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Emma Ríos
No fue breve, no fue sin lágrimas. Desde que se separaron en el primer lugar donde se reconocieron como amigos, Akira Fudo y Ryo Asuka habían pasado cada instante de sus días combatiendo contra el destino. Pero mientras Ryo, tras descubrirse como Satán, tenía de su lado a demonios y una meta clara, exterminar a la humanidad como prólogo a su retorno de allá donde fue expulsado, Akira, tras descubrirse como Devilman, tenía de su lado a humanos poseídos por demonios y una meta difusa, proteger a la misma humanidad que insistía en no hacer diferencia alguna entre ambos bandos.
En algún momento de esa guerra infinita donde el tiempo se había perdido entre la sangre derramada, Akira se despertó sobresaltado. Aunque estaba solo cuando había ido a dormir, aunque la única constante que había conocido hasta entonces es que hubiera guardas velando por su seguridad las veinticuatro horas del día, había alguien más en la habitación. Una presencia ominosa. Unos ojos tan redondos y repletos de colores que hubieran hecho temblar con envidia incluso a los arco iris más perfectos.
Psycho Jenny había aparecido de la nada.
Akira se levantó de un salto, ignorando la existencia del suelo, pasando de flotar entre las sábanas para comenzar a volar entre alaridos. Alaridos que no encogieron la sonrisa de una Psycho Jenny que desapareció sin dejar rastro antes de que las garras del que dormía pudieran destriparla.
Tras de sí sólo dejó un efluvio psíquico. Un mensaje en forma de eco rebotando en el cerebro de Akira.
«El maestro Ryo quiere verse contigo en el último lugar en donde fuiste humano».
En ese momento, mientras un par de guardias entraban en la habitación alarmados por los gritos, regresó a su forma humana. Akira sonrió satisfecho al verlos entrar. Y tranquilizándoles, diciéndoles que no había sido nada más que una pesadilla, les conminó a marcharse mientras el prometía volver ya mismo a la cama.
Enfrente de sí tenía la casa de los Makimura.
Akira no sabía por qué estaba allí. Ni siquiera si era el lugar donde debía darse el encuentro. Pero dado que no había pisado aquella casa desde que había decidido luchar contra el que en otro tiempo fuese su mejor amigo, era lógico suponer que era allí donde debían encontrarse. Incluso si el mero hecho de volver ya le hacía sentir como si un demonio le estuviera desgarrando el corazón desde el interior de su pecho.
Al principio se quedó en el umbral. Se sentía incapaz de entrar. Le sobrecogía la sensación de que, cuando salió por la puerta la última vez, dejando sola a Miki para ir al encuentro de Ryo, había perdido su derecho de volver. De considerarlos su familia. Incluso si los Makimura habían sido para él más cercanos y familiares de lo que nunca lo fueron sus padres biológicos.
Pero tras un tiempo observando la puerta, abotargado por la sensación de ser indigno de tocarla, decidió entrar.
El interior de la casa era el testigo silencioso de una batalla campal. Si bien la proverbial lluvia que apagó las llamas después de que acabaran con la familia evitó una catástrofe mayor, el interior estaba en ruinas. Puertas rotas, muebles destrozados, techos hundidos. Eran las ruinas de una guerra a pequeña escala. Algo especialmente irónico considerando que los demonios nunca habían llegado a pisar aquel barrio.
No queriendo perderse entre los recuerdos de todos los rincones que habían sido mancillados por una violencia sin sentido, Akira se dirigió directo hacia las escaleras que llevaban hacia la segunda planta.
Había subido aquellas escaleras cientos de veces. Seguramente miles. Pero la simple idea de subirlas se le antojaba entonces una carga peor que tener que combatir contra el interminable ejército de Satán. A cada paso, a cada peldaño, sentía que sus piernas le pesaban cada vez un poco más. Como si, a cada paso que daba, la madera y su piel, el suelo y sus músculos y sus huesos y sus nervios, fueran convirtiéndose en un único ente indistinguible.
Cuando llegó hacia la mitad de las escaleras apenas sí podía moverse. Cada movimiento, cada gesto, era un esfuerzo terrible que lo atravesaba como un dolor más profundo que su mera transcripción física, un recordatorio perfecto de los horrores inherentes al hecho de estar vivo.
Durante un instante, mientras sentía cómo le abandonaban las fuerzas, deseó haber estado en esa casa cuando ocurrió todo. No para salvar a los demás, sino para poder haber muerto con ellos.
Fue entonces cuando el mundo se desvaneció ante sus ojos. Fue absorbido por la oscuridad más profunda.
En medio de la nada, envuelto por aquella especie de limbo, sabía que sólo había una cosa por hacer: dejar atrás su consciencia y dejarse llevar. Cerrar los ojos. Lentamente. Y mientras comenzaba a evaporarse en el vació, sintió algo extraño. Contacto humano. Como si alguien estuviera intentando mantenerle a flote a través de algo tan mundano como una mano en la espalda. Incluso si eso no era suficiente como para que dejara de disolverse mientras caía por el sumidero del olvido.
Abriendo los ojos de par en par, su primer impulso mientras seguía cayendo hacia ninguna parte fue girarse, pero algo dentro de él le advirtió que no lo hiciera. Que aquel sería su final.
Akira decidió escuchar. Escuchar y actuar en consecuencia. Se dejó arropar por aquel par de manos intentando salvarle, como permitió poco después que se sumaran otro par. Y otro. Y otro más. Así hasta que fueron suficientes como para mantenerlo a flote primero e incluso para elevarlo de regreso hacia los cielos después. Pero pronto descubrió que también las manos tenían sus límites. Que el abismo siempre reclamaba todo, porque incluso la totalidad en su interior se tornaba en nada. Entonces Akira supo que sólo tenía una opción. Cerró los ojos, apretó los dientes y, aprovechando un último impulso de aquellas manos ajenas, aprovechó para echar a volar rompiendo así con el embrujo.
De regreso en su cuerpo, ante las escaleras, seguía sintiendo como si cargara con todo el peso del mundo a sus espaldas. Pero lejos de rendirse, redobló sus esfuerzos. Ignoró cómo su carne y sus músculos se despegaban de sus huesos, como sus huesos se astillaban como la madera que iban arrastrando consigo, cómo la madera parecía desprenderse de sus memorias y recuerdos como si se trataran del serrín que podía desecharse de un corte nunca del todo limpio. Pero al final, consiguió subir otro escalón.
Entonces siguió escalando. El siguiente paso fue un poco más fácil, como si ya sólo cargara con toda la gente que había conocido en su vida; el siguiente del siguiente fue aún más fácil, cargando sólo con la consciencia de a quienes había amado; y al siguiente de aquel, todo se volvió fácil: sólo cargaba consigo mismo. Ya podía volver a subir las escaleras como había hecho siempre.
Cuando se dio cuenta de que estaba subiendo las escaleras con normalidad, se paró un segundo. Estaba preocupado. Observó sus piernas, sus pies, sus brazos, sus manos. Todo parecía bien. En su sitio. Y aunque no podía ver ni su cara ni su mente, en principio no tenía ningún dolor ni ninguna ausencia sospechosa. ¿Qué había sido entonces lo que acababa de experimentar? No sabría decirlo. Pero encogiéndose de hombros, aceptando que hay cosas que nunca podría llegar a entender, siguió subiendo las escaleras.
Y al hacerlo, al llegar al final de las mismas, se encontró con algo que no estaba allí la última vez que estuvo en la casa: un demonio atrapado en una esfera que se encontraba flotando a dos metros sobre el suelo.
Akira se acercó temeroso. Dispuesto a pelear. Pero cuando estuvo cerca, cuando casi podía sentir el brillo afilado de sus colmillos y sus garras y sus maldiciones siseadas entre dientes, la esfera comenzó a hacerse cada vez más pequeña. Primero lo suficiente como para romperle varios huesos y comprimirlo hasta formar una forma perfectamente esférica con su carne, después como para deformarlo en una caricatura grotesca de menos de la mitad de su tamaño normal, finalmente comprimiéndose hasta el punto de convertirlo en un zumo sangriento de vísceras y tejidos blandos
Inmediatamente después de que se convirtiera en nada más que sangre oxidada y órganos corruptos, la esfera estalló como una burbuja. Plof. Y de ese modo, cayó sobre el recibidor un breve chaparrón de tejidos, huesos y fluidos a los cuales Akira no supo darles nombre.
Tras el improvisado chubasco demoniaco pudo ver que, al final del pasillo, había otra persona. Ryo Asuka. Pero tal como apareció, desapareció por la puerta de la habitación de Akira sin decir nada.
Su cuarto no había cambiado nada a pesar del tiempo perdido. Su cama estaba perfectamente hecha, en la estantería yacían sus libros sin leer e, incluso las cosas más prosaicas, una goma de borrar sobre el escritorio, una cinta de pelo de Miki en la segunda balda de la estantería, permanecían allí, indemnes, como reliquias de un mundo extranjero. Ni el fuego ni la turba ni la guerra habían conseguido penetrar en el lugar donde podía recogerse de todo cuanto ocurriera en el exterior.
Ni siquiera la presencia de Ryo logró perturbar aquella paz. Incluso cuando se tumbó sobre la cama según entraba Akira por la puerta, el tejido bajo su piel permaneció inalterable. La cama no se arrugó. No varió en fondo o forma. Como si Ryo no fuera un nombre o un ser humano, sino una sutil brisa de aire.
Allí, desde la cama, hizo un gesto invitándole a hacer lo mismo. A tumbarse junto a él. Pero Akira respondió frunciendo el ceño, dirigiéndose hacia el centro de la habitación, a lo cual Ryo reaccionó mirándole con una indiferencia celestial.
No hubo intercambios de palabras. No fue necesario. Entre ellos ya hacía mucho que las palabras se habían vuelto redundantes. A ojos de ambos, el otro no era más que una pieza translucida de emociones transparentes. Un cristal con vetas tintadas que iban cambiando con el tiempo y las circunstancias, fácilmente legibles para cualquiera que estuviera lo suficientemente familiarizado con ellas.
Con todo, eligieron hablar. Pues aunque innecesarias, la palabras tenían la cualidad de revelar lo que el otro intentaba ocultar.
— ¿Qué es lo que quieres de mí? —dijo Akira malhumorado.
— Hablar contigo. Me parece evidente.
— Nada es evidente contigo.
— Eso es cierto —dijo Ryo, incorporándose, con un dedo entre los labios — . ¿Pero quién está hablando con tu boca? ¿Akira o Amon?
— ¡Siempre he sido Akira Fudo!
— Oh, ¿de verás?
Su cerebro se obturó repentinamente con una descarga terrorífica. Un espasmo primordial. No una reacción ante el entorno o las circunstancias, sino ante el tiempo. Durante un instante, pudo ver hielo desquebrajándose, una presencia ominosa encerrada, la vida abriéndose paso.
Akira tardó unos instantes en ser capaz de contestar.
— Supongo que para ti eso es irrelevante. Amon o Akira, humano o demonio; todo te vale, siempre y cuando sirva para cumplir tus deseos.
— No estaríamos aquí si fuera tal y como dices.
— Entonces, ¿hay una razón para torturarme de este modo?
— Psycho Jenny sugirió que en ningún lugar estarías tan receptivo como en tu propio cuarto. Que aquí tendrías una respuesta emocional más positiva que en mi apartamento.
— ¿Una respuesta emocional más positiva? —dijo Akira entre dientes — . ¿Acaso no sabes qué ocurrió aquí?
— No veo en que cambiaría eso tu actitud.
Sus puños estaban tan apretados que sentía hasta la última fibra de sus manos como un ente independiente. Una polifonía de tejidos chasqueando al ritmo irregular de su corazón. Su impulso primordial era convertirse en Devilman y arrancarle la cabeza a aquel cadáver maquiavélico que en otro tiempo había sido su amigo. Pero él no se dejaba llevar por su instinto. Estaba muy por encima de todo eso.
— ¿No eres capaz de comprender porqué me afecta la muerte de otras personas? ¿De los Makimura? ¿De Miki? Por favor, Ryo. ¡Son personas! ¿Cómo puedes seguir obviando todo el daño que has hecho?
— ¿Me culpas de la muerte de los Makimura?
— Tú le declaraste la guerra a la humanidad, ¡tú revelaste al mundo que yo era Devilman!
— Pero no fueron demonios quienes los mataron, ¿no? —dijo Ryo, altivo, mientras Akira recogía su cabeza entre los hombros y daba un paso atrás — . Fueron otras personas. Gente como ellos. Seres humanos. Yo estaba en televisión desvelando la existencia del plan de los demonios, desvelando tu existencia, Devilman, ¿y qué? Si la humanidad no tuviera un deseo inherente de aniquilación, de hacerse daño los unos a los otros, los Makimura seguirían con vida.
Entonces, Ryo se levantó de la cama. Pero no lo hizo moviendo sus músculos y sus huesos y todo aquello que le pertenecía, sino moviendo la realidad en sí, el espacio y el tiempo a su alrededor. En un momento dado estaba en la cama, al siguiente estaba enfrente de Akira.
Y mientras retomaba su discurso, se dejó caer contra él, apretando su rostro contra su pecho.
— Sé que para ti eran importantes y me gustaría decir que lo siento. Pero no es así. No siento nada. Amor. Odio. Dolor. Todo me resulta ajeno y lejano como el trino de un pájaro que nunca haya visto. Para mí esto no es nada más que la preparación para acabar lo que no logré hace miles de años. Algo para lo cual, tu ayuda, Akira, me sería de mucha ayuda.
— Pero, los Makimura…
— ¿Sabes? Tu corazón ahora late más lentamente —dijo Ryo despegándose un momento de Akira, mirándole a los ojos.
Por primera vez en mucho tiempo, Akira se sintió protegido. Comprendido. Llevaba tanto tiempo luchando solo que no recordaba qué era el contacto humano. Una sonrisa, un recuerdo, un sentimiento. Incluso si no había olvidado en todo ese tiempo porqué estaba peleando.
Peleaba por la humanidad. Por todos aquellos que eran como él. Pero en lo más hondo de su ser anidaba la duda de si había un sólo humano que mereciera la redención que con tanto anhelo buscaba. Todos habían matado sin razón. Todos. Sin excepción. ¿Quien fue el que destripó a quienes quemaron esa casa y pusieron en picas la cabeza de Miki y sus amigos? No fueron demonios. Ni siquiera otros seres humanos. Fue él. Akira. Devilman. El auto‐erigido campeón de la humanidad. Se dejó llevar por el odio y la rabia y acabó con todos ellos. ¿No le hacía eso igual a los demonios? Y de ser así, ¿qué sentido tenía entonces luchar por una humanidad que se comportaba como las huestes del infierno?
Pero mientras Ryo se apretaba contra su pecho con un arcangélico gesto de inocencia, vio lo que tenía enfrente de sus ojos. En la pared había una foto enmarcada donde aparecían Miki, Tare y los Nakamura. Con ellos, también él. Akira. Los cinco estaban sonrientes, felices, indistinguibles de cualquier otra familia feliz.
Entonces cualquier duda que tuviera se esfumó de su corazón.
Sus lágrimas limpiaron hasta el último rastro de odio que el tiempo había ido ocultando entre los pliegues más profundos de sus entrañas.
— Ryo, ¿por qué no eres capaz de aceptar lo que ha ocurrido?
Éste le observó confuso, alejándose de su pecho, sin entender lo que significaban aquellas palabras.
— Estás llorando.
— Tú eres una víctima también, Ryo —dijo Akira llorando a borbotones — . Satán anida dentro de ti, pero tú no eres Satán. Tú también puedes combatir contra eso. Sólo necesitas una palabra. Sólo necesitas quedarte a mi lado —entonces dejó de llorar, le agarró de los hombros y sonrió con la tristeza propia de alguien que ha visto demasiada sangre tiñendo sus manos — . Juntos podemos encontrar una solución. Descubrir cómo podrían convivir demonios, humanos y los que son como nosotros.
Ryo se llevó la mano al pecho mientras miraba hacia Akira como si estuviera a millones de kilómetros de distancia. Como si intentara discernir sus facciones en un punto que sólo residía en su imaginación, no en lo que era capaz de ver.
— Si aceptas, podemos estar siempre juntos.
Aquello era cálido. Como los humanos solían describir la luz de Dios, incluso si él sabía que esta en realidad era fría y estéril.
— Pero si dices que no, entonces no volveremos a vernos hasta la batalla final.
Pero entonces Ryo sintió como si se le escapara de entre los dedos. Incluso si sólo era un punto incognoscible en su mente.
Deslizándose de entre sus brazos como se había levantado de la cama, sin moverse él sino el mundo, se dirigió hacia la puerta. Akira todavía miraba hacia la pared, no porque no tuviera tiempo para reaccionar, sino porque no quería mirarle. Ryo se retrasó unos segundos, observándolo, antes de girarse y salir por la puerta.
— Si das aunque sólo sea un paso más, ¡te juro que la última batalla será aquí y ahora, Ryo!
Ryo se giró. Su sonrisa era cálida, cercana. Hacía que le dolieran los músculos de la cara. Era la primera vez que sonreía de aquel modo.
— Adiós, Akira. Haremos justicia a las profecías de tu especie.
Akira, convirtiéndose en Devilman, se lanzó hacia él, furioso, pero donde en un momento dado estaba Ryo, al siguiente sólo había una lluvia de plumas blancas tan puras como la nieve.
Unas plumas que caían gráciles hacia el suelo, indistinguibles de las lágrimas derramadas por un demonio.