¿Cómo pensar el mundo cuando el umbral del mismo se nos presenta desde la perspectiva más inhóspita de cuantas nos son posibles? No podemos saberlo porque somos alumbrados al mundo, naciendo en contacto piel con piel con aquella persona que nos ha servido como incubadora durante nueve meses hasta que nuestra madurez corporal es suficiente como para sobrevivir a las inclemencias exteriores; nuestra visión del mundo es la del lugar exterior, aquel donde ya nadie nos sirve como hogar donde el cual sólo necesitamos «estar» para «ser»: el exterior es inhóspito porque venimos de la comodidad del interior, pero hemos conocido la comodidad de que todo nos haya sido dado. Si por el contrario en vez de alumbrados hubiéramos sido defecados al mundo, nuestra situación sería otra diferente. En ese caso, sólo nos quedaría la perspectiva de un interior que se nos presentó inhóspito —seríamos afortunados si no nos mutilaran los jugos gástricos, o no viéramos morir a algún hermano presa de ellos— en un dirigirse al exterior igual de inhóspito; quien nace entre mierda, sólo puede configurar su pensamiento a partir de la lógica de la manipulación de heces: todo cuanto acontece son desechos.
God’s Child (Kami no Kodomo 神の子供) nos habla de ese joven defecado, que ve como sus hermanos mueren disueltos en jugos gástricos, cuyo único juguete válido es la propia mierda que genera. Mierda con la cual crea ejércitos que decapitar y con la cual siempre estará jugando pase el tiempo que pase: donde al principio decapitaba la mierda que se moldeaba, después decapitará el barro que se moldeó; como el hijo de dios, no existe para diferencia para él entre la mierda como desecho y el barro a través del cual se moldeó al hombre. Si sus hombres de mierda no tienen vida, es porque no sintió ningún interés siquiera en insuflársela. No le duelen prendas a Nishioka Kyoudai a la hora de retratar al que fue acunado en el retrete como un lascivo ente más allá de cualquier consideración moral, pero que tampoco puede considerarse un monstruo: ni disfruta ni padece sus actos: sólo los comete por pura conveniencia práctica.
No existe para el innombrado nada más que el capricho. Destruye, aniquila, mata y viola como el niño que explora con curiosidad los límites de su habitación o de su casa; para él, la belleza puede nacer en la violación de aquello que comprende o el asesinato de lo que ama. Por eso resulta imposible comprender sus motivaciones, por qué en un capricho asesina a los que hacen bullying a una chica indefensa pero luego él mismo tortura a otras chicas igualmente indefensas. Actúa como le resulta más práctico, siguiendo unos caprichos sostenidos sobre su propia incomprensibilidad; está auspiciado por la sin razón de la soberanía: su acto es ley, aunque no tenga sentido.
Del mismo modo que los actos del protagonista nos resultan desconcertantes, pero están justificados en su ascendencia divina, el dibujo con el cual se ve retratado el conjunto juega con las expectativas que podríamos tener al respecto del relato. Su belleza basada en un trazo fino y simple, pero con profusión de detalles en aquellos elementos que servirían de adorno —consiguiendo unos preciosos efectos de superposición en el pelo, con especial hincapié en el efecto que tienen las muy detalladas flores y plantas que suele dibujar introducidos en cuerpos muertos — , se construye a través de una serie de juegos visuales que confieren al conjunto una belleza singular capaz de transmitir un tranquilo desasosiego al conjunto; las mesas del colegio más bordadas que fabricadas, la masa de seguidores que conforman un dibujo uniforme de su llama interior sin perder cada uno su aspecto individual o los evidentes juegos geométricos de las portadillas de cada capítulo serían sólo unos pocos ejemplos de la evidente subordinación pictórica al sentido narrativo de la historia.
Todo lo que se nos narra Kami no Kodomo es la historia de subordinación de un hombre con respecto de sus deseos, fuera de toda coyuntura ética o moral, y la subordinación de una cantidad ingente de personas dispuestos a seguirlo sin cuestionarlo sean cuales fueren sus actos; no hay pretensión de crítica, siquiera de reflexión sobre sus objetivos, aun siendo que todo lo promovido es la búsqueda ciega del sufrimiento ajeno. O el desmembramiento de los hombres de mierda. Por eso sus seguidores, al situarse como tal, se superponen en una esfera superior de la existencia de aquella en la cual están implícitamente situados: ellos siguen siendo los cerdos y las gallinas que el protagonista veía en ellos cuando iban al colegio, la única diferencia es que ahora los animales de granjas se creen tan dignos como el pastor al que siguen.
En un mundo donde los hombres nacen de los úteros de las mujeres, siendo arrojados desde la protección hacia lo inhóspito, aquel que sólo ha conocido la mierda puede ser un guía reconfortante. Al fin y al cabo, es fácil dejarse guiar por el que promete llenar el vacío interior vaciando de toda existencia a los demás.
Deja una respuesta