El problema radical de nuestro presente sería delimitar de un modo efectivo que es el ser humano. Por supuesto que antes de nuestro presente ya era un problema acuciante, pues la consideración de ser humano siempre se ha delimitado al respecto de una serie de intereses particulares que han ido variando con el tiempo —pues un negro en el esclavista XVIII no era considerado humano, como tampoco lo era un burakumin en el Japón del XVII; eran propiedades, si es que no directamente animales — , pero lo es más hoy en tanto damos por hecho la humanidad de los individuos: en tanto delimitamos con exactitud que es un ser humano, cual es la normalidad de lo humano, olvidamos en el proceso que esa clasificación arrastra fuera a infinidad de individuos. La pretensión de dotar a los individuos de derechos humanos como método para asegurar que no se cometan los atropellos propios del siglo XX, donde la gente es reducida al escalafón inferior aun del ser animal —porque a un animal no se le gasearía por el mero hecho de serlo — , sólo ha propiciado que los crímenes menores hacia esa idea se multipliquen; quizás ya no se lapiden a las mujeres ni a los homosexuales por una condición que les viene dada de antemano, siempre que hablemos de Occidente, pero siguen sometidos a la idea subrepticia de ser humanos de segunda.
Como la condición de humano permite establecer una determinada categorización de lo humano, las bien intencionadas posiciones que pretenden reducir los derechos a lo humano (como constructo cultural) acaban en un fracaso evidente. Por supuesto que todos somos humanos, pero quizás unos más que otros — he ahí el olvido del ser. El principal problema que nos enfrentamos con la idea del ser humano es que nos olvidamos del «ser» para quedarnos con el «humano»: los derechos deben tener una base material, biológica, cientifizable, para poder ser partícipe de ellos.
Cuando Shinya Tsukamoto estrena en 1989 su seminal Tetsuo: The Iron Man, en EEUU se público la serenidad de los objetos, un relato de Mark Leyner que podría interpretarse como una sincronía post-humana de la catástrofe: un suceso casual, un sueño y un acontecimiento lejano entrechocan para conformar una aniquilación insospechada de la humanidad propiciada por la tecnología. Esta sincronía no deja de ser por parte de ambos autores, ambos circunscritos dentro de la lógica cyberpunk, inherente a la lógica en la cual se cultivaron ambos: la vivencia de un mundo donde lo humano ha conocido la absoluta aniquilación. Incluso cuando ambos autores les queda muy lejos Hiroshima y Nagasaki —al menos en el tiempo, pues en el espacio no podrían estar más próximos — , ambos son hijos irredentos de la catástrofe; con clarividencia saben que ni la vida tiene un sentido ulterior que deba ser descifrado ni el mundo se rige por una voluntad humana que pueda dar un sentido ulterior absoluto coherente para todos; incluso si un filósofo hegeliano pudiera explicar la realidad de las ideas de forma absoluta, poco hablaría de la histérica realidad cotidiana de la adolescente a la cual le ha abandonado su novio. Y menor consuelo aun encontraría en ello.
Bajo esta idea de la catástrofe se puede entender que la trasformación vigoréxica de los personajes de Leyner no es más que una representación de ese seroso transformar (en éstos, involuntario) de los personajes de Tsukamoto: donde la nueva carne de Leyner es el músculo, la de Tsukamoto es el metal. En ambos casos, es la aparición de la herramienta como una extensión del cuerpo para hacer que lo que nos es inaccesible a la mano de forma natural, lo haga a través de nuestra instrumentalización.
Ahora bien, lo humano en ambos autores queda disuelto desde el mismo instante que lo maquínico entra en sus vidas. Ya sean las prótesis instrumentales que suponen las pesas y los esteroides en uno, o la conversión imposible en un arma del otro, en ambos casos nos encontramos en medio de ese convertir el mundo en el punto de inflexión de la catástrofe en, al menos, tres sentidos: 1) el hombre no puede emanciparse de la tecnología ya creada ; 2) la tecnología domina y hace suya la vida del hombre, y no al revés ; 3) incluso cuando el hombre domina la tecnología, eso no significa que ésta pueda evitar el mal uso de otras formas de la tecnología. El humano en tanto ente tecnológico, en tanto metal hecho carne, está más allá de cualquier imposición que pueda originarse por el derecho: la tecnología es inherente al mundo del humano.
Que el hombre que se transforma en un arma, ya sea literal o metafóricamente, sigue siendo un humano es un hecho constatable por la lógica propia de nuestro tiempo: debajo de las espesas capas de músculo o metal artificial, sigue siendo biológicamente humano. Lo que se pasa por alto según esta visión es algo bastante más siniestro, como si de hecho ya no fuera suficientemente siniestra la lectura primera, la idea de que es necesario defenderse en igualdad de condiciones a las cuales nos ha sometido ese humano en su superioridad. O lo que es lo mismo, y aludiendo a la problemática inherente al personaje de Iron Man: si un hombre tiene una tecnología dada, todos los demás tenemos derecho a poseerla. Si bien no tiene derecho el humano común a poseer una armadura de combate o una bomba nuclear, si que para aquellos que firman la carta de los derechos humanos es lógico que si un individuo lo posee, es de derecho que lo posean todos los estados para así poder defenderse —y si se es un anarquista estadounidense, probablemente liberal, entonces es ampliable a la totalidad de aquellos que puedan permitirse pagar por ello — .
Demos una vuelta de tuerca al problema. ¿Qué ocurre cuando una tecnología dada sólo provoca la destrucción y la mutilación de las masas humanas, con la excepción de un determinado individuo que puede usar esa tecnología libremente en su favor? Eso es lo que investigará Tsukamoto en la excelente Tetsuo 2: The Body Hammer, en la cual la implicación de su protagonista en la transformación de una máquina de muerte será mucho más personal: no se convierte por un accidente fortuito, por el encuentro forzoso con la tecnología de un presente que ni ha pedido ni quería, sino por una búsqueda semi-consciente a partir del odio. Cuando unos criminales secuestran a su hijo para que él reaccione convirtiéndose en un imparable monstruo de acero, su encuentro con la tecnología no se da por un encuentro accidental con el presente —lo cual, a su vez, nos situaría en el principio de la idea de nueva carne: el Crash de J.G. Ballard—, sino por la reacción pasional inherente al instante.
Aquí la tecnología tiene una función que, además, se explicita en su uso: cuando el protagonista se convierte para salvar a su hijo no tiene mayores consecuencias (ónticas) que su propia transformación, pero cuando lo hace el ejército de su rival rápidamente se oxidan. La irónica circunstancia de la oxidación no deja de ser una manifestación de lo que ocurre en nuestro tiempo con el abuso de la tecnología, en su uso finito, que limita nuestra necesidad infinita (el ser, lo ontológico, la finalidad en sí) a lo finito (lo humano, lo óntico, el medio como infalidad). La oxidación es otra forma de decir angustia, angustia que nace de la imposibilidad de satisfacer la necesidad del ser.
He ahí que el protagonista de Tetsuo II sea un «ser humano» en el sentido fuerte, y no un «humano» que ha olvidado el «ser». En tanto no ha olvidado la necesidad del propio «ser», la necesidad de infinito que será siempre insatisfecha, la angustia se ve sustituida por la necesidad de hacer algo con su vida; el secuestro y muerte de su hijo es el fundamento esencial a partir del cual es lógico que se convierta en un arma. Cuando la vida se le presenta carente de sentido, pues no hay mayor sinsentido que ver morir a un ser amado, la posibilidad de abotargarse ante la televisión ya no es una opción: en la aceptación libre de ese sinsentido absoluto, el uso de la tecnología se subordina como un medio en la búsqueda de un fin específico. Un fin que además determina él mismo, la venganza, para así buscar un sentido último a una vida de la cual se ha hecho consciente que ha entrado en colapso —por supuesto que cuando cumple su venganza habrá de buscar otro fin, pero el uso de la tecnología sólo cobra sentido en la búsqueda de ese fin específico — .
Sólo para el «humano» la tecnología es un fin en sí mismo, incluso el fin que puede arreglar aquellos problemas ya antes producidos por la tecnología, porque ese estancamiento propio del adicto es aquel que nos sitúa infinitamente alejados del «ser»: en tanto necesitamos la tecnología como el fin último de sí misma, nuestra adicción se nos muestra como el fin último de nuestra existencia. Se es «humano», solamente «humano», porque se carece de la consciencia de la infinitud de la existencia. O lo que es lo mismo, «un clavo saca otro clavo» sólo es verdad para aquellos que viven sus vidas para ser pésimos carpinteros.
El problema llega cuando no hablamos de seres humanos, sino de seres. Este problema, que por su idiosincrasia propia lo ha entendido muy bien muy bien el género de la fantasía, se suele solucionar de una manera tan simple como poco evidente a priori: los «seres humanos» son «humanos», porque seres son todas las entidades sentientes con las que cohabitan. Desde esta perspectiva integradora, hablar de ser humano no es sólo redundante —todo humano es per sé un ser — , sino que además se convierte en un subrayado que anula la condición ontológica del otro; los humanos son seres, pero también los elfos y los orcos de Tolkien lo son. Desde esa posición el olvido del ser se vuelve algo incluso más problemático por lo que tiene de disposición propia, pues aunque ya no sería algo exclusivo de los humanos si que se remarcaría con más fruición la inoperabilidad humana. Si nos estancamos en la finitud óntica, habrá otros seres bien dispuestos a hacer de nuestra propia decadencia su fortuna —no militarmente por necesidad, pues perfectamente podrían aprovechar los orcos nuestro hastío vital para vendernos productos que no necesitamos con ridículos espacios publicitarios — .
Es ahí donde Shinya Tsukamoto redobla la apuesta al hacer que en Tetsuo III: The Bullet Man su protagonista ya no sea estrictamente humano, porque es el hijo de un humano y un cyborg. Aquí la problemática se recrudece en tanto el protagonista es, por lo evidente, un ser no humano; la transformación que puede acontecer en él no se da por el uso de alguna tecnología, por una apropiación determinada de una herramienta, sino que es una condición fáctica de su propia existencia: su «ser-arma» está tan a la mano como para nosotros lo está nuestro «ser». Es ahí donde se riza el rizo hasta lo incognoscible. Cuando ya no puede desarrollarse una tecnología, cuando ya no puede ser un fin en sí mismo, porque es algo inherente al individuo, llegamos a la problemática más profunda de lo humano: el reconocimiento del otro. El otro es un ser, un ser distinto que nosotros, y no por «no-humano» —o como en este caso, por poseer una habilidad superior (motivo de frecuente consideración de inhumanidad a lo largo de la historia)— se le debería matar o tener en menor consideración. En teoría. El problema es que los “derechos humanos” se aplican solamente a los humanos, cuando si quisiéramos defender que son unos derechos inherentes a todo ser existente deberían ser “derechos existenciales”; es muy fácil considerar «no-humano» al otro, escudarse en su ausencia de humanidad para exterminarlo, pero es imposible no-reconocer la ausencia de su existencia. Quizás un burakumin en el Japón feudal pudiera ser casi un animal y por extensión «no-humano» o humano de segunda, pero es imposible no reconocer su existencia.
¿Por qué es imposible no reconocer la existencia la existencia del otro? Porque lo humano es un constructo cultural que, aun cuando sostenido por determinaciones biológicas, sólo suscita una falsa idea de homogeneidad. Es muy fácil considerar a cualquier otro como «no-humano». Sin embargo cuando hablamos del ser estamos haciendo no una descripción cientifista de una realidad cultural, sino que estamos hablando en términos puramente ontológicos. Por extensión, en tanto hablamos de lo ontológico (lo que de hecho es) y no de lo óntico (lo que podría no ser o ser de otra forma), podríamos afirmar sin rubor que el mayor problema de la humanidad es el humanismo: en tanto existe la creencia de que sólo lo humano es aquello que merece una defensa, estamos articulando una defensa de derechos que deja las coyunturales grietas necesarias para en el futuro poder decidir que es y que no es humano. Lo cual es un tremendo error.
Cuando aceptemos que la idea de la clasificación de lo humano es tan caduca y errónea como inoperativa, podremos empezar a trabajar en un pensamiento fuerte que vaya más allá de los agrietados muros de una ilustración que subestimó la voluntad del hombre y la disposición positiva de la ciencia por mantenerse alejados de los abyectos devenires del poder. Empezar a pensarnos como seres más allá de lo humano en el sentido nietzschiano, el über-mensch en su sentido literal: el que está más allá del hombre, será el primer paso para una emancipación auténtica en la que todo otro, incluso todo otro «no-humano» quizás por venir, pueda integrarse con la naturalidad que debería ser propia para aquellos que pretenden sólo el bien ya no sólo de la humanidad, sino del mundo entero.