el asunto trata de decisiones y lobotomías

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La so­cie­dad se co­rrom­pe y cae a pe­da­zos. La in­de­cen­cia y la amo­ra­li­dad se per­pe­túan y arra­san los an­ti­guos va­lo­res que hi­cie­ron que el ser hu­mano con­quis­ta­ra un pues­to pri­vi­le­gia­do en la crea­ción. Los jó­ve­nes han per­di­do las an­sias de te­ner un tra­ba­jo sin in­cen­ti­vos, un cón­yu­ge flo­re­ro a quien no quie­ren y cu­ya pa­sión des­apa­re­ció ha­ce años y un fu­tu­ro tan ano­dino co­mo el pre­sen­te. Los jó­ve­nes nos exi­gen no ser muer­tos en vi­da aun­que ado­ren a los zom­bies, quie­ren ser al­go. ¿Pero aca­so de­be ser ma­lo ser va­lien­te? La so­lu­ción es­tá en Mata a tu no­vio de Grant Morrison.

Un día eres una jo­ven co­le­gia­la que te van bien los es­tu­dios, tie­nes un no­vio y una fa­mi­lia que te quie­re pe­ro se preo­cu­pa en ex­ce­so por ti y al día si­guien­te co­no­ces a un de­lin­cuen­te ju­ve­nil que te en­se­ña un mun­do fue­ra de la ca­ren­te de pa­sión cla­se me­dia. Te de­jas arras­trar ob­nu­bi­la­da por la au­ten­ti­ci­dad de quien no le preo­cu­pa el qué di­rán. Mata a tu no­vio, esa es la cla­ve. Delinques, ya que es di­ver­ti­do. Pero aca­bas con unos ar­tis­tas nihi­lis­tas que tie­nen ideas de caos y des­truc­ción pa­ra de­mos­trar al mun­do su error, pe­ro son far­san­tes, ellos no tie­nen con­vic­cio­nes. Os aban­do­nan al co­me­ter un cri­men, ate­mo­ri­za­dos, no pue­den com­pren­der que en la ac­ción, en de­tour­na­ment del yo, se en­cuen­tra la ca­tar­sis ¿Y tus pa­dres?, so­lo les preo­cu­pan que di­rán vues­tros ve­ci­nos. Este des­ca­ra­do pu­ñe­ta­zo so­bre la me­sa que da Grant Morrison nos si­túa en cen­tro jus­to de su lam­pi­ña ca­be­za; la des­truc­ción del or­den es­pec­ta­cu­lar en el que ha­bi­ta­mos. Pero es­te pri­mer ti­ro del es­co­cés en la li­nea Vertigo le sa­le des­via­do, no con­si­gue hi­lar su dis­cur­so de un mo­do tan fino, psi­co­tró­pi­co si se pre­fie­re, que en otras oca­sio­nes. El pul­so na­rra­ti­vo flo­jea y la con­tex­tua­li­za­ción de las mo­ti­va­cio­nes y ac­cio­nes de los per­so­na­jes es errá­ti­co y ab­sur­do pe­ro, a su vez, el guión se com­por­ta en la mis­ma me­di­da que la per­so­na­li­dad de un ado­les­cen­te: sin rum­bo fi­jo. Así con­si­gue un triun­fo par­cial, ex­tra­ño, que aca­ba en una in­có­mo­da tie­rra de na­die en la que no nos que­da cla­ro si ha triun­fa­do y, lo más im­por­tan­te, co­mo lo ha hecho.

Nuestro psi­co­tró­pi­co au­tor de ca­be­ce­ra fir­ma un guión errá­ti­co que no pa­re­ce lle­var a nin­gu­na par­te, co­mo una de­ri­va a tra­vés de la cual se de­fi­ne la per­so­na­li­dad de unos ado­les­cen­tes que, le­jos de ser ga­lan­tes dandys, son in­cons­cien­tes si­tua­cio­nis­tas del te­rror exis­ten­cial. Y to­do se pre­ci­pi­ta ha­cia el fin, un caos pri­mor­dial que so­lo de­ja to­do en la mis­ma fal­sa son­ri­sa del co­mien­zo. O qui­zás no.

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