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Álvaro Arbonés
María volvió del colegio exaltada. No lo demostraba de ningún modo consciente, pero en su casa habían tenido doce años para comprender cómo reaccionaba ante la emoción. Aquel brillo en los ojos, ese ligero respingo de la comisura de los labios, aquel movimiento de dedos como si estuviera tocando un piano invisible. Estaba impaciente.
No aguantaba más pensando en celebrar su cumpleaños.
Movida por la emoción, sin siquiera cambiarse el uniforme, se sentó a la mesa donde estaba reunida su familia. Sus abuelos, sus tíos, sus primos y, coronando el otro extremo de la mesa, su madre. Su padre sólo pudo estar, como siempre, en una foto enmarcada en el salón, abrazándolas como si todavía estuviera allí. Y si bien un accidente laboral se había llevado la posibilidad de que apareciera de la nada tras un viaje de tres mil kilómetros sólo para darle un abrazo, todos aceptaron como inevitable aquella ominosa ausencia.
La comida ocurrió sin sobresaltos. Con la calma propia de estas celebraciones. Y para cuando terminaron, cuando hubieron servido los cafés y sacaron la tarta del congelador, todos decidieron comenzar a darle sus relatos.
Sus abuelos la cogieron con movimientos bruscos, besándola, haciendo gestos exagerados, pero pasándole el dinero por debajo de la mesa, de mano a mano, como si estuvieran haciendo alguna clase de intercambio clandestino. Al mismo tiempo, sus tíos eligieron el camino diametralmente opuesto. Se levantaron, fueron ominosos y se encargaron de que todos vieran muy claramente cómo le daban un sobre con el dinero dentro, incluso sí, detrás de tantas palabras y tanta blancura, no la tocaron ni una sola vez mientras lo hacían. En tanto, su madre, había preparado algo diferente. No quería ser cómo ellos. Como toda la gente que no sólo estaba abonada a los clichés más lamentables, sino que además se jactaban de personificarlos, como si el único modo de vida posible fuera replicando los cuestionables usos de un manual de psicología para tontos.
— Por favor, prestadme atención un momento —dijo Lucía, madre de María — . Mi hija cumple hoy doce años, así que, por favor, ¡dadle todos un fuerte aplauso!
María se sonrojó. Aunque fueran su familia, los aplausos y los vítores eran inmerecidos. Y sólo tras unos segundos pidiéndoles que pararan, sonriente y dichosa, se dio cuenta de para qué había hecho su madre aquella especie de teatro. De repente, tenía un regalo justo enfrente de sus narices.
— Ábrelo, cariño —dijo su madre, desde su espalda, susurrándole al oído — . Espero que te guste.
Estaba perfectamente envuelto. Papel rosa. Lazo azul. Con estirar con suma delicadeza sólo una de las puntas, el lazo se deshizo como si estuviera hecho de aire y el papel se cayó por su propio peso, casi como una cascada de pulpa desmoronándose para insinuar las perfectas formas cúbicas que contenían.
Debajo no había más que un paquete de lo más ordinario. Y deslizando la tapa y adentrando sus finos brazos dentro, sacó de su interior el que era su regalo.
Un recipiente cilíndrico en el que había dentro una especie de paisaje natural.
La mesa permaneció en silencio. En el recipiente había un árbol de ramas muertas sobre un lecho de agua, con un par de pececillos nadando, pero entre medio, en vez de haber la natural superficie de agua, ese dúctil terreno donde acaba el agua y empieza el aire, había un montón de nubes. Nubes esponjosas, suaves y perfectamente blancas, tan fuera de lugar, que todos los allí presentes sintieron una ligera inquietud compartida.
Finalmente fue María la primera en atreverse a decir algo.
— Mama, ¿se puede saber qué es esto?
— Es un Proceso Asintomático de Ishida‐Österreich. Pero supongo que sería mejor darle otro nombre —dijo al ver cómo se recrudecía aún más el gesto de su hija — , así que llamémoslo lago de nubes.
— Bien. Entonces, ¿qué es un lago de nubes?
— Resumiendo pronto y mal, es un pequeño paisaje donde el horizonte espacial está conformado por cristales de hielo. Lo cual conforma nubes. De ese modo, quedan dos espacios claramente separados entre sí. En este caso, me ha parecido particularmente bonito, ya que las nubes generan una clara separación entre el agua y la superficie.
— Entonces es un objeto de decoración.
— En realidad no tenemos ni idea de lo qué es —dijo riéndose, rascándose la cabeza en un tic nervioso — . ¿Acaso no te gusta? Si no te gusta no pasa nada. Es sólo que, como tu padre siempre te regalaba esta clase de cosas…
— No no. Es perfecto, mamá. Gracias.
Según dijo eso, pidió permiso a su madre para levantarse e ir a su habitación para prepararse cara a la siguiente celebración. Algo que le concedió de buena gana. A fin de cuentas, iban a ir todos sus compañeros de clase a celebrar la fiesta, así que tenía que hacer muchas cosas antes de que llegaran.
Y aunque cuando se fue todos los adultos intentaron minimizar la obvia reacción de desinterés de Protagonista, esta se había dejado el lago de nubes en el salón.
Poco después de irse la familia llegaron el servicio de catering y los primeros invitados.
Con la comida desplegada en una mesa en el jardín, con una pequeña fuente de chocolate presidiendo la misma, y María vestida con un precioso vestido blanco, que su madre temía casi más que pudiera transparentarse con alguna imprevista combinación de luces que el hecho de que acabara inevitablemente manchado de chocolate, todo parecía ir según lo previsto. Los invitados fueron llegando, su hija se encargaba de recibirlos y, para cuando quiso darse cuenta, Lucía ya se había visto relegada a un ingrato segundo plato. María le había dejado muy claras las normas. Nada de aparecer por el jardín. Nada de preguntar sobre qué tal se lo estaban pasando. Nada de intervenir de ningún modo salvo que fuera total y absolutamente imprescindible la presencia de un adulto. Algo que ella aceptó del único modo posible: quedándose encerrada en la cocina, con los otros padres que decidieron quedarse, con una nevera repleta de cerveza y tres kilos de hummus y doritos.
María parecía encantada. Yendo de aquí para allá, hablando con unos y otros, se congratulaba del hecho mismo de ejercer de anfitriona. No necesariamente de ser el centro de atención, sino de ser aquella capaz de permitir que todos los presentes lo pasaran bien.
Aquel había sido un año difícil. En la escuela nunca había terminado de encajar pero, con la muerte de su padre, se había distanciado de todo el mundo. Por eso, con la fiesta, pretendía conseguir dos cosas. Por un lado, que vieran que no era ningún bicho raro, que ella también podía integrarse en la clase. Por otro, deseaba poder congraciarse con sus antiguas amigas, Helena y Marta.
En el caso de sus amigas no había sido nada grave. Pequeños desprecios, malos gestos y algunos malentendidos que habían generado ciertas inercias desagradables, pero ningún choque frontal. Por eso, pasada la primera hora y tras comprobar que la fiesta ya estaba encarrilada, se dirigió en su búsqueda.
Mientras María todavía estaba acomodando a la gente, Helena y Marta llegaron juntas a la fiesta. Saludaron a la gente, comieron algo y, tras un buen rato intentando llamar la atención de la anfitriona, se quedaron de pie, en un extremo de la mesa, esperando. Esperaron y mucha gente llegó y les saludó, pero a diferencia de a todos los demás, María no fue a saludarlas. Estaba tan ensimismada en su trabajo, en dar buena impresión, que ni siquiera fue consciente de su presencia. Pero ellas no lo sabían. No sus intenciones. Y por eso, puesto que eran invisibles para María, decidieron ejercer de fantasmas.
No tenían nada en mente. Ni intención ni acto fueron premeditados. Pero ya que su amiga las ignoraba, decidieron vagabundear por el interior de aquella enorme casa para ver si encontraban algún modo de llamar su atención.
Pasaron por el recibidor, oyeron muchas risas tras la puerta cerrada de la cocina, se hicieron selfies en el cuarto de las escobas con una aspiradora cuya forma recordaba a la de un rostro gritando de desesperación y, finalmente, llegaron al salón. Un espacio diáfano, con una mesa de caoba presidiendo el lugar, y un sofá extremadamente mullido justo enfrente de una televisión de más de cincuenta pulgadas. Esto lo comprobó Marta tirándose en el sofá, sin quitarse los zapatos, mientras buscaba el mando con la mirada. En tanto, algo había cautivado la mirada de Helena. Un recipiente cilíndrico como no había visto otro igual.
Primero lo observó con interés. Después sintió un impulso natural por cogerlo. Acercarlo a sus ojos. Poder fijarse en cada detalle, cada pequeña diferencia. Era fascinante. Aquellas nubes se iban transformando lentamente, nunca estáticas, como si tuvieran voluntad propia. Como si fueran un pequeño mar evaporado en medio de una atmósfera olvidada.
Entonces, mientras todavía observaba embelesada, Marta se acercó por su espalda. Y preparándose para cogerla por la cintura, gritó.
— ¡Buh!
Lucía estaba disfrutando de la fiesta. Allí de charla, entre comida y bebida, le resultaba difícil imaginar un mejor modo de pasar la tarde. No cuando su hija estaba celebrando una fiesta en la casa. Pero tras terminarse la segunda cerveza, sintió la inevitable llamada de la naturaleza. «Todo lo que entra, debe salir. Y en el caso de la cerveza, doblemente rápido».
O eso le gustaba repetir a su marido.
Antes de poder dejarse llevar por más pensamientos funestos, se percató de que en el pasillo había algo fuera de lugar. Se acercó con cuidado, se agachó, dirigió la mano al suelo y, tocando aquella mancha, se llevó los dedos a la boca.
Efectivamente, sangre.
Aunque ni la casa ni el jardín eran tan grandes, María no encontraba a sus amigas. Cuando preguntó por ellas todos les dijeron que las habían visto, pero también que no sabían donde se podrían haber metido. Y tras buscar en el propio jardín, en el salón, en el cuarto de las escobas y hasta en su propio cuarto, sólo quedaba por buscar en el baño, el dormitorio de sus padres y en la cocina. Y antes que ir donde estaban los adultos o sus recuerdos, decidió probar en el baño.
Había algo raro en el lugar. Eso lo notó incluso antes de entrar. La puerta estaba entreabierta, la luz encendida y podía oír en su interior indistinguibles susurros y sollozos.
— ¿Hay alguien ahí? —dijo adentrándose en el baño.
Y aunque no contestó nadie, no hizo falta.
En el suelo estaba Marta, llorosa, acunando a Helena, que abrazaba como podía su brazo derecho, mientras sangraba tan copiosamente que la ropa de ambas estaba completamente teñida de rojo.
— ¿Pero qué ha pasado aquí?
— Estábamos buscándote y Helena cogió un extraño cilindro y yo la asusté y cayó y y y
— Relájate —dijo haciendo un gran esfuerzo para mantener la calma — . Necesitamos llamar a una ambulancia.
— ¿No estás cabreada con nosotras?
— Ahora lo único que me importa es que Helena se ponga bien.
Era una carrera contrarreloj. Aunque su hija le había pedido expresamente lo contrario, Lucía se dirigió al jardín.
— Hola, chicos —dijo desde la puerta acristalada — . ¿Todo bien por aquí? Espero que sí. Soy la madre de María y sólo quería deciros que estamos encantadas de que hayáis venido. Sólo comentaros una pequeña cosa. Hemos tenido un pequeño accidente en la casa y será imposible entrar durante un rato. Si necesitáis salir urgentemente, saltad la valla hasta el jardín del vecino. Es una pareja mayor, así que no les importará. ¡Pasadlo bien!
Tras eso cerró la puerta a su paso, echando el seguro, haciendo imposible que entrara nadie si no fuera rompiendo la puerta entera.
Entonces se dirigió en busca de su hija.
Esquivando con cuidado el salón y habiendo ya pedido a los adultos que, por favor, salieran de la casa, se dirigió hacia su cuarto. Pero no estaba allí. Entonces empezó a tamborilear los dedos contra su pierna. Como si aporreara un piano. Y como si en la melodía ausente estuviera la respuesta, supo que debía dirigirse al baño.
En el baño no había cobertura. María lo intentaba una y otra vez, pero ni había señal ni Helena dejaba de sangrar. No podía imaginar una situación más desesperada.
— Ni te molestes. La carga iónica del campo de paralelaje bloquea cualquier clase de comunicación.
Era su madre hablándole desde el pasillo.
— ¿Es Helena la herida? ¿Es grave?
Lucía se acercó hasta ella. Mientras Helena temblaba, pálida, convulsionando sin poder evitarlo, le agarró el brazo. Allí no había más que un muñón en un corte perfecto. Más de la mitad del antebrazo había desaparecido en un tajo seco.
— Coge una toalla y enróllala en lo que queda de brazo —dijo dirigiéndose hacia una María horrorizada — . No sobrevivirá mucho tiempo más si la dejamos así.
— Pero… Yo pensaba…
— ¿Que se habría cortado con el cristal del lago de nubes? Ojalá. Pero me temo que han sido las nubes. Y se están extendiendo.
— ¿Cómo es posible?
— Desentrelazamiento cuántico. O no. No tenemos ni puñetera idea. Sólo sabemos que, mientras te mantienes dentro de las nubes, tu cuerpo se mantiene en un estado semi‐estable. Si no vas a hacerlo tú, ¿podrías al menos pasarme la toalla?
— Sí —dijo acercándosela sin creerse demasiado que nada de aquello fuera real — . ¿Y cuando no?
— Tenemos varias teorías. Pero lo único que sabemos con seguridad es que cualquier cosa que toca las nubes se desintegra.
— ¿Se desintegra?
— Para ser más exactos, asume forma de cristales, quedando suspendido en el aire, pasando a formar parte de la nube.
En aquel momento, terminó de hacer un torniquete sobre la herida. Era rudimentario. No aguantaría mucho. Pero sería suficiente hasta que llegara la ambulancia. O eso esperaba.
— Entonces, su brazo, ¿es ahora parte de la nube?
— Sí. Y si no queréis que acabemos igual, más os vale dejar de lloriquear, que cojáis a vuestra amiga entre las dos y salgamos de aquí cagando leches.
El pasillo estaba a oscuras. El silencio que atravesaba la casa era aterrador. Como si algo estuviera devorando cualquier longitud de honda cercana, haciendo de la luz, el sonido o el color algo ya no indeterminado, sino ausente.
De ese modo, moviéndose entre tinieblas, cargando con Helena entre María y Marta, Lucía iba por delante para asegurarse de que el lago de nubes no se había expandido tanto como para cortarles el paso. Y aunque comprobó que así era, también comprobó que había sido excesivamente optimista con sus cálculos. El cristal hermético era capaz de contener al proceso, pero el cristal no sellado en entornos no bivalentes elegiría continuar la expansión vertical antes de frenar o retomar la privilegiada expansión horizontal.
— Niñas —dijo mirando hacia el jardín — . Dirigiros hacia el garaje y subidla al coche. María, ya sabes donde están las llaves. Y por lo que más queráis, no miréis atrás.
— Pero, mamá.
— No me hagas repetirlo, María.
De ese modo, las chicas se dirigieron diligentemente hacia el garaje. No eran más que cuatro metros desde el pasillo, justo antes del salón, cuya puerta bloqueaba con su cuerpo su madre. Y cuando se perdieron por la puerta, Lucía pudo respirar tranquila por fin.
Poco después de que se subieran al coche, con Marta golpeando desesperadamente el rostro de Helena para que se mantuviera despierta, apareció Lucía. No parecía nerviosa, pero nada más subirse al coche, ignorando los murmullos de las dos chicas en el asiento de atrás y las preguntas de su hija, se permitió un segundo para respirar. Como si estuviera sola. El último ser humano en la tierra, obligado a salvar lo poco que quedaba vivo en este mundo: aquello que había dentro del coche.
Cuando terminó de abrirse la puerta del garaje, puso la primera y salió del lugar.
Entonces comenzó. El primero en gritar fue un chico. Pero tras él, aquella polifonía de gritos no hacía distinción alguna de género. Era un único ruido blanco de desesperación. Como el lamento ensordecedor de una mujer viendo cómo su marido desaparece en un mar de nubes que nunca deberían haber existido.
Eso casi las preparó para ver cómo un chico saltaba la valla de su jardín hacia la casa de los vecinos aun cuando ya era sólo un torso con cabeza capaz de sangrar por todos los orificios de su cuerpo.