia­do a los con­di­cio­na­mien­tos da­dos por las ex­pec­ta­ti­vas de unos hi­po­té­ti­cos fans, sino que pue­de ha­cer lo que le plaz­ca; al ca­re­cer de cual­quier con­di­cio­na­mien­to úl­ti­mo, al aban­do­nar la más­ca­ra (Interpol) pa­ra sa­lir a pe­cho des­cu­bier­to (Paul Banks), con­si­gue fir­mar un dis­co tan irre­gu­lar co­mo pue­den ser­lo un hi­lo de pen­sa­mien­tos que só­lo co­bra sen­ti­do pa­ra uno mis­mo: su con­cep­to es la re­crea­ción de su per­so­na a tra­vés de una se­gun­da más­ca­ra, a tra­vés de ser la más­ca­ra de una más­ca­ra: no es Paul Banks, es Julian Plenti sien­do Skyscraper.

La úni­ca ma­ne­ra de re­be­lar su au­ten­ti­ci­dad es pres­cin­dir de su «Yo=Paul Banks» pa­ra en­trar en una pres­ti­di­gi­ta­ción de más­ca­ras que vis­ten más­ca­ras que des­ve­lan su au­tén­ti­ca iden­ti­dad. Es Paul Banks no por­que use su nom­bre, sino por­que se re­ve­la co­mo tal a tra­vés del jue­go. Por eso el sen­ti­do fes­ti­vo, par­ti­cu­lar­men­te car­na­va­les­co, del cual do­ta ca­da una de sus com­po­si­cio­nes, o in­clu­so su por­ta­da —don­de lo en­con­tra­mos de fies­ta so­lo, co­mo re­mar­can­do co­mo su iden­ti­dad se des­nu­da en tan­to pe­ne­tran­do en un es­pa­cio ín­ti­mo, re­fuer­za la idea de ex­plo­ra­ción de un es­pa­cio in­te­rior que ex­trae al mun­do a tra­vés de la su­plan­ta­ción de su pro­pio «Yo». Sólo pue­do mi­rar­se a los ojos sus­tra­yén­do­se a su iden­ti­dad. Su via­je ha­cia el es­pa­cio in­te­rior no sir­ve pa­ra traer fue­ra al­gu­na cla­se de ver­dad, sino pa­ra sa­car el pro­pio es­pa­cio in­te­rior a la luz co­mo al­go fru­to de al­gu­na in­ter­pre­ta­ción po­si­ble: no es que la más­ca­ra re­ve­le la ver­dad o la más­ca­ra sea aque­llo que en reali­dad es, mas al con­tra­rio la más­ca­ra es la iden­ti­dad a tra­vés de la cual pue­de ob­ser­var­se y mos­trar­se co­mo un «Yo» cohe­ren­te con­si­go mis­mo. Como si eso fue­ra po­co, o lo car­na­va­les­co no fue­ra lo más pró­xi­mo al «Yo».

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