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Álvaro Arbonés
Salió de casa intentando no hacer ruido, ignorando el viento gélido, la piedra congelada bajo sus pies. En el exterior olía diferente. Era un olor agradable. Era frío y extraño y, ¿se atrevería a pensarlo?, acogedor y casi familiar, pero no tenía tiempo para recrearse, pensó, mientras estaba allí, cerrando con cuidado la puerta para que nadie notara que había salido en mitad de la noche contraviniendo todas las normas que le habían impuesto desde niña.
La luna brillaba al otro lado de la casa reflejándose en el lago como un misterio atávico que no hubiera conocido la mirada del ser humano.
Vestido naranja. Delantal blanco. Zapatillas raídas. En la placa a la altura de su pecho, donde había una pequeña luna serigrafiada, podría poner su nombre o cualquier otra cosa, porque no importaría en lo más mínimo. Nadie se fijaría. Llamarla «nena» o «chica» o «tú» era suficiente. Y ella estaba cansada. No iba a dedicarse a hacer pedagogía con cada persona que consideraba tratarla como un mueble en los para nada inusuales turnos de doce horas que le tocaba hacer cada vez que se acercaba el momento de pagar el alquiler.
En la televisión hay un documental sobre un aterrador caso de maltrato infantil. En la barra hay lo que podrían ser los protagonistas menos favorecidos de ese mismo maltrato.
Con la mirada perdida, viendo el infinito en una mancha de café, un cliente no para de gritar porque considera que su trato ha sido inadecuado. Que el café estaba muy caliente, que no le han avisado de ello, que el sandwich que le han hecho tenía una uña postiza dentro. Ella no lleva uñas postizas. ¿Importa? No. El cliente siempre tiene la razón. Incluso si se arroja por encima un café barato, más agua que café, a causa de encontrarse una uña dentro de su sandwich, probablemente suya, dada su psoriasis. «No le mires a las manos», tenía que repetirse para sí misma, mientras vestía una perfecta sonrisa profesional.
Sonríe, pero está en silencio. De vez en cuando dice algo como «espero que sepa disculparnos» o «lo sentimos mucho», pero el cliente no entiende la política de empresa: hablar en primera persona del plural, como si los empleados fueran una entidad corporativa propiedad de la empresa. El cliente siempre tiene la razón. Ella debe disculparse por sus disculpas.
Y mientras lo hace, ella sólo piensa en las manos, en la psoriasis, en cómo hasta la adolescencia siempre tenía las manos despellejadas, débiles, raquíticas. No es tan distinta al señor cliente siempre tiene la razón espero que sepa disculparnos lo siento mucho.
Piensa en que hace más de ocho horas que no puede lavarse las manos.
«En mis treinta años en la judicatura nunca he visto nada igual. Lo suyo va más allá de lo irresponsable. A causa de ustedes hemos tenido que revisar las leyes contra el esclavismo, contra el maltrato y la tortura. Todas ellas se quedan cortas para describir lo que han hecho. Mi sentencia sentará precedente, haciendo jurisprudencia, cosa que, debo decir, desearía que no fuera necesario. No porque no quiera comprometerme con la verdad y la justicia, sino porque no quiero considerar que cualquier otro juez, cualquier otro jurado, tenga que ver, oír o siquiera saber de unos padres como ustedes. Pero aquí estamos. Ante todo el terror y la rabia del mundo».
El televisor emitía una luz pálida, teñida de azul, que le hacía mantenerse en un estado inconsistente. Dormía, pero no dormía. Su sueño era tan ligero que incluso era consciente de estar durmiendo; el tiempo se sucedía lento, natural, en aquella parálisis desagradable y fría como unos grilletes que constriñen, pero nunca evitan todo movimiento.
Pudo notar el calor de su cuerpo, el aliento en su nuca, las manos subiendo lentamente por sus piernas. Intentó moverse, separarse un poco, pero cuanto más lo hacía más la apretaba contra su cuerpo. Ella sólo se estuvo quieta. Estaba cansada, demasiado esfuerzo, poco descanso, y en aquel estado, ni despierta ni dormida, en algún lugar del mundo de los sueños, era más fácil dejarle hacer y fingir que consentía por pura omisión. Ya estaba acostumbrada. Qué más da. Sólo tenía que dejarse bañar los párpados por aquella pálida luz teñida de azul.
Al cerrar la puerta un crujido que no había oído nunca resonó como un fantasmagórico perro guardián dispuesto a revelar su traición. A pesar del frío exterior, empezó a sudar a mares.
Quieta, sin respirar, intentando hacerse uno con el entorno, dejó que todos los sonidos la atravesaran sin discriminar entre ellos. Pero más allá del crepitar de la nieve bajo sus pies y el arrítmico arrullar del lago cercano, ¿o acaso era su inestable corazón?, no oyó nada. Sólo sus pasos caminando de piedra en piedra hasta que se acabaron y sus pies se perdieron en varios centímetros de nieve cubriéndolos descalzos.
Plof.
Era la primera vez que experimentaba la sensación de estar recubierta de algo blando, maleable y frío.
Nada más sentarse en el sofá empezaron a sonar las voces en su cabeza. «Se simpática, sonríe, no sonrías tanto». En la televisión parecían obsesionados en que todo saliera bien. «Intenta parecer más frágil, menos independiente». Aquella presentadora insistía en volver siempre al mismo tema, incluso si ella intentaba hablar de lo que estaba haciendo, de cómo había descubierto en la escritura algo capaz de liberarla. «Deja de hacerte publicidad, contesta a la presentadora». Pero siempre era igual: su vida privada, su vida anterior, el escándalo. «Cíñete al guión, la cámara te quiere, pero te quiere menos cuando no dices lo que debes». Ella no cedía. «¿Es que no entiendes que es lo mejor para ti?». Y mientras se levantaba y dejaba caer los cascos, mientras las cámaras no dejaban de grabar, aquellas palabras.
«Por supuesto que tu vida nos pertenece: nosotros te sacamos de allí».
Vagaba sin rumbo por la calle. Sólo quería sentir la ciudad. Que había alguien más en el mundo aparte de ella.
No se lo permitieron.
Al poco de ir paseando, se encontró con una librería donde estaba su rostro y el de sus doce hermanos, todos juntos, en una foto antigua. Sus padres, con el rostro tachado. Debajo, pilas de libros. A montones. Decenas. No: tal vez hubiera unos cuantos cientos. Su primer impulso fue romper el escaparate, después marcharse airada, pero al final pudo la curiosidad y la culpa. Entró a la librería y ojeó uno de los libros, el que habían recortado de la foto su imagen para la portada y, tras leer unas páginas aleatorias, todas diferentes, no menos de seis o siete, se le cayó de las manos.
Era su diario. Nadie le había pedido permiso, nadie le había dicho nada, pero habían publicado su diario. «Es de interés público, supongo» —dijo el encargado de la librería, tras insistir más de diez minutos que porqué. Sólo eso. ¿Por qué? y la ausencia de una respuesta clara.
«¿Por qué no puedo lavarme las manos? El otro día fui al baño, a escondidas, me lavé las manos, froté por encima de las muñecas, también, pero me gritaron. Me dijeron que era sucia. Que soy una ingrata, que no hago caso a nadie, que siempre se están quejando de mí. Sólo tengo ganas de llorar. No puedo dormir y tengo ganas de llorar».
A las orillas del lago siente el frío irradiador del agua atravesando todo su cuerpo. En realidad sólo son sus pies, pero eso es más que suficiente. De los pies llega al resto de su cuerpo. De los pies puede sentir cómo sería estar sumergida hasta la rodilla, hasta la cintura, hasta el cuello. Como sería sumergir las manos en el agua. Todo eso lo infiere por la sensación limitada, pero suficiente, de los pies dentro del lago.
Alrededor, cerca, no tan cerca, la gente hace una barbacoa. Algunos niños juegan. Alguien está viendo un programa de televisión en su teléfono. Qué tiempos. Hace no tanto ni siquiera sabía que era un teléfono, salvo porque los había visto en la televisión. Ahora los teléfonos eran televisiones.
Ahora la nieve era agua.
«Diez años después la casa sigue siendo un lugar de pesadilla. Aislada en medio de la montaña, coronada por un lago idílico, nadie diría viendo esta bella estampa que el lugar que estamos visitando fueron el escenario de los horrores a los que sometieron a sus trece hijos esta pareja de jóvenes universitarios, en apariencia, tan normales. Ni diez inviernos de nieve han borrado las manchas de sangre del baño, ahora con el techo descubierto, ni han aflojado las cadenas de la habitación donde se apilaban, tanto tiempo atrás, trece colchones en una habitación donde ni los menos exigentes con su espacio vital dirían que caben siquiera tres».
Mientras bajaba exhausta con la nieve cubriéndole por la rodilla, no pensaba en nada. Sólo en lo bonita que parecía la luna perdiéndose al fondo del lago. Le hubiera encantado poder quedarse allí, con el frío, con el lago, con la luna, pero tenía que hacerlo por sus hermanos. Tenía que escapar. Tenía que conseguir ayuda.
Sabía que las familias normales no tienen cadenas en casa.
Al final la nieve se deshizo y notó cómo se clavaban en sus pies pequeños guijarros. Eran menos que eso. Era una masa compacta, negra, que se le clavaba sin desprenderse del suelo. Muy desagradable. Muy extraño.
Sólo le sacó de su ensimismamiento unas luces cegándola. Más brillantes que la luna. ¿Acaso eso era el sol? Si era sol, los hombres que aparecieron de detrás de él, cubriéndolo, debían de ser los hombres de detrás del sol. ¿Serían buenas personas? Supuso que podrían acompañarla de vuelta a casa. Que aquella luz la había bendecido y, por primera vez en diecisiete años, podía considerarse viva.
Que los hombres de detrás del sol la habían dado a luz. Que los hombres de detrás del sol le permitirían ver la luna sin tener que sentir miedo.
Diez años. Sus hermanos más pequeños hacen una barbacoa, sus hermanos mayores están incómodos. No están todos. En las instituciones han encontrado un hogar unos cuantos de ellos. No sabía si se alegraba de eso, de verles a través de cristales, barrotes o no verles en absoluto. ¿Había alguna diferencia? Quizás era igual dentro o fuera, en la familia o en la sociedad.
Quizás.
Dejó el libro a un lado y empezó a andar. Primero llegó el agua hasta los tobillos, pronto hasta las caderas, finalmente hasta el cuello. Mantuvo las manos en alto. No dejó que se mojaran. Se lavaban las manos siempre por debajo de la muñeca, todo lo demás estaba prohibido. Y mientras oía cómo le gritaban desde la orilla palabras que no llegaban hasta ella, dejó caer las manos y se las frotó.
Con rabia. Con frustración. Dejó que las lágrimas se perdieran en el lago, después sólo las dejó allí. Las manos, las lágrimas, ambas debajo del agua, un poco la misma cosa. Si es que eso era posible.
Entonces se giró y les dijo a los demás.
«¡Venid a lavaros las manos antes de empezar a comer! Y por una vez, ¡os podéis lavar por encima de las muñecas!».
En realidad, eso es lo único que siempre había querido oír.