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Álvaro Arbonés
Desde la muerte de su maestro Shinji se congratulaba de vagar por las montañas rocosas circundaban el templo. Aquello era para lo único que tenía fuerzas. Desde que se levantaba hasta que se acostaba, debilitado para hacer sus labores, evitando pisar la cocina o rezar sus oraciones o arar el campo que con tanto cariño le había enseñado a cuidar su maestro, no comiendo más que lo imprescindible para no desfallecer hasta acabar el día, se dejaba perder por las montañas y dejaba que le envolviera esa debilidad de espíritu que le impedía hacer nada salvo observar las rocas yacer.
Aquel comportamiento no era bien recibido en el templo. Los jóvenes cuchicheaban y los viejos le reprendían, pero eso no sería para que él dejara de escaparse. El monte era su hogar. Ya no concebía seguir su vida en el templo sin aquella fuerza moral que con tanta benevolencia le había guiado hasta el momento.
Cierto día, mientras yacía en una explanada rocosa por donde no solía aparecer nada que estuviera vivo, ocurrió algo inusual. Había algo. Algo que no debería estar ahí. Observándole. Pero sin inquietud ni prisa, con los ojos aún entrecerrados mientras se incorporaba para sentarse en la posición del loto, el monje se puso presentable ante su improbable invitado. Y cuando abrió los ojos para ver de quién había ido allí para molestarle, su sorpresa fue mayúscula.
Era un insolente lagarto, aparecido de la nada, tumbado sobre una piedra lisa, exhalando humo, que miraba con indiferencia al sudoroso monje que tenía enfrente.
Shinji se quedó extrañado. No hubiera sabido decir de dónde había salido. Ni siquiera si había estado ahí siempre. Esto último era muy probable, ya que los lagartos son especialistas en pasar desapercibido: estaban ahí y no eras capaz de verlos hasta que se movían. Algo a lo que contribuía que los ojos no estén hechos para el estatismo; un ojo es bueno percibiendo cosas en movimiento, pero no cosas inmóviles. Cosas muertas. Pues cuando las cosas permanecen inmutables e invariables dejamos de verlas, percibiendo nada más que el pálido reflejo de lo que son. Apenas sí colores o formas que damos por hecho pero que, cuando nos fijamos en ellos, resultan ser más complejos y sutiles de lo que siempre habíamos supuesto.
Pensar en todo eso hizo que a Shinji le doliera la cabeza. Aquel sol abotargaba sus sentidos no menos que el hambre que le asolaba a todas horas. Necesitaba pasarse gran parte del día tumbado para poder mantenerse consciente mucho tiempo y pensar de aquella manera no ayudaba en nada.
Por eso no es molestó en pensar de qué animal se trataba. Cuál era su especie, donde vivía o siquiera si constituía algún peligro para su integridad física.
«Un lagarto es un lagarto. Algo sin pensamiento» —pensó Shinji. Y en cierto sentido, eso es lo que les identificaba en aquel momento de silente compenetración. El monje sólo estaba allí, observando al lagarto, del mismo modo que el lagarto sólo estaba allí, observando al monje.
Shinji se sentía liberado. Saber que era como los animales, como la tierra, como todo aquello que está liberado de toda ansiedad o pensamiento, le demostraba que no había errado en su camino. Era evidente que la pérdida de su maestro le había enseñado algo importante. Sin su muerte, él seguiría en el templo, no en la montaña, entendiéndose con su entorno sin siquiera decir palabra.
Pero cuando dejó de congraciarse con su propia auto‐satisfacción, notó que el lagarto ya no estaba enfrente suyo.
Buscando de forma infructuosa, ya que el lugar era un pedregal del cual le había llevado más de media hora dejar un espacio lo suficientemente liso como para poder tumbarse, pronto se dio por derrotado. Había desaparecido del mismo modo que había aparecido: sin hacer mención de su presencia.
Su maestro había muerto de forma repentina. Ni siquiera era tan mayor. No tanto como para que su muerte pudiera considerarse anunciada.
Era un hombre que apenas sí empezaba a peinar canas, pero cuya templanza y sabiduría daban a entender una vida que se extendía más allá del nacimiento de los más viejos. Algo que lo hacía tan venerable como cercano, pues era joven y viejo al mismo tiempo. Joven, porque abordaba todo con la curiosidad de un niño, no dejando que le dominara la sensación de que ya lo sabía todo; viejo, porque transmitía la paz de espíritu del que se sabe capaz de tomar decisiones, por oscuras que estas fueran.
Por eso era querido por igual entre los jóvenes y los viejos. Era templado y cálido; nunca se salía de la senda, pero nunca dudaba en romper con la tradición si era para bien de todos.
Eso lo sabía bien Shinji. Cuántas veces le había regañado por no despertarse a su hora para los rezos matutinos, cómo peleó para que los mayores le dejaran dormir hasta más tarde porque aún era demasiado joven como para aguantar todo el día durmiendo tan poco.
Así era su carácter. Flexible. Sutil. Como el agua que circula por el arrollo: envolviendo los obstáculos, arrastrando consigo lo que cae sobre su lecho.
Abrazando todo cuanto existe.
Eso explicaba porqué, a su muerte, los jóvenes iban llorando por las esquinas y los viejos se reunieron para beber recordando anécdotas de aquel santo en vida. Pero Shinji no los acompañó. Él, como no había hecho nunca, empezó a levantarse a su hora, oraba sin descanso, araba y recogía los vegetales hasta desfallecer y hacía la comida mientras sus piernas apenas sí eran capaces de sostenerle. Y repitió esa rutina todos los días, sintiendo a su maestro siempre sobre sus hombros, marcándole su camino.
Cuando se resignó a no encontrar al lagarto notó algo pesado sobre sus hombros. Algo que no era ni frío ni caliente. Sólo un peso muerto, cayendo directamente sobre sus hombros. Como el gentil abrazo de un fantasma.
Shinji no cabía en sí de la emoción. Era, no cabía duda, su maestro felicitándole por alcanzar la iluminación.
A fin de cuentas, ¿no había abandonado ya la vida monástica? Seguía viviendo con los monjes, pero tanto los viejos como los jóvenes le miraban con desprecio. Cuchicheaban a sus espaldas. Desde que un día desfalleció mientras preparaba la comida, debido a que no había dejado de trabajar en todo el día, lo regañaban todos los días. Y cada vez que le regañaban sentía menos deseos de volver a hacer nada por el templo. Pues poco tiempo después, cuando ya apenas sí fingía hacer sus deberes, llegó a la conclusión de que todos los jóvenes le envidiaban y todos los viejos le odiaban.
Mientras se congratulaba por no haber cedido ante el odio o la envidia, pudiendo volver a los brazos de su amado maestro, notó como algo si algo reptara por su cuello y subiera por su cara. Al principio no le dio importancia, pensando que sería un efecto secundario de la iluminación, pero cuando notó que algo se le clavaba en el ojo, dio tal brinco que estuvo apunto de alcanzar el cielo, sí, pero porque pudo haber atravesado la frágil celosía que lo mantenía desconectado del mundo.
Llevándose la mano a la cara, cogiendo a aquel extraño pasajero y poniéndoselo enfrente del rostro mientras bizqueaba mascullando maldiciones, comprobó que la imagen le era familiar. Era el lagarto desaparecido.
Ya habiéndose acostumbrado de nuevo al pensamiento, se preguntó de dónde salía un lagarto tan raro. No era común que los animales se subieran alegremente al rostro de las personas. Pero entonces recordó algo que le dijo su maestro. Cómo un día, mientras estaba en la cocina intentando enseñarle cómo cortar de forma adecuada los boniatos, un lagarto se coló por la ventana y, sin importarle lo que estaban haciendo, se puso en el camino del cuchillo.
Aunque Shinji fue rápidamente a espantar al lagarto, el maestro le pidió paciencia. Y cogiendo el boniato, agachándose hasta sentarse en el suelo, siguió cortando mientras dejaba yacer sobre la tabla de madera al lagarto
— ¿Por qué hace eso? —dijo Shinji alterado — . Es malo para su espalda sentarse así. A fin de cuentas, no es más que un lagarto. Si molesta, lo normal es quitarlo.
Entonces, el maestro sonrió.
— ¿De verdad crees que yo tengo el poder de ordenar a un lagarto?
— Por supuesto. Somos humanos, podemos con un lagarto.
— En eso te equivocas, Shinji. Yo no soy más que el lagarto. Puedo indicarle el camino, dejarle paso libre, pero su voluntad es libre. El lagarto hará lo que él desee. Antes que perturbar el orden natural de sus actos prefiero moverme yo y esperar a que se vaya.
— ¿Y no es más fácil cogerlo y dejarlo en la ventana? Es evidente que el animal se ha extraviado.
— Puedes intentarlo si te place, joven Shinji —dijo el maestro mientras no dejaba de cortar boniatos — . Pero que sepas que el lagarto es venenoso y te pasarás el resto del día delirando si se te ocurre tocarlo.
Entonces, entre las risas del maestro, dio un respingo y, antes de que pudiera decirle que era una broma, Shinji ya había salido corriendo por la puerta de la cocina.
Al recordar aquello miró al lagarto y, comprobando que no tenía nada que ver con el que vio en la cocina, lo dejó en el suelo. Después se levantó y, tambaleante, se dirigió de vuelta al templo.
A su vuelta, los viejos se rieron de él y los jóvenes le acompañaron. Todos coincidían en que era como un niño chico. Pero mientras entraba por la puerta, sentándose en el salón con sus compañeros para comer aquella insípida sopa con la que acompañaban el boniato, él no dejaba de llorar a moco tendido. Y mientras se comía aquel boniato, no dejó de pedirle perdón a su maestro por no haber entendido que todo en esta vida es como un lagarto poniéndose en el camino de un cuchillo.