Devenir visible en lo invisible, o como robamos el saber al tiempo

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No se pue­de co­men­zar un post co­mo és­te sin ha­cer una bre­ve re­ca­pi­tu­la­ción de las ra­zo­nes pa­ra ello; eso es­toy ha­cien­do des­de es­te mis­mo ins­tan­te. Ya se ha con­ver­ti­do en una tra­di­ción que ca­da año con­vo­que a un gru­po de se­lec­tos ca­ba­lle­ros y se­ño­ri­tas pre­dis­pues­tos pa­ra anun­ciar a los cua­tro vien­tos que es aque­llo que, en el año que de­ja­mos atrás, no de­be­rían ha­ber­se per­di­do ja­más. ¿Por qué? Porque, ya que vi­vi­mos abo­tar­ga­dos de in­for­ma­ción, ca­da día más es ne­ce­sa­rio una mano ami­ga que guie la mi­ra­da per­di­da en­tre le ma­re­mag­num auto-perpeutizante de la ma­sa de­ve­ni­da ca­da vez más ve­loz­men­te. Precisamente co­mo eso es lo que ha­cen los in­di­vi­duos in­vi­ta­dos ‑o, al me­nos, lo ha­cen la mayoría- prác­ti­ca­men­te de dia­rio es­to es, a la vez, un re­cen­so de cua­les son los ar­te­fac­tos cul­tu­ra­les que de­ben se­guir se­gui­dos y púl­pi­to des­de el cual po­ner en co­mún las men­tes más pre­cla­ras que fir­man en Internet, siem­pre pa­ra un ser­vi­dor. No to­dos los in­vi­ta­dos han par­ti­ci­pa­do, ni to­dos los que vi­nie­ron el año pa­sa­do han vuel­to pe­ro, eso sin lu­gar a du­das, to­dos los pre­sen­tes es­tán en­tre los me­jo­res en su campo.

Las ins­truc­cio­nes pa­ra par­ti­ci­par fue­ron va­gas: tres pá­rra­fos, tres ar­te­fac­tos cul­tu­ra­les; los ex­ce­sos en con­te­ni­do, for­ma o ex­ten­sión son al­go co­mún y de­sea­do en la se­rie de in­ter­ven­cio­nes ‑in­cluí­da la ca­be­ce­ra de Mikelodigas- que, den­tro de unas po­cas li­neas, po­drán ca­tar, y esa era la in­ten­ción ini­cial. Aunque era ne­ce­sa­rio po­ner cor­ta­pi­sas pa­ra man­te­ner un tono co­mún ca­da uno ha lle­va­do a su te­rri­to­rio, y ha in­ter­pre­ta­do co­mo le ha da­do la real ga­na, las ins­truc­cio­nes que les han si­do da­das. Y eso es­tá bien.

Con res­pec­to de las in­ter­ven­cio­nes en sí po­dría­mos de­cir que el 2011 ha si­do par­ti­cu­lar­men­te he­te­ro­gé­neo pe­ro con al­gu­nos pun­ta­les par­ti­cu­la­res que han con­se­gui­do la una­ni­mi­dad del res­pe­ta­ble. Portal 2, Drive o Black Mirror han de­mos­tra­do ser al­gu­nos de los even­tos más ex­tra­or­di­na­rios del año, pe­ro no más de otros tan cons­tan­te­men­te re­sal­ta­dos, aun­que más in­di­rec­ta­men­te, co­mo lo han si­do las re­vuel­tas que co­men­za­ron con La Primavera Árabe. Pero igual que les di a ca­da uno tres pá­rra­fos pa­ra que se ex­pla­ya­ran yo no to­ma­ré más de lo mis­mo pa­ra ha­cer es­te (bre­ve) pró­lo­go así que, sin más di­la­ción, les de­jo con lo me­jor del 2011 se­gún los me­jo­res de la blo­go­co­sa. Gracias a to­dos los in­vo­lu­cra­dos, por sus es­fuer­zos siem­pre bien in­ten­cio­na­dos. Y a us­te­des, nues­tros fie­les lec­to­res, es­pe­ro que les gus­te tan­to co­mo nos ha gus­ta­do a no­so­tros com­po­ner tan mas­to­dón­ti­ca pie­za. Siempre por (y pa­ra) ustedes.

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Por Alberto Haj-Saleh

“Critical film stu­dies”, Episodio 19 de la se­gun­da tem­po­ra­da de Community, de Dan Harmon

Es com­pli­ca­do que­dar­se con só­lo un ca­pí­tu­lo de la se­rie de Dan Harmon, au­tén­ti­co re­ga­lo di­vino en for­ma de sit­com que es­tá sien­do víc­ti­ma de su pro­pia ge­nia­li­dad. Discutía ami­ga­ble­men­te ha­ce po­co con una blo­gue­ra te­le­vi­si­va so­bre el su­pues­to pro­ble­ma de la se­rie: “vi­ve de su au­to­rre­fe­ren­cia­li­dad, de sus gui­ños, de sus re­ga­los a los fans in­con­di­cio­na­les”. Eso, se­gún ella, ha­cía que no hu­bie­se ma­ne­ra de ga­nar adep­tos a la mi­tad, es de­cir, que di­fí­cil­men­te al­guien que pi­lle Community por un ca­pí­tu­lo al azar va a que­dar­se a ver el si­guien­te. “Para so­bre­vi­vir”, de­cía ella, “tie­ne que abrir­se más, gi­rar me­nos so­bre sí mis­ma, fa­ci­li­tar las co­sas”. Es de­cir, em­peo­rar. Para que Community lo­gre sal­var­se y con­ti­nuar una cuar­ta tem­po­ra­da de­be­ría ser una se­rie peor. Bueno, pues sea­mos fe­li­ces de ha­ber lle­ga­do has­ta aquí y que ba­je el te­lón. Ah: es­te es mi ca­pí­tu­lo fa­vo­ri­to de la se­gun­da tem­po­ra­da, por­que ten­go de­bi­li­dad por Louis Malle.

El he­ma­to­crí­ti­co de ar­te, de El Hematocrítico

El ma­yor gol­pe de ge­nio por par­te de la Internet en es­pa­ñol del úl­ti­mo año, jun­to con ese ser in­con­tro­la­ble lla­ma­do @masaenfurecida. Una idea sen­ci­lla y una re­so­lu­ción bri­llan­te en el no­ven­ta por cien­to de los ca­sos. It’s the arts.

Tree of li­fe, de Terrence Malick y Drive, de Nicolas Winding Refn

No las pe­lí­cu­las en sí, que tam­bién, sino la com­bi­na­ción ma­ra­vi­llo­sa que ha­cen sus di­rec­to­res de mú­si­ca clá­si­ca e imá­ge­nes (Malick) y mú­si­ca retro-electrónica e imá­ge­nes (Winding Refn), que ha­cen que más allá de las na­rra­cio­nes el es­pec­ta­dor ten­ga una in­yec­ción co­jo­nu­da de im­pre­sio­nis­mo, ex­pre­sio­nis­mo y cual­quier otro ‑is­mo que se nos ocurra.

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Por Álvaro Mortem

Ultraviolencia, de Miguel Noguera

Intentar ha­blar de Miguel Noguera es co­mo te­ner la pre­ten­sión de ex­pli­car lo im­po­si­ble: un ejer­ci­cio va­cuo de in­ter­fe­ren­cias in­te­lec­ti­vas. Es por ello que su li­bro Ultraviolencia, au­tén­ti­co ob­je­to fe­ti­che de és­te año en lo que España se re­fie­re, ha­bla por sí mis­mo con la elo­cuen­cia sa­gaz del que se sa­be un mons­truo po­li­mor­fo, es­qui­zo­fré­ni­co, que va apun­tan­do en to­das las di­rec­cio­nes dis­pa­ran­do sal­vas sin pa­rar un só­lo se­gun­do. Si el pro­pio Noguera afir­ma que pri­ma la can­ti­dad por la ca­li­dad no es por una cues­tión de me­ter lo más po­si­ble, es me­ra­men­te un ejer­ci­cio de la im­po­si­bi­li­dad de dis­cri­mi­na­ción, ¿có­mo pue­des ele­gir lo que es real­men­te bri­llan­te si atien­des a una ló­gi­ca in­ter­na que va más allá del mun­do? Por eso, y por to­do lo que de­mues­tra den­tro de sus pá­gi­nas, Ultraviolencia es la vi­sión apó­cri­fa del Mil Mesetas de Deleuze y Guatari pa­ra el cam­po del hu­mor. Con to­do lo que ello conlleva.

Heavy Rocks, de Boris

Es un he­cho co­mún que cuan­do los ar­tis­tas han con­se­gui­do un cier­to re­co­no­ci­mien­to su­fran un cier­to es­tan­ca­mien­to en sus for­mas pa­sa­das; vi­ven de las ren­tas de sus crea­cio­nes ex­plo­tán­do­los sin in­ten­tar lle­var­los ha­cia un nue­vo cam­po. Por su­pues­to es­te no es un pro­ble­ma que aso­la a Boris co­mo nos de­mos­tró en los tres lan­za­mien­tos que han he­cho es­te año. Por ello si en New Album se atre­ven a vi­si­tar el J‑Pop en Attention Please ha­rán lo mis­mo con el noi­se pop y el shoe­ga­ze de­mos­tran­do una ca­pa­ci­dad que só­lo po­seen los ar­tis­tas más allá de su tiem­po: la ca­pa­ci­dad de re­no­var­se per­pe­tua­men­te pe­ro sin per­der ja­más un ápi­ce de su per­so­na­li­dad. Es por ello que Heavy Rocks es una epi­fa­nía don­de, des­pués de de­mos­trar que pue­den ha­cer cual­quier co­sa, don­de nos en­se­ñan el au­tén­ti­co fu­tu­ro del rock. Y, no se us­te­des, pe­ro yo quie­ro que­dar­me a vi­vir allí has­ta que llegue. 

Juego de Tronos, de David Benioff y D. B. Weiss

Aunque la pre­mi­sa de los li­bros me pa­re­ce in­tere­san­te he de ad­mi­tir que el es­ti­lo de George R. R. Martin ‑o la in­ca­pa­ci­dad de su tra­duc­to­ra, lo desconozco- me pro­du­ce una re­pul­sa de la cual soy in­ca­paz de so­bre­po­ner­me. Es por ello que la se­rie de la HBO ha caí­do co­mo una ben­di­ción del cie­lo al per­mi­tir­me des­cu­brir unas aven­tu­ras fas­ci­nan­tes sin el te­dio de una pro­sa te­rri­ble y una in­ca­pa­ci­dad pa­to­ló­gi­ca pa­ra la sín­te­sis de acon­te­ci­mien­tos va­cíos de sig­ni­fi­ca­ción. Con la fac­tu­ra clá­si­ca de la ca­de­na ex­pla­yan un pre­cio­sis­mo sal­va­je que con­tras­ta con la bru­ta­li­dad de la his­to­ria, las muer­tes se van su­ce­dien­do en un re­tra­to de una Edad Media fan­tás­ti­ca des­co­ra­zo­na­dor que es la nues­tra só­lo que ca­mu­fla­da; to­da esa vio­len­cia fí­si­ca, ver­bal y mo­ral no de­ja de ser el ori­gen de don­de ve­ni­mos, nues­tra pro­duc­ción más te­rro­rí­fi­ca de to­dos los tiem­pos. Eso es lo in­tere­san­te de la se­rie pues, si Juego de Tronos ha­bla fun­da­men­tal­men­te de no­so­tros, en­ton­ces só­lo te­ne­mos cer­te­za de dos co­sas: que los dio­ses nos han aban­do­na­do, por­que de he­cho nun­ca es­tu­vie­ron ahí, y que la con­di­ción del mun­do es ex­clu­si­va­men­te fru­to de nues­tras de­ci­sio­nes. Para bien y pa­ra mal.

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Por Carlos Garm

1. Vinyl Revival en BBC Radio 6 Music

Pete Paphides es­tá ha­cien­do más por re­cu­pe­rar el ver­da­de­ro sig­ni­fi­ca­do del vi­ni­lo (y, por ex­ten­sión, por re­cu­pe­rar una co­ne­xión sin­ce­ra y pro­fun­da con la mú­si­ca) que nin­gu­na otra per­so­na en el mundo.

2. Xeni Jardin

Co-editora del we­blog Boing-Boing, twee­tea en di­rec­to su pri­me­ra ma­mo­gra­fía, que re­sul­ta en un diag­nós­ti­co po­si­ti­vo, y es­cri­be uno de los tex­tos más emo­ti­vos del año.

3. Penn & Teller: Fool Us

Un pro­gra­ma de ma­gia e ilu­sio­nis­mo en te­le­vi­sión (o ba­ja­do de Internet o… bueno, ya me en­tien­den) era al­go que no se veía des­de ha­ce mu­chí­si­mo tiem­po. Que una gran can­ti­dad de gen­te ha­ya vis­to a ma­gos de la ta­lla de Benjamin Earl, Mathieu Bich, Cubic Act, Shawn Farquhar, Soma o Daniel Madison acom­pa­ña­dos por dos ti­ta­nes co­mo Penn y Teller y sin ras­tro de gen­tu­za re­pug­nan­te co­mo Criss Angel es al­go a celebrar.

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Por Chiconuclear

Drive, de Nicolas Winding Refn

Me pi­de Álvaro que le lis­te tres ar­te­fac­tos cul­tu­ra­les de es­te 2011 y en mi ca­be­za apa­re­ce un es­cor­pión do­ra­do. Sé que Drive es un lo­gro es­té­ti­co gi­gan­tes­co; sé que es la pe­lí­cu­la ne­gra que más me ha im­pre­sio­na­do des­de Brick, y de eso ha­ce ya unos años; sé que su ban­da so­no­ra es fe­no­me­nal. Pero si cie­rro los ojos só­lo veo un es­cor­pión do­ra­do, y si me fi­jo un po­co más veo una es­pal­da y una mano me­ti­da en el bol­si­llo y la otra, en­fun­da­da en un guan­te, lle­van­do una bol­sa de de­por­te. Veo esen­cial­men­te a Ryan Gosling, con­ver­ti­do au­to­má­ti­ca­men­te en un icono po­de­ro­sí­si­mo. Hace ya un tiem­po que vi Drive y su re­cuer­do só­lo ha cre­ci­do y cre­ci­do en los úl­ti­mos me­ses; que la re­cor­da­re­mos den­tro de unos años es al­go de lo que no me ca­be nin­gu­na duda.

Portlandia, de Fred Armisen, Carrie Brownstein y Jonathan Krisel

Recordé es­ta se­rie ha­ce unos días, por ca­sua­li­dad, y me da­ría pe­na no men­cio­nar­la por ha­ber­la re­le­ga­do a esa es­tan­te­ría de la me­mo­ria don­de uno de­ja las co­sas de prin­ci­pio de año. (Muy de prin­ci­pios de año: los seis ca­pí­tu­los de la pri­me­ra tem­po­ra­da fue­ron emi­ti­dos en­tre fi­na­les de enero y fe­bre­ro; la se­gun­da tem­po­ra­da, por cier­to, em­pie­za el día 6 de enero de 2012.) Portlandia re­tra­ta la vi­da en Portland, Oregon, un si­tio «don­de los jó­ve­nes van a re­ti­rar­se» y el sue­ño ame­ri­cano de los 90, el de la ge­ne­ra­ción X, el de ha­cer­se pier­cings y ta­tua­jes tri­ba­les, el que ani­ma­ba a la ju­ven­tud a ser ellos mis­mos y a di­fe­ren­ciar­se de la ma­sa. El re­sul­ta­do es un re­tra­to fe­roz­men­te res­pe­tuo­so, o res­pe­tuo­sa­men­te fe­roz, de lo hips­ter: an­te nues­tros ojos des­fi­lan ob­se­sos de lo or­gá­ni­co que an­tes de co­mer su po­llo en el res­tau­ran­te tie­nen que ir a vi­si­tar la gran­ja don­de son cria­dos, ho­te­les don­de los hués­pe­des son re­ci­bi­dos por un DJ que les in­for­ma de las co­mo­di­da­des scratch me­dian­te, de­vo­ra­do­res cul­tu­ra­les que aca­ban en­zar­za­dos en pe­leas a muer­te por de­mos­trar que leen más que los de­más, etc. Fred Armisen es hi­la­ran­te co­mo siem­pre y quie­ro ca­sar­me con Carrie Brownstein.

Catherine, de Atlus

Catherine no sal­drá en España has­ta fe­bre­ro de 2012, pe­ro (ven­ta­jas de la crí­ti­ca de vi­deo­jue­gos) he po­di­do ju­gar­lo an­tes de que ter­mi­ne el año. Es un vi­deo­jue­go que va de un ti­po, Vincent, que en una no­che de esas en las que be­bes más de la cuen­ta le po­ne los cuer­nos a su no­via, Katherine, con una chi­ca que se lla­ma tam­bién Catherine. Entre (K)Catherines va a la co­sa, pues; ne­ce­si­ta­ría una res­ma, y no un pá­rra­fo, pa­ra ex­pli­car to­do lo que ha­ce que es­te­mos an­te uno de los jue­gos más bri­llan­tes de los úl­ti­mos años (tam­bién pa­ra ha­cer no­tar sus te­rri­bles tro­pie­zos: no por na­da es ja­po­nés), así que me li­mi­to a re­co­men­dar­lo. Es un jue­go ne­ce­sa­rio: no crea­rá ten­den­cia y se­gu­ra­men­te pa­se más bien des­aper­ci­bi­do, pe­ro de­mues­tra que se pue­den tra­tar al­gu­nos te­mas tra­di­cio­nal­men­te ale­ja­dos del ima­gi­na­rio del vi­deo­jue­go (no: fo­llar­te a un mu­ñe­co ver­de con cuer­nos en una na­ve es­pa­cial des­pués de in­ter­cam­biar cua­tro lí­neas de diá­lo­go es­pan­to­sas no cuen­ta, ni con­ta­rá ja­más) di­rec­ta­men­te, sin inun­dar el asun­to con me­tá­fo­ras co­mo ha­cen al­gu­nos in­de­pen­dien­tes ni re­nun­ciar a un ti­po de jue­go pro­fun­da­men­te tra­di­cio­nal. En el fon­do, Catherine es un jue­go de puzz­les; un Tetris que re­fle­xio­na, y nos ha­ce re­fle­xio­nar, so­bre el com­pro­mi­so, la con­fian­za, la fi­de­li­dad, la pa­ter­ni­dad y el gé­ne­ro. Qué lo­co, ¿no?

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Donde aso­man las cul­tu­ras: Tres di­rec­cio­nes dis­pa­ra­ta­das, por Dr. Zito

La ca­lle: Attack the block, de Joe Cornish

Es la más jo­co­sa de las ma­ni­fes­ta­cio­nes en la pan­ta­lla que han te­ni­do de las re­vuel­tas po­pu­la­res del 2011. Una pe­lí­cu­la en la que los des­po­seí­dos sal­van el mun­do de una in­va­sión alie­ní­ge­na que na­die más ha cons­ta­ta­do. Mientras tan­to, al otro la­do del char­co, El ori­gen del pla­ne­ta de los si­mios, más es­pec­ta­cu­lar pe­se a su aro­ma a se­rie B, re­pe­tía un ejer­ci­cio si­mi­lar pe­ro ha­cien­do de los si­mios pro­tes­to­nes los amos de un nue­vo mun­do. Aparte de en­tre­te­ni­dí­si­mas, el po­der de am­bos films co­mo me­tá­fo­ras del pre­sen­te re­sul­ta­ba di­fí­cil de resistir.

Los pla­ne­tas: El ar­bol de la vi­da de Terence Malick

Produjo en sus es­pec­ta­do­res más ge­ne­ro­sos un Stendhalazo de pro­por­cio­nes so­lo com­pa­ra­bles a las que ge­ne­ra­ba Melancolía de Lars Von Trier, dos obras be­llí­si­mas, que des­de pos­tu­ras an­ti­té­ti­cas, la del quien quie­re con­ser­var su fe y la del nihi­lis­ta irre­den­to, acu­dían a vi­sio­nes ma­xi­ma­lis­tas de pla­ne­tas en alie­na­ción pa­ra aprehen­der nues­tra ver­da­de­ra es­ca­la en el universo.

La ca­rre­te­ra: Drive, de Nicolas Winding Refn

Permanece com­ple­ta­men­te or­to­go­nal a cual­quier eje. Auténtico hit de la tem­po­ra­da, su pro­ta­go­nis­ta per­si­gue un vec­tor ho­ri­zon­tal, a ve­lo­ci­dad pro­pia, mez­clan­do sa­bia­men­te ecos y re­fe­ren­cias ilus­tres pa­ra crear una ra­re­za ca­si úni­ca, aje­na a las ten­den­cias, que en­glo­ba cua­tro dé­ca­das, una pe­lí­cu­la vio­len­ta y gen­til, ro­mán­ti­ca y sen­sual, sór­di­da y electrizante.

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Por Dulcemorgue

Sjukdom, de Lifelover

Pocas ban­das lle­gan has­ta los ni­ve­les de au­to­des­truc­ción por los que na­ve­ga, con sol­tu­ra, Lifelover. Han na­ci­do pa­ra es­to. Cada se­gun­do de ca­da can­ción de ca­da dis­co es un ma­no­ta­zo san­grien­to en la pa­red acol­cha­da de sus cel­das. Con es­te Sjukdom, que se­rá el úl­ti­mo dis­co de Lifelover ya que tras la muer­te en ex­tra­ñas cir­cuns­tan­cias del prin­ci­pal com­po­si­tor han anun­cia­do su di­so­lu­ción, Lifelover cul­mi­nan esa es­pi­ral de de­ca­den­cia y auto-flagelación que han ido cons­tru­yen­do a lo lar­go de to­da su dis­co­gra­fía. Y lo ha­cen de una for­ma brillante.

War Of Roses, de Ulver

Lo han vuel­to a con­se­guir. Ya des­de los pri­me­ros se­gun­dos del cor­te que abre es­te War Of Roses, sor­pren­den­te­men­te ace­le­ra­do co­mien­zo de dis­co ten­go que aña­dir, te en­gan­chan en una ola con sa­bor pro­gre­si­vo y ex­pe­ri­men­tal que no quie­res que ce­se. Pero ce­sa, me­nos mal que te­ne­mos el bo­tón de re­peat. A Ulver gracias.

Vault, de MZ.412

Sí, se tra­ta de un re­co­pi­la­to­rio. Sí, se tra­ta de la re­edi­ción de to­da su dis­co­gra­fía. Y sí, se me­re­ce es­tar en mi top3 par­ti­cu­lar de es­te 2011 que se ex­tin­gue. ¿Por qué? Porque la for­ma de con­den­sar so­ni­dos ri­tua­les, am­bien­tes claus­tro­fó­bi­cos y bru­ta­li­dad so­no­ra de la que ha he­cho ga­la MZ.412 des­de sus ini­cios es úni­ca y es­te Vault me­re­ce un lu­gar de ho­nor en nues­tras estanterías.

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Por El bai­le de San Vito

Four Lions, de Chris Morris

Una (anti)comedia en­ter­ne­ce­do­ra so­bre el mun­do de las cé­lu­las te­rro­ris­tas is­lá­mi­cas, pe­ro que po­dría ha­cer­se ex­ten­si­vo a cual­quier ti­po de or­ga­ni­za­ción te­rro­ris­ta y/o suber­si­va. Bajo la mi­ra­da de Chris Morris el mun­do yiha­dis­ta tie­ne más que ver con el de Atraco a las Tres que con el de Mission: Imposible, y los per­so­na­jes que lo pue­blan más pa­re­cen sa­ca­dos de una so­cie­dad gas­tro­nó­mi­ca o de la tu­na de ve­te­ri­na­ria que de una or­ga­ni­za­ción ma­lig­na ti­po Espectra o Hydra. Se es­treno en 2010, pe­ro fue lle­gan­do a nues­tras cos­tas a lo lar­go de es­te año, es de­cir: tar­de, mal y a ras­tras. Aún es­ta­mos es­pe­ran­do por el es­treno oficial.

Black Mirror, de Charlie Brooker

En las úl­ti­mas se­ma­nas se ha es­cri­to tan­to so­bre Black Mirror que es po­co lo que yo po­dría aña­dir aquí. Charlie Brooker, su prin­ci­pal ar­tí­fi­ce, ya ha­bía jugado

con éxi­to con los géneros-basura te­le­vi­si­vos (reality shows y de­más) en la fa­bu­lo­sa Dead Set que ter­mi­na­ba, re­cor­de­mos, con una in­va­sión zom­bie en la ca­sa del Gran Hermano bri­tá­ni­co. Black

Mirror es una con­ti­nua­ción de ese áci­do co­men­ta­rio por otros me­dios. Por to­dos los me­dios. Uno pue­de es­tar de acuer­do o no con su vi­sión mo­ra­lis­ta y tec­no­fó­bi­ca de la so­cie­dad de la información,

in­clu­so pue­de es­tar en des­acuer­do con que sea mo­ra­lis­ta y tec­no­fó­bi­ca, pe­ro no pue­de ne­gar lo que el pro­pio re­vue­lo que ha le­van­ta­do po­ne de ma­ni­fies­to: que nos en­con­tra­mos an­te las tres ho­ras es­ca­sas de te­le­vi­sión más im­pres­cin­di­bles de 2011. Seize the time!

Neonomicon, de Alan Moore y Jancen Burrows

Resulta sig­ni­fi­ca­ti­vo que mi te­beo fa­vo­ri­to de es­te año no exis­ti­ría de no ser por los pro­ble­mas fis­ca­les de su au­tor. Sí, ami­gos, Alan Moore tie­ne pro­ble­mas con ha­cien­da y, pa­ra so­lu­cio­nar­los, no se le ha ocu­rri­do na­da me­jor que es­cri­bir es­ta mi­ni­se­rie, que vie­ne a com­ple­men­tar y con­ti­nuar aque­lla ra­ra avis de 2003 que se lla­mo The Courtyard so­me­tien­do a la mi­to­lo­gía lo­ve­craf­tia­na a un up to da­te de aquí te es­pe­ro que ha lla­ma­do la aten­ción del pú­bli­co por lo ex­plí­ci­to de sus es­ce­nas se­xua­les, lo que ha obli­ga­do a Panini a in­cluir un dis­clai­mer en la por­ta­da. Una obra me­nor, sí, in­clu­so lo que po­dría­mos lla­mar una obra ali­men­ti­cia, pe­ro que da so­pas con on­da a to­dos los de­más con­ti­nua­do­res de Lovecraft den­tro y fue­ra del mun­do de la vi­ñe­ta. ¡Ay, Alan, si no exis­tie­ras ten­dría­mos que inventarte!

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Por Francis Ruiz

Drive, de Nicholas Winding Refn

Escribo es­to a unas ho­ras de ha­ber­la vis­to y no se muy bien qué co­men­tar­les so­bre la pe­lí­cu­la. Podría ha­blar de que con­tie­ne una de las his­to­rias de amor más be­llas que re­cuer­do, don­de los si­len­cios son más elo­cuen­tes que cual­quier ti­po de pa­la­bre­ría, o don­de una mano que se po­sa so­bre otra en una pa­lan­ca de cam­bios es más emo­cio­nan­te que cual­quier be­so. También es­tán esas per­se­cu­cio­nes de las que ya no se rue­dan. O esos es­ta­lli­dos de vio­len­cia que en­co­gen de te­rror el es­tó­ma­go. Pero ya les di­go, to­do eso son pa­la­bras pa­ra una pe­lí­cu­la que no las ne­ce­si­ta, pa­ra una pe­lí­cu­la de si­len­cios, de in­te­rio­res y de mi­ra­das, de sen­tar­se y de­jar­se llevar.

No ha­brá paz pa­ra los mal­va­dos, de Enrique Urbizu

Es cu­rio­so que la me­jor adap­ta­ción del tono y las ma­ne­ras de Ellroy al ci­ne no sea a par­tir de una no­ve­la su­ya. La pe­lí­cu­la de Urbizu es in­gra­ta pa­ra el es­pec­ta­dor, que sa­le con­fu­so y sin sa­ber muy bien qué co­ño ha pa­sa­do con Santos Trinidad an­tes y du­ran­te la his­to­ria que nos cuen­ta. Aquí no hay una reu­nión del de­tec­ti­ve con los ma­los en plan «a ver me ex­pli­que us­ted que es es­to an­tes del ti­ro­teo del fi­nal». Lo que te­ne­mos aquí es una en­re­ve­sa­da his­to­ria de ci­ne ne­gro cons­trui­da a par­tir de pe­que­ños de­ta­lles, fo­tos que se des­li­zan so­bre una ba­rra y con­ver­sa­cio­nes tan au­to­rre­fe­ren­cia­les que has­ta da pa­lo es­tar mi­ran­do, por­que us­ted, ob­via­men­te, no es­tá in­vi­ta­do a es­cu­char. ¿Que el to­do lo que les cuen­to es fru­to de fal­ta de me­dios, agu­je­ros de guíon y tra­mas que se que­dan en la sa­la de mon­ta­je? Pues va­le. Pero qué bien les ha quedado.

Dark Souls, de From Software

Es un jue­go di­fí­cil y cruel, di­cen to­dos. Y tie­nen ra­zón. Dark Souls es co­mo la vi­da mis­ma: hay ve­ces que las cir­cuns­tan­cias se te po­nen en con­tra y te en­fren­tas a du­ros re­tos, va­le, pe­ro la ma­yo­ría de las ve­ces que fa­llas es por que eres gi­li­po­llas, a ve­ces por arro­gan­te y otras por in­ex­per­to. En Dark Souls, y en la vi­da, cuan­do crees que lo has vis­to to­do, que eres sa­bio y que tie­nes mas ti­ros pe­ga­dos que una ba­rra­ca de fe­ria es cuan­do en­cuen­tras nue­vas for­mas de ca­gar­la. Pero no hay que deses­pe­rar, por­que la cla­ve en Dark Souls y en la vi­da es con­ser­var la ca­be­za fría an­te las cir­cuns­tan­cias ad­ver­sas pa­ra no per­der más de lo que ya has per­di­do y vol­ver a don­de has fa­lla­do siem­pre y cuan­do ha­yas apren­di­do al­go de la hos­tia que te has co­mi­do. Si es us­ted de los que no apren­den o sen­ci­lla­men­te tie­nen es­ca­sa to­le­ran­cia a la frus­ta­ción, me­jor pa­se de largo.

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Por Henrique Lage

El re­gre­so a las po­lí­ti­cas de la calle

El 2011 se­rá sin du­da re­cor­da­do por los mi­les de ciu­da­da­nos de to­do el mun­do que sa­lie­ron en pro­tes­tas de di­ver­sa ín­do­le a to­mar las ca­lles. El vuel­co cul­tu­ral no ha es­ta­do a la al­tu­ra: la ma­yo­ría de las ofer­tas edi­to­ria­les han si­do inanes y triun­fa­lis­tas y otras in­dus­trias co­mo el ci­ne (con la aza­ro­sa ex­cep­ción de In ti­me de Andrew Niccol) o los vi­deo­jue­gos aún no han reac­cio­na­do, pe­se a que se ave­ci­nan pro­yec­tos en los que ya aso­ma al­go de re­tro­ali­men­ta­ción, ta­les co­mo La chis­pa de la vi­da o Bioshock Infinite; sin em­bar­go, ha traí­do de nue­vo in­te­rés por dis­cu­tir es­tos asun­tos y per­mi­ti­rá que ha­ya una ac­ti­tud más com­ba­ti­va y crí­ti­ca in­clu­so aun­que el sis­te­ma pre­ten­da ha­cer­lo su­yo, co­mo se ha vis­to en los anun­cios de mar­cas co­mo Movistar. Twitter, por ejem­plo, ha re­fle­ja­do lo ma­lo de es­ta ten­den­cia, tan­to en sus Masas Enfurecidas co­mo en su ten­den­cia a con­ver­tir en Trending Topic cual­quier ba­na­li­dad por 15 se­gun­dos de fa­ma (el mi­nu­to co­ti­za de­ma­sia­do hoy en día), pe­ro tam­bién su la­do bueno con pro­pues­tas, co­mu­ni­ca­ción y diálogo.

El ci­ne polarizado.

Si en un me­dio ya de por sí con­ser­va­dor co­mo el ci­ne le aña­di­mos una cri­sis glo­bal y los pro­ble­mas de li­diar con el cam­bio del es­pec­ta­dor al usua­rio, te­ne­mos la si­tua­ción ac­tual: un ci­ne po­la­ri­za­do que se di­vi­de en­tre aque­llas pie­zas rea­li­za­das con es­ca­sí­si­mos me­dios y mu­cho in­ge­nio y un ci­ne so­bre­pro­du­ci­do — les in­vi­to a con­tar, en­tre los trai­lers del pró­xi­mo año, cuan­tos in­clu­yen mons­truo­sas ba­ta­llas en­tre ejér­ci­tos — re­fu­gia­do en ese sal­va­vi­das des­hin­cha­do que es­tá re­sul­tan­do el RealD 3D. El es­pa­cio in­ter­me­dio en el que có­mo­da­men­te los au­to­res po­dían arries­gar lo su­fi­cien­te y aún así, lle­gar a un pú­bli­co am­plio ya no exis­te co­mo tal y ve­mos gran­des ape­lli­dos re­fu­gián­do­se en un la­do u otro. Abajo los pre­su­pues­tos me­dios. De es­te quie­bro na­ce cier­ta in­cer­ti­dum­bre pe­ro tam­bién al­go de es­pe­ran­za. Ahora que el ci­ne es­tá al al­can­ce de to­dos pue­de mo­ti­var que es­te len­gua­je des­pier­te de su le­tar­go y se vea obli­ga­do a re­sul­tar más es­pe­cial y úni­co que nunca.

Portal 2, de Valve

El pri­mer Portal su­pu­so una enor­me sor­pre­sa que se con­vir­tió en un clá­si­co ins­tan­tá­neo a ba­se de cues­tio­nar los pro­pios re­cur­sos de un vi­deo­jue­go: el tra­yec­to mar­ca­do, la Voz que dic­ta las nor­mas, el ca­rác­ter ar­ti­fi­cio­so y me­cá­ni­co que pre­ten­de re­crear un es­pa­cio real y har­mó­ni­co y, por su­pues­to, el ob­je­ti­vo del jue­go, la re­com­pen­sa, la tar­ta. Portal 2 te­nía que li­diar con ser la se­cue­la de un pro­duc­to plus­cuam­per­fec­to y lo hi­zo de la me­jor ma­ne­ra po­si­ble: re­ven­tan­do to­do. Si Portal 2 su­po­ne el jue­go más re­le­van­te del año es por el her­mo­so equi­li­brio en­tre su ar­gu­men­to, diá­lo­gos, ju­ga­bi­li­dad y, sí, dis­cur­so pro­pio, que le ha pro­pi­cia­do el con­ver­tir­se en un mo­de­lo a pro­yec­tar­se en el fu­tu­ro. Si has­ta aho­ra los vi­deo­jue­gos co­no­cían el len­gua­je, igual que Griffith dio con mu­chas de las cla­ves del ci­ne, al fin te­ne­mos aquí a nues­tro Orson Welles, dis­pues­to a se­llar­las co­mo mo­de­lo al que aspirar.

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Por Jim Thin

Portal 2, de Valve

Portal 2 es, ahí don­de lo ven, el pri­mer vi­deo­jue­go de la his­to­ria. Que apa­rez­ca 40 años des­pués de que en teo­ría em­pe­za­ra to­do es­to de los jue­gui­tos y el ar­te y el joys­tick y eres un aso­cial es un po­co de­pe­cio­nan­te de ca­ra al pa­sa­do, pe­ro bas­tan­te re­ve­la­dor de ca­ra al fu­tu… no, no les voy a en­ga­ñar: Portal 2 es una is­la, es un he­cho ais­la­do que su­ce­de una vez ca­da mu­chí­si­mos años y que no se de­ja ver de nue­vo has­ta que el an­te­rior ha si­do ol­vi­da­do. Por suer­te Portal 2 es pre­sen­te, pa­sa­do y fu­tu­ro pa­ra aquél que pue­de apre­ciar­lo en el mo­men­to de su apa­ri­ción; Portal 2 es aho­ra, ha si­do 2011 y se­rá el có­mo se ha­cen las co­sas has­ta que nos ol­vi­de­mos de nue­vo que en to­do es­to de los vi­deo­ju­gos hay una ra­zón de ser.

Bored to Death, de Jonathan Ames

El ma­yor enemi­go de una se­rie es la su­ti­le­za. Arrested Development lo pue­de cons­ta­tar, y aho­ra, tam­bién, Bored to Death. Que la se­rie con ma­yor nú­me­ro de chis­tes de pe­nes y ho­mo­se­xua­li­dad sea a la vez la más ma­du­ra que ha exis­ti­do en los úl­ti­mos años pue­de so­nar ex­tra­ño (ade­más de no en­ca­jar del to­do con el con­cep­to de su­ti­le­za), pe­ro es que ese es el jue­go de Bored to Death: cu­brir de re­la­to noir la re­la­ción de tres ami­gos (Zach Galifianakis y Ted Danson son ya ra­zo­nes per sè pa­ra ver la se­rie. Y a Jason Schwartzman… se le co­ge ca­ri­ño), ero­ti­zar­la, y me­ter mi­ni­do­sis de su­rrea­lis­mo; y des­pués no ha­cer ni ca­so a ese su­rrea­lis­mo, tra­tar­lo con na­tu­ra­li­dad, sin PUMS ni in­ten­ción de ha­cer reír (Community es per­fec­ta, co­mo sit­com). Bored to Death es la na­rra­ción irreal más creí­ble que uno pue­de con­su­mir, es vi­vir una vi­da que no nos per­te­ne­ce pe­ro a la que pen­sa­mos po­dría­mos as­pi­rar. Bored to Death se ol­vi­da de su con­di­ción de se­rie, de pro­duc­to cul­tu­ral, de in­ten­cio­nes u ob­je­ti­vos, y sin em­bar­go con su can­ce­la­ción es­te año tras la ter­ce­ra tem­po­ra­da ha

con­se­gui­do al­can­zar to­dos los que se hu­bie­se propuesto.

Revolución egip­cia, de La Realidad®

Hacía tiem­po que un do­cu­men­tal no era mi pe­lí­cu­la fa­vo­ri­ta del año —por no de­cir que nun­ca lo ha si­do — , pe­ro en enero, mien­tras veía Al Jazzera y Egipto en lla­mas, si­re­nas y gri­tos, un do­cu­men­tal en tiem­po real, cul­tu­ra en di­rec­to, su­pe que eso era lo más im­por­tan­te que ve­ría du­ran­te el año, y tal vez bas­tan­te más. La re­vo­lu­ción egip­cia no fue la pri­me­ra en for­mar par­te de lo que des­pués se lla­mó Primavera Árabe, no fue la más san­grien­ta ni la que más muer­tes ha cau­sa­do, no ha si­do la más lon­ge­va (pe­se a que tras la abo­li­ción del ré­gi­men to­ta­li­ta­rio de Mubarak aún si­gue ha­bien­do pro­tes­tas) ni la más ex­cep­cio­nal, pe­ro sí me atre­vo a de­cir que ha si­do la más in­ter­na­cio­nal (pe­se al mor­bo de Libia y Gadafi), la que más ca­la­do ha te­ni­do en el res­to de so­cie­da­des (pe­se a la aún ac­ti­va y cons­tan­te in­for­ma­ción que nos lle­ga de las re­vuel­tas si­rias) y —es­to sin pe­sa­res— la más cohe­sio­na­do­ra. Egipto es ese país al que to­dos de­sea­mos el bien, sin con­flic­tos de in­tere­ses ni se­gun­das in­ten­cio­nes ocul­tas, y es el país al que es­cu­cha­mos aten­ta­men­te co­mo si fue­ra nues­tro her­mano me­nor, que aún tie­ne tan­to que des­cu­brir de la vi­da. Egipto gri­ta a su pa­dre y a su ma­dre, de los que se quie­re in­de­pen­di­zar, pe­ro a su her­mano ma­yor le in­ten­ta en­se­ñar lo po­qui­to que sa­be, le cuen­ta lo que va apren­dien­do día a día, ca­da vez que su mun­do se po­ne pa­tas arri­ba. Egipto le con­tó al res­to lo que ya le ha­bía con­ta­do Túnez, pe­ro na­die hi­zo ca­so a ese país feo­te; Egipto le con­tó a Europa que por muy có­mo­da que es­té, la des­igual­dad si­gue ahí, y que tam­bién tie­ne de­re­cho a ma­ni­fes­tar­se con­tra las in­jus­ti­cias, aun­que es­tas se den en una es­ca­la di­fe­ren­te. Y España re­ci­bió el men­sa­je, y Londres se dio cuen­ta de que te­nía ra­zón, Italia re­cor­dó có­mo se ha­cía, Grecia re­ci­bió un ex­tra de apo­yo pa­ra lo que ya lle­va­ba tiem­po ha­cien­do, apren­dió de un país me­nor un par de co­si­tas so­bre el có­mo y el dón­de. Y a Japón le llo­vió un te­rre­mo­to, por­que así es la vi­da, por­que no to­do es pla­nea­do. Por des­gra­cia, co­mo les sue­le pa­sar a los que se creen ya for­ma­dos y ma­du­ros, re­pi­ca­mos el men­sa­je (que lle­ga a Estados Unidos y a Sudamérica, aun­que ya lo co­no­cían; que pa­sa a ser glo­bal) pe­ro nos ol­vi­da­mos rá­pi­do de él. Porque es­ta­mos con­for­mes, por­que aún te­ne­mos pan. De re­ga­lo, es­ta re­vo­lu­ción egip­cia nos ha que­ri­do en­se­ñar tam­bién el po­ten­cial de las re­des so­cia­les y la tec­no­lo­gía me­jor que cual­quier so­fis­ti­ca­do ca­pí­tu­lo de Black Mirror. Ha mos­tra­do una ca­ra del te­rror que no sa­le en nin­gún epi­so­dio de American Horror Story (y ya es di­fí­cil). Nos ha de­ja­do cla­ro, en de­fi­ni­ti­va, que si que­re­mos al­go la úni­ca ma­ne­ra de al­can­zar­lo es yen­do a por ello, no es­pe­ran­do a que Wikileaks suel­te una bom­ba que al fi­nal nun­ca lle­ga. Esto, y no otra co­sa, es un pro­duc­to cul­tu­ral relevante.

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Por Manel Mourning

Tassili, de Tinariwen

Con la que es­tá ca­yen­do, cul­tu­ral y mu­si­cal­men­te ha­blan­do, y la ca­ra­va­na tua­reg de Tinariwen si­gue avan­zan­do in­exo­ra­ble­men­te por los de­sier­tos de Mali, lu­chan­do con­tra las tor­men­tas de are­na y el has­tío con­tem­po­rá­neo. Para Tinariwen no exis­ten las pri­sas, el de­sa­zón o la fa­ti­ga. Solo el in­elu­di­ble pa­sar del tiem­po y las es­ta­cio­nes. Este gru­po de nó­ma­das, que fue de­cla­ra­do re­bel­de por el go­bierno du­ran­te la re­be­lión tua­reg de los años 90, em­pe­zó a ser co­no­ci­do en Occidente gra­cias a su par­ti­ci­pa­ción en Le Festival au Désert en 2003, pe­ro lle­van en ac­ti­vo des­de 1983. Fueron co­ro­na­dos co­mo los Rolling Stones del de­sier­to, pe­ro dis­co tras dis­co, han con­se­gui­do que su blues im­per­té­rri­to lle­gue a un nue­vo ni­vel de con­cien­cia co­lec­ti­va, lle­ván­do­lo más allá de la mú­si­ca pa­ra ser re­co­no­ci­do co­mo el sen­ti­mien­to de to­do un pue­blo. Probablemente es­te no sea el me­jor dis­co de 2011, pe­ro Tinariwen me­re­cen es­tar en es­ta lis­ta por ser el ada­lid de la lu­cha con­tra una in­dus­tria pro­pia de unos tiem­pos que no son los me­jo­res que la mú­si­ca ha vivido.

Ravedeth, 1972, de Tim Hecker

Poco a po­co pa­re­ce que va­mos vien­do la luz al fi­nal del tú­nel pa­ra el ti­po de mú­si­ca que ha­cen Oneohtrix Point Never o Tim Hecker. ¿Hay que mal­de­cir o dar las gra­cias a me­dios co­mo Pitchfork? Eso, sin­ce­ra­men­te, no me in­tere­sa. El dis­co de Tim Hecker es una mal­di­ta obra maes­tra que ja­más so­na­rá en nin­gu­na dis­co­te­ca por­que, por mu­cho que la in­dus­tria se em­pe­ñe en dis­fra­zar­lo de hy­pe, no es di­ver­ti­do. No es fá­cil y no se adap­ta a la fór­mu­la ac­tual de hit af­ter hit de la mú­si­ca con­tem­po­ra­nea. No en­gan­cha, no es bai­la­ble y da igual lo bien pro­du­ci­do que es­té. Se es­ca­pa, in­vo­lun­ta­ria­men­te, a los ten­tácu­los de la mú­si­ca del fast­food, del mer­chan­di­se y del usar y ti­rar. Es un pro­duc­to com­pli­ca­do y bo­ni­to, que pre­ci­sa de tiem­po y de­di­ca­ción pa­ra ser apre­cia­do, to­do lo con­tra­rio que los one hit won­ders de turno. Y es que la fo­to­gra­fía de la por­ta­da no es nin­gu­na broma.

Hot Snakes @ Moby Dick 12/14/2011

RIFFOLOGY. Esa es la cien­cia crea­da por el Gran Maestre John Reis. Han pa­sa­do 25 años de de­but de Pitchfork y ca­si 20 del de Drive Like Jehu y pu­di­mos ver a un Reis oje­ri­zo, con la fren­te más cla­rea­da de lo nor­mal, acos­tum­bra­dos a ese pe­la­zo en­go­mi­na­do, con mo­vi­mien­tos len­tos mien­tras aco­mo­da­ba sus gui­ta­rras, una Fender y una Gibson, a sus do­bles jacks. No pa­re­cía es­tar en su me­jor mo­men­to. Justo en­ton­ces, subió al es­ce­na­rio su ami­go y ca­si né­me­sis Rick Froberg, con el peor as­pec­to de la his­to­ria, el ca­be­llo en­ma­ra­ña­do ta­pán­do­le los ojos, una mo­chi­la a la es­pal­da y los mo­vi­mien­tos del ele­fan­te que sa­be que su fin es­tá cer­ca. Cualquier per­so­na aje­na a es­tos dos mons­truos po­dría pen­sar «¿Estos dos vie­jos, que jun­tos su­man ca­si 100 años, van a ha­cer que me ex­plo­ten las ore­jas?». Sí, se­ñor. En cuan­to John im­pri­mió el pri­mer riff a su gui­ta­rra, se le cam­bió la ca­ra, se di­bu­jó una son­ri­sa en su ros­tro y la sa­la se vino aba­jo. Es co­mo un ni­ño con un ju­gue­te nue­vo. Solo tie­nes que ver­lo to­car pa­ra es­tar to­tal­men­te se­gu­ro de que es­te hom­bre ha na­ci­do pa­ra es­to. No quie­re otra co­sa en la vi­da. Rick, en el otro ex­tre­mo del es­ce­na­rio, se trans­for­ma por com­ple­to. Le vuel­ve la san­gre a las ve­nas y el Rock Pateaculos pa­ten­ta­do por ellos mis­mos re­co­bra su de­no­mi­na­ción de ori­gen. No he vis­to un di­rec­to más bru­tal en to­da mi vi­da. Lo me­jor de su con­cier­to es que po­dría du­rar ho­ras y ni te da­rías cuen­ta. Hot Snakes tie­nen tres dis­cos de es­tu­dio, tres dis­cos per­fec­tos don­de no hay otra co­sa que hits, así que da lo mis­mo qué can­ción van a to­car lue­go. Cuando aca­ban, te que­das con el pe­lo ha­cía atrás, las ore­jas chi­rrian­do y ca­ra de no ha­ber en­ten­di­do na­da pe­ro que­rer más. Demos gra­cias a Swami y al des­tino por ha­ber vuel­to a jun­tar a es­tos dos gu­rús de la gui­ta­rra y del pe­lo­ta­zo sónico.

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Por Mikelodigas

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Por Noel Burgundy

1. Tomemos pres­ta­do el tér­mino a H.W. Auden y re­fi­rá­mo­nos al año que aca­ba co­mo la Era de la Ansiedad: un tiem­po de Cielo tec­no­ló­gi­co e Infierno eco­nó­mi­co, una pul­sión de muer­te co­lec­ti­va que nos lle­va a de­sear que esa ca­tás­tro­fe me­dioam­bien­tal que se nos an­to­ja in­mi­nen­te se sin­cro­ni­ce con un ca­tár­ti­co Apocalipsis in­te­rior. La cul­tu­ra ha em­pe­za­do a re­fle­jar nues­tro pre­sen­te de dia­ze­pa­nes y tran­qui­ma­zi­nes: ahí es­tá Melancholia, de Lars von Trier, ins­pi­ra­da en esa ci­ta de poe­ta da­nés Tom Kristensen que alu­día a la año­ran­za del nau­fra­gio y la muer­te re­pen­ti­na. La no­ve­la Otra di­men­sión, de Grace Morales, re­cor­da­ba los si­mu­la­cros apo­ca­líp­ti­cos que inau­gu­ra­ron el si­glo XXI (11‑S y 11‑M) pa­ra ana­li­zar el es­ta­do de en­tro­pía emo­cio­nal y lu­ju­ria tec­no­ló­gi­ca en el que nos su­mie­ron. La nue­va cul­tu­ra de las pla­zas y el 1% han ge­ne­ra­do un re­na­ci­mien­to de la can­ción pro­tes­ta (ahí es­tá la Fundación Robo) y han da­do lu­gar a fic­cio­nes de ur­gen­cia: ha­brá que ver có­mo so­bre­vi­ven al pa­so del tiem­po. Y, ha­blan­do del te­ma, los es­tra­gos de la cri­sis han reac­ti­va­do el in­te­rés por las webs so­bre lu­ga­res aban­do­na­dos: pa­seos me­lan­có­li­cos por es­pa­cios ex­te­rio­res que re­pro­du­cen nues­tro pai­sa­je interior.

2. El fu­tu­ro es re­tro, sen­ten­cia­ba el Dr. Repronto en uno de sus más cer­te­ros dis­cur­sos. En su en­sa­yo Retromania: Pop Culture’s Addiction to its Own Past, el crí­ti­co mu­si­cal Simon Reynolds ha­bla­ba de una nos­tal­gia por un fu­tu­ro per­di­do y del po­si­ble pre­ci­pi­cio crea­ti­vo al que se en­fren­ta una cul­tu­ra tan ob­se­sio­na­da por el pa­sa­do que ha per­di­do in­te­rés por sig­ni­fi­car en el pre­sen­te. Series co­mo Pan Am o vi­deo­jue­gos co­mo Superbrothers: Sword & Sworcery EP de­mues­tran que es­ta nos­tal­gia de su­per­fi­cies no es pro­pie­dad ex­clu­si­va de la mú­si­ca pop, mien­tras que el éxi­to sin pre­ce­den­tes de la apli­ca­ción pa­ra mó­vi­les Instagram (y de­ri­va­das) es­tá con­vir­tien­do, ca­si im­per­cep­ti­ble­men­te, nues­tra vi­da en la se­cuen­cia fi­nal de El res­plan­dor.

3. Es po­si­ble que Black Mirror, se­rie de la Channel 4 crea­da por Charlie Brooker, sea mi ar­te­fac­to cul­tu­ral pre­fe­ri­do del año. A me­dio ca­mino en­tre Rod Serling y el Nigel Kneale de The Year of the Sex Olympics, Brooker ha pre­sen­ta­do tres dis­to­pías que di­sec­cio­nan con un bis­tu­rí em­pa­pa­do en bi­lis to­dos los pla­nos de nues­tro pre­sen­te: el po­lí­ti­co (1×01), el so­cial (1×02) y el sentimental/privado (1×03). 2011 ha con­ver­ti­do a Steve Jobs en una suer­te de pro­fe­ta de un fu­tu­ro me­jor: Black Mirror se ha en­car­ga­do de po­ner con­tra­pe­sos pe­si­mis­tas a esa teo­ría y mos­trar­nos la po­si­bi­li­dad de un ma­ña­na don­de la tec­no­lo­gía avan­ce más rá­pi­do que nues­tros usos morales.

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Por NtmeC

End Time, de Brutal Truth

Si al­go tie­nen de bueno los mo­men­tos de au­ge de lo con­tes­ta­ta­rio en­tre el gran pú­bli­co es la pues­ta en va­lor y la su­bi­da a la pa­les­tra de pro­pues­tas que siem­pre es­tu­vie­ron pro­tes­tan­do y que pa­sa­ron des­aper­ci­bi­das an­te­rior­men­te. No re­sul­ta­ría ex­tra­ño por ello que al­guien se acor­da­se del grind­co­re, uno de los gé­ne­ros con­tes­ta­ta­rios por an­to­no­ma­sia, y en con­cre­to de uno de sus má­xi­mos re­fe­ren­tes. End Time no es na­da nue­vo ba­jo el sol pa­ra los ya adep­tos de la ban­da, pe­ro pue­de ser to­da una ex­pe­rien­cia pa­ra los aje­nos al com­bo ame­ri­cano y una lla­ma­da, si no a la re­vo­lu­ción al me­nos a la re­fle­xión por el rui­do y el caos. Maravilloso.

Tintín y el se­cre­to del uni­cor­nio, de Steven Spielberg y Peter Jackson

Hacen fal­ta pe­lí­cu­las que ape­tez­ca ver­las un do­min­go des­pués de co­mer. La sus­pi­ca­cia era na­tu­ral des­pués de la úl­ti­ma pe­lí­cu­la de Indiana Jones, pe­ro es­ta vez Spielberg nos ha da­do mier­da bue­na jun­to a su ami­go Peter. Un film que ha­ce ol­vi­dar al pú­bli­co de USA que su pro­ta­go­nis­ta es fran­cés (ex­plí­ca­le a un ame­ri­cano qué es un bel­ga) de­be ser be­llí­si­mo, y des­de lue­go Tintín y el se­cre­to del uni­cor­nio lo es. Ni un mi­nu­to de res­pi­ro, unas es­ce­nas de ac­ción car­pe­to­ve­tó­ni­cas (es­gri­ma con grúas… BADABING), una tra­ma que con­ju­ga a la per­fec­ción tres de los te­beos de la sa­ga y unos es­pec­ta­do­res que ter­mi­nan exhaus­tos y muy felices.

La muer­te de Amy Winehouse / La con­fir­ma­ción co­mo rei­na del pop de Lady Gaga

El via cru­cis dro­ga­dic­to, la muer­te y la re­su­rrec­ción en for­ma de re­co­pi­la­to­rio de Amy Winehouse, aun es­pe­ra­dos (ca­si que pre­ci­sa­men­te por eso), su­pu­sie­ron su in­clu­sión por pleno de­re­cho en la mi­to­lo­gía pop. Además de que can­ta­ba de pu­ta ma­dre e hi­zo dis­cos guays, cla­ro. Las ex­tra­va­gan­cias, el di­vis­mo lo­co y la tam­bién ti­ta­nez mu­si­cal de la Gaga en su gé­ne­ro (cla­ro que co­pian­do a Madonna y to­man­do bue­na no­ta de otras tan­tas co­sas que vi­nie­ron an­tes, la chi­ca no es ton­ta ni mu­cho me­nos) son la for­ma de con­ver­tir­se en mi­to sin cas­car­la, aun­que to­dos sa­be­mos que en la cul­tu­ra pop la gen­te que ter­mi­na es­pi­chán­do­la más pron­to que tar­de son los que más mo­lan. Que tam­po­co quie­ro yo que se mue­ra la mu­cha­cha, ojo.

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Por Peter Hostile

The Tunnels, de Terra Tenebrosa

Este trío en su pri­mer dis­co nos traen so­ni­dos pro­ba­ble­men­te sa­ca­dos de de­ba­jo de la tie­rra de su Suecia na­tal, de ga­le­rías in­fi­ni­tas don­de no se ha es­cu­cha­do mú­si­ca he­cha por hu­ma­nos en dé­ca­das. Si no, uno no pue­de ex­pli­car­se co­mo en su de­but pue­den so­nar tan ale­ja­dos de es­te mun­do. Puede que los ele­men­tos de los que se com­po­ne su mú­si­ca no sean nue­vos (esa sec­ción rít­mi­ca a ve­ces es pu­ro Neurosis) pe­ro lo que sa­can des­pués de co­ci­nar­los no nos re­cuer­da a na­da. Post me­tal, Post Doom, Post Sludge, Post Drone, Post Black: es to­do eso y más, se si­túan a una dis­tan­cia equi­dis­tan­te de to­dos los ele­men­tos, si es por ca­sua­li­dad o por pe­ri­cia so­lo lo des­cu­bri­re­mos con el tiem­po. Por aho­ra so­lo sa­be­mos que es­te dis­co es tan frío que ha­ce da­ño escucharlo.

Hobo With A Shotgun, de Jason Eisener

Segunda pe­lí­cu­la sa­ca­da de los res­col­dos de la ope­ra­ción Grindhouse de Tarantino y Rodríguez, es­ta vez na­ci­da de un con­cur­so on­li­ne de fa­ke trai­lers. Sin du­da, pa­ra un ser­vi­dor, es la que más fiel se man­tie­ne du­ran­te to­do su me­tra­je al es­pí­ri­tu lúdico-festivo de las pro­duc­cio­nes de Serie B y Exploitation ori­gi­na­les, aún por en­ci­ma de Machete. Jason Eisener po­ne un ojo mi­ran­do al ci­ne de Vigilantes de prin­ci­pios de los 80, pe­ro el otro ojo es­tá bien fi­ja­do en las pro­duc­cio­nes ze­to­sas de Troma & Cia. Así pues se su­ce­den por igual ho­me­na­jes a Charles Bronson, a El Vengador Toxico, a Exterminator o a Street Trash en un fes­ti­val lleno de hu­mor, cas­que­ría, one li­ners y per­so­na­jes únicos.

Toda aque­lla cas­pa ra­dio­ac­ti­va, de Darío Adanti

Adanti es un te­rro­ris­ta del hu­mor. Ya sé que aho­ra en España te­ne­mos unos cuan­tos (Chanantes, Pioneros del SXXI, Venga Monjas, Miguel Noguera) pe­ro es que Darío Adanti lle­va­ba ha­cién­do­lo en El Jueves AÑOS sin que na­die se die­ra cuen­ta, fue uno de los pri­me­ros en em­pe­zar a re­no­var esa ca­be­ce­ra de hu­mor que lle­va­ba ya de­ma­sia­do tiem­po es­tan­ca­da, y lo hi­zo en­ci­ma des­de una pos­tu­ra ra­di­cal con res­pec­to a la «lí­nea edi­to­rial», no po­cos lec­to­res ha­bi­tua­les se que­ja­ron, allá ellos. Desgraciadamente El Jueves con­fía de­ma­sia­do en ese ti­po de lec­tor y, por eso mis­mo, pro­cu­ra no arries­gar­se si ello con­lle­va que la vie­ja guar­dia se re­ti­ra (aun­que eso trai­ga nue­vos lec­to­res!) y por eso has­ta aho­ra so­lo te­nía­mos una pe­que­ña re­co­pi­la­ción de 60 pa­gi­nas edi­ta­da por esa ca­sa. Ha te­ni­do que ser Glenat quien dé el pa­so de edi­tar el li­bro que ha­ce jus­ti­cia a aque­llas ma­ra­vi­llo­sas tiras.

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Por Rak Zombie

Santa Sangre, de Los Carniceros del Norte

13 nue­vas pu­ña­la­das de Los Carniceros en las que ho­me­na­jean 13 pe­lí­cu­las de te­rror, en es­te ca­so de ori­gen la­tino. Desde La no­che de Walpurgis has­ta Kill, Baby Kill pa­san­do por Rojo Profundo nos de­lei­tan con el death­rock ca­rac­te­rís­ti­co del nor­te de España al que nos tie­nen acos­tum­bra­dos don­de se da ca­bi­da a mons­truos, mal­di­cio­nes, vam­pi­ros, bru­je­ría y de­más cons­tan­tes car­ni­ce­ras. No de­cep­cio­nan, se nos mues­tran tan au­tén­ti­cos co­mo siem­pre y tan de­men­tes co­mo nun­ca. Una de esas ban­das es­pa­ño­las que se de­ben ver en di­rec­to pa­ra sen­tir la em­bria­guez del te­rror mu­si­cal en las venas.

Hobo with a Shotgun, de Jason Eisener

Comenzando por Rutger Hauer y si­guien­do por Grindhouse era de es­pe­rar que es­ta pe­lí­cu­la apa­re­cie­ra en mi lis­ta de lo me­jor del 2011. Divertida y amar­ga his­to­ria de un va­ga­bun­do que con es­co­pe­ta en mano in­fun­de su jus­ti­cia in­ten­tan­do cam­biar el mun­do so­me­ti­do en rui­nas en el que vi­ve. Con unos per­so­na­jes dig­nos de ad­mi­ra­ción que se­cun­dan cir­cuns­tan­cias don­de na­da es lo que pa­re­ce has­ta que la muer­te lle­ga pa­ra po­ner or­den. Aunque sin du­da, con lo que más dis­fru­té de la pe­lí­cu­la fue con The Plague con sus apa­ri­cio­nes que otor­ga­ban mi­nu­tos mu­si­ca­les ochen­te­ros y unos ase­si­na­tos que han con­se­gui­do pro­ta­go­ni­zar unas de las me­jo­res es­ce­nas de es­te año en cuan­to a ci­ne se re­fie­re. Sobre el fi­nal os ani­mo a que lo re­cor­déis: me­re­ce­dor de as­pa­vien­tos den­tro de la per­fec­ción, sin duda.

American Horror Story, de Ryan Murphy

Como aman­te del te­rror, me ha pa­re­ci­do con­se­cuen­te in­cluir la me­jor se­rie que he vis­to es­te año. Razones no me fal­tan ya que con 40 mi­nu­tos de do­sis se­ma­nal de ba­ti­bu­rri­llo de ele­men­tos del ci­ne de te­rror con­se­guía ha­cer­me que­dar pe­ga­da a la pan­ta­lla y es­pe­rar im­pa­cien­te has­ta el pró­xi­mo ca­pí­tu­lo. A su vez to­dos los epi­so­dios me han sor­pren­di­do por sus con­ti­nua­cio­nes, las cua­les con­se­guían sor­pren­der a ca­da mi­nu­to. Esta se­rie me ha he­cho re­con­ci­liar­me con las ca­sas en­can­ta­das des­pués de las ba­zo­fias que se es­ta­ban ha­cien­do ac­tual­men­te en to­do es­te te­rreno, y eso ya es de­cir mucho.

2 thoughts on “Devenir visible en lo invisible, o como robamos el saber al tiempo”

  1. Muy bue­na lis­ta, me des­cu­bre co­sas que aun no co­no­cia y me ape­te­ce co­no­cer. Coincido con Hobo with a Shotgun, Drive y Black Mirror, y aña­di­ría Louie C.K. de la HBO , Inmortals (Tarsem a muer­te) y Diamond Flash

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