I. La Jetée
Cuando hablamos del tiempo solemos pensar en él como una regularidad singular que debe acontecer con necesidad como una asistencia constante de diferentes eventos que son así pero, además, no pueden ser de otro modo: nuestra idea del tiempo es un absoluto, pues no concebimos otra forma para sí que la de Tiempo. A partir de esta particular visión de uno de los ejes esenciales de nuestra existencia, el tiempo en el cual devenimos, podríamos llegar hasta una serie de conclusiones erróneas a partir de las cuales comenzar la consideración falsa de que el hombre está necesariamente atado a un orden perfecto del mundo; si sólo existe Tiempo, si hay un espíritu absoluto velando por lo real en sí, entonces el universo carece de cualquier clase mínima de fundamento. Si todos estuviéramos unidos a un fatalismo absoluto, ¿el acontecer sería acaso algo más que una suma de pasajeros momentos hacia lo que debemos hacer, estando así obliterados de cualquier noción de ser?
El tiempo para nuestra fortuna nunca deviene en Tiempo porque, precisamente, esa proposición requeriría que hubiera una necesidad histórica absoluta de como debe acontecer toda forma existencial, cosa que no ha ocurrido jamás ‑y, de hecho, es imposible que ocurra por su indefectible absurdo. Si de hecho existiera un tiempo absoluto, uno inviolable y del cual no podemos escapar en tanto sentido último de lo universal, entonces el hombre no tendría elección vital ni tendría sentido que la configuración de la historia viniera determinado por un sentido humano; desde el momento que la historia depende del punto de vista asumido, de las fuentes que aceptamos y las que no, desde que no hay un motor último que certifique lo real pero sí un totum revolutum de contradicciones, entonces no existe el tiempo como una realidad en sí misma independiente de toda forma existencial. Es por ello que, a partir de éste sentido, el tiempo es, como mínimo, una fuerza correlacional que sólo se comprensible a partir de las disposiciones que hace de él la historiografía de cada una de las formas existenciales que se atienen dentro de su seno. Por ejemplo, Chris Marker puede definir lo real a través de la plasmación de un tiempo (y un espacio) falso, pero que sin embargo caracteriza una idea del amor, el cine y la memoria propia de un tiempo específico: el sentido se dota de forma ajena al tiempo, porque el tiempo sólo se puede construir como recuerdo (ya que le vemos las costuras) o como construcción caótica (el totum revolutum en el cual sumamos más imágenes para construir el tiempo en sí).
La Jetée se nos presenta a la luz de esto como una prefiguración existencial del acontecimiento, como la construcción nihilista del tiempo producido como una catarsis electiva. El protagonista elige el tiempo, elige los recuerdos y los explota como un tiempo sin espacio, como un devenir puro en el cual se es siempre deviniendo aun cuando nunca se está transportando, permitiendo que todo tránsito sea electivo en sí mismo. En cada ocasión que el protagonista se sumerge en el pasado o el futuro está, indefectiblemente, construyendo la posibilidad histórica a través de la cual construye la visión de un tiempo para sí mismo, de un tiempo efectivo sólo en tanto construcción interesada a partir de los fragmentos conocidos del tiempo en sí mismo. En tanto el tiempo se construye éste en su futuro es sólo una posibilidad, aquello que deja a nuestra imaginación como un imposible el que lo conjura, mientras el pasado es algo que ya ha acontecido necesariamente y por tanto eso ya fue así en sí en el pasado; la diferencia del tiempo es que el futuro siempre se construye como posibilidad y el pasado está ahí como reproducción a acontecer.
La construcción discursiva de Chris Marker siempre pasó por desafiar la noción misma del tiempo, de hacer de su cine una construcción post-temporal en la cual poder hurgar el sentido mismo de que supone hacer cine. Cuando Marker hacia una película, no sólo hacía una película, recreaba los mecanismos que construyen desde una fuente universal en sí de posible la realidad tangible del para sí de la facticidad; el gran triunfo de Marker no fue crear nuevas formas de ver el cine, fue el posibilitar ver el cine como de hecho vemos el mundo.
II. Her Ghost
Cuando Kode9 defiende en su tesis doctoral Sonic Warfare el hecho de que el sonido es una modulación de los afectos, no deja de plasmar la misma idea que defendimos al respecto del tiempo más que llevándola hasta el terreno del espacio. Una vez eliminada toda posibilidad de la existencia del tiempo, de un sentido profundo ulterior que siga de forma lineal hasta un absoluto de alguna clase, el espacio se ve huérfano de todo entendimiento y entonces, ¿qué nos queda? Nos queda un espacio sin tiempo, un espacio donde nos podemos dirigir en cualquier dirección sin encontrar nada más que un imperturbable modelar que se impone sobre la tierra, sobre el espacio en sí, sin mayor sentido que la decisión de los afectos de los hombres que han moldeado el tiempo; si el tiempo se rige por los afectos devenidos a partir de las diferentes formas existenciales, ¿por qué iba a ser el espacio autónomo de estas formas de producción de la existencia? El espacio es, en último término, el campo de batalla donde el tiempo construye sus edificaciones temporales o permanentes a partir de las cuales devenir a través del espacio en sí, a través de la reconstrucción del espacio como mímesis del tiempo (o la historia, si se prefiere) construido por el hombre.
Cuando Kode9 en conjunto con el colectivo MFO hace un homenaje a La Jetée en la forma de Her Ghost no asume una mímesis natural, no deciden hacer una imitación de sus códigos o maneras, sino que producen una construcción paralela dentro de los mismos parámetros lógicos que esta. Asumen el ritmo connatural de la obra de Marker, el estilo y manera con el cual se decide construir artísticamente cualquier forma, para así poder edificar un homenaje que va más allá del homenaje mismo; lo que hacen es una desterritorialización de la obra original para llevarla hasta nuevos territorios en un sentido teórico y formal literal: la intervención de la música, el discurso y el montage producido con las imágenes conduce hacia una construcción que es (esencialmente) igual al original pero (existencialmente) diferente; no hay simulacro en la construcción, sino una mímesis en la instrumentación a través de la cual se actualiza y amplifica el espectro influencial que se construye a través de la propia obra.
La forma hace devenir los afectos haciendo que el ritmo los configure y el tono los module; toda creación artística, y eso incluye la historia, pasa necesariamente por la construcción de un discurso a través del cual vamos modulando lentamente su ritmo y su tono hasta alcanzar el estilo perfecto en el cual conseguimos, consciente o inconsciente, hacer bailar a todos al son de los afectos que buscamos producir en los demás. En éste sentido podríamos decir que el hecho de que toda forma esencial del universo sea un caos esencial, que no haya un orden absoluto de ninguna clase, se sostiene bajo una perspectiva nihilista positiva en tanto esa destrucción primordial de todo sentido primero siempre deviene en la obtención de materias primas a través de la cual construir un sentido personal dentro del propio mundo. Lo que hacen tanto Kode9 con su música como Chris Marker con su cine no era sólo crear formas artísticas ‑pues el arte por el arte no existe ya que carece de sentido en tanto, en último término, toda construcción humana es un arte en sí mismo- sino que también incluye el producir una reflexión última sobre como pensar el mundo a través de esas construcciones. La diferencia sustancial es como construyen estos su discurso, como hacen magia sintetizando un componente coherente a partir de elementos sin relación lógica entre sí, es simplemente a los afectos que aluden cada uno: cada artista tiene su estilo y su método, pero todos comparten la construcción.
III. La noche
El universo es una masa informe de vibrante materia en descomposición, una imposible fluctuación de nada a la cual se va sumando de forma constante todo aquello que se va construyendo dentro de sí a partir de su maleabilidad absoluta. No existió en principio un Dios que construyera el sentido último del mundo, ni existe un finalismo a través del cual se de explicación de todo lo que ha acontecido: los hombres que arrastraban las terribles Ruedas de Fenrir, aquellos pesados armatostes construidos con todo aquello que se encontró por el camino hacia su construcción, lo sabían de una forma tan evidente como que de hecho tenían manos. Manos fuertes, terror de sus enemigos más abyectos, que en sus mejores ocasiones podían tanto crear el dolor más insoportable como el placer más profundo de un abismo de nada absoluta. Esa construcción siempre partía de ese vacío, del caos primigenio donde no había nada y a través del cual ellos iban construyendo pedazos de nada con los cuales ir lentamente llenando el universo de sentido. Cada día sólo un pedazo más de sentido.
Para su fortuna estos hombres brutales no estaban solos en el mundo, sino que estaban rodeados de cosas. Todos los hombres que vinieron antes de ellos, y los que vinieron antes de aquellos, habían dejado una infinidad de cosas que podía servirles para seguir llenando cada vez un poco más de cosas el mundo: herramientas (diferentes lenguajes, medios y afectos), materia prima (sentimientos, ideas y argumentos) además de cosas ya terminadas que podían descomponer para aprovechar como materias primas o descubrir como mejorarlas; estaban a hombros de gigantes. Y sin embargo sabían como habían construidos esto todos ellos. Lentamente habían recopilado materias primas, como ellos las iban construyendo según las herramientas y las cosas iban problematizando el mundo al llenarlo de nuevos conflictos que necesitaban de ser comprendidos a través de la introducción metódica de una nueva materia prima. El ritmo se iba modulando sólo según las propias necesidades que se iban erigiendo en el mundo a través de aquellos que podían ver de forma más clara que es lo que necesitaba el mundo en cada uno de sus cambios; el devenir siempre se les mostró oscuro e imposible, mientras el pasado estaba claro y brillante, pero sin embargo los únicos hombres que pasaban a ser pasado fueron aquellos que abrazaron con fervor sumergirse en la profundidad abisal de la noche de su futurabilidad. Esos, hijo mío, son los que llamamos artistas, hijos de la noche, nietos del caos; bardos de la vida que jamás terminarán de ver concluido su labor esencial de dotar de sentido al mundo.