Guía del autoestopista galáctico, de Douglas Adams
Quizás el problema radical de la humanidad es su necesidad constante de buscar respuestas a cada pregunta que se le ocurre formular al respecto de una realidad que, necesariamente, está por encima de sus posibilidades de ser respondida. Aunque sin llegar al relativismo posmoderno ‑o a lo que los idealistas llaman alegremente relativismo posmoderno como método para anular cualquier posible discusión que no crea en verdades absolutas- la verdad es que conocemos pocas verdades radicales de la realidad en sí. Entre están, aunque no exclusivamente, que somos la tercera raza más inteligente de la Tierra, que los funcionarios son desagradables en todo el universo conocido, que toda entidad inteligente desarrolla sus propios estatutos filosóficos para intentar dirimir que es la realidad en sí y que si alguien quiere hacer algo lo hará buscando una justificación ética aunque redunde en el absurdo; si unos funcionarios intergalácticos desean derribar la Tierra para construir una autoestopista hacia la zona más profunda del universo, dará igual que hubiera sido imposible descubrir que eso ocurrirá hasta que ocurre de facto. O al menos esta es la visión que tiene del mundo Douglas Adams.
El logro de la Guía del autoestopista galáctico no se da en la consecución de la formulación de una ciencia o una filosofía ficción que lleve los presupuestos de la humanidad más allá de su imaginación, sino que es la torsión de todo aquello que conocemos hasta proyectarlo en una dimensión universal desconocida. Todo cuanto acontece en la novela está teñido de la familiaridad radical de aquello que conocemos de una forma notoria, que es completamente natural para nuestro contexto, pero que es extremado hasta el absurdo hasta ser polarizado hasta dimensiones cósmicas; no hay nada en la novela que no nos remita constantemente a nuestros problemas cotidianos salvo que en una escala tan gigantesca que todo su absurdo queda aun más visiblemente deformado. Si el paralelismo entre la demolición de la casa del protagonista y la demolición de la Tierra no es un paralelismo suficiente, encontramos la visibilidad de este hecho más radical en la figura de Marvin. Éste no será más que un robot paranoide que tendrá una agudizada depresión por lo cual estará siempre sacando de quicio a todos sus compañeros por su necesidad constante de quejarse ante la futilidad de la vida; así encontramos en Marvin una representación de un Ciorán transhumano, un Ciorán robótico, a través del cual podemos vislumbrar lo absurdo del universo: éste es tan extraño y sin sentido que incluso los robots caen en profundas depresiones existenciales.
Ahora bien, no es en absoluto baladí la elección como ejemplo de un robot paranoico para ilustrar este aumento de la escala para enseñarnos los absurdos de nuestra realidad misma, ya que nos sirve de ejemplo perfecto de todo lo que surca de modo constante la novela. una profunda reflexión filosófica sobre nuestra propia condición vital a través del humor. Ya sea a través de una ballena que se crea por una singularidad cuántica o por un super-ordenador creado por ratones para conocer el sentido de la vida, el universo y todo lo demás, lo que hace constantemente Douglas Adams es intentar encontrar la realidad misma en la que existimos a través de su hipérbole misma que nos permita ver las irregularidades que nos indiquen su sentido último. Y lo consigue en la estimulante respuesta que da el super-ordenador sobre el sentido de la vida, del universo y de todo lo demás a sus creadores ratones:
La Respuesta a la Gran Pregunta…
— ¡Sí…!
— …de la Vida, del Universo y de Todo… ‑dijo Pensamiento Profundo.
— ¡Sí…!
— Es ‑dijo Pensamiento Profundo, haciendo una pausa.
— ¡Sí!
— Es…
— ¡¡¡¿Sí…?!!!
— Cuarenta y dos ‑dijo Pensamiento Profundo, con calma y majestad infinitas.
El problema que suscita la respuesta es obvio, si la respuesta a todo sentido de la vida es el número cuarenta y dos no se nos explica en términos lógicos entendibles a través de la comprensión humano-racional misma. Cuarenta y dos podría ser el cálculo de infinitas medidas físicas, una valoración matemática pseudo-arbitraria o una respuesta numérica que sintetiza todos los valores de realidad plausibles de cuanto existe en el mundo; ni sabemos ni podemos saber que significa cuarenta y dos como respuesta a toda significación existencial posible. La respuesta, el significado último de la realidad en tanto tal, es independiente de que la humanidad o razón alguna pueda entenderlo como algo plausible, real y lógico ya que la realidad es independientemente de que alguien pueda entenderla tal cual es. Es por ello que lo único que nos queda en éste contexto es lo que el propio Pensamiento Profundo propone como posible solución para este problema: De manera que, en cuanto sepáis cuál es realmente la pregunta, sabréis cual es la respuesta. Ante la imposibilidad de conocer el auténtico significado de la respuesta en sí, lo que hacemos es una búsqueda de la pregunta adecuada.
Precisamente en esta dificultad, en esta imposibilidad de comprender la respuesta universal que entraña toda existencialidad del universo, es donde se define la auténtica labor de la filosofía: hacer preguntas. Ningún filósofo ‑y, por extensión, ningún ser pensante (pues en tanto pensante es filósofo)- puede responder con exactitud y claridad cual es el sentido último del universo porque, aun cuando existiera de forma real e inalienable, ésta no sería más que la formalización en un lenguaje de algo que está más allá de toda traducción primera; el sentido de la vida sólo puede darse en vivir la vida en tanto tal. Esto no es algo nuevo, ya Friedrich Nietzsche afirmaría que no se puede amar la vida si se la cuestiona, pues para vivir la vida hay que amarla sin condiciones de pretender entender que hay detrás de ella. Es por eso que la pregunta es inadecuada, porque la pregunta cuestiona y pone en duda la Vida, el Universo y Todo lo demás desde un afuera del cual no podemos vivir, la pregunta para conocer el sentido del universo sería aquella que se pudiera formular sólo en la introspección del moribundo que ha vivido todo lo que es posible vivir. Y aun con todo sólo podría respondernos en tanto muriera y pudiera contárnoslo desde esa muerte misma.
Si el universo, la vida y todo lo demás tiene sentido está más allá de nuestro entendimiento entonces la pregunta es ¿por qué te preguntas que es la vida en vez de vivir la vida como formulación de la pregunta misma? Y con esto no hay un rechazo del pensamiento filosófico mismo, sino su necesidad de ser puesto en acción en tanto sólo podremos pensar la vida en tanto estemos inmersos en la vida misma; sólo podremos pensar la vida mientras la estamos viviendo como algo intrínsecamente propio y no como algo ajeno de nosotros mismos, como algo absoluto por sí mismo. Esa es la gran pregunta, preguntarnos por qué no estamos viviendo la vida como algo que nos atraviesa de forma constante manipulando nuestro mismo pensamiento sobre qué es la vida.
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