El demonio me llevó por el vacío sin sentido (y II)

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Hoy ha­ce ya 75 años que el gran maes­tro de nues­tra lo­gia se­cre­ta, el cul­to a los pri­mi­ge­nios, des­apa­re­ció; ¿pe­ro qué son 75 años cuan­do en los eo­nes por ve­nir in­clu­so la muer­te pue­de mo­rir? Por eso, aun con la fal­ta ma­te­rial de nues­tro ama­do Lovecraft, aun per­ma­ne­ce in­dem­ne en sus tex­tos, en sus sue­ños y en el te­rror de los gen­ti­les: ¡Lovecraft vi­ve (en el es­pí­ri­tu de sus se­gui­do­res)! Es por ello que, en pe­ti­te co­mi­té, he­mos pla­nea­do la de­li­cio­sa ma­li­cia de ha­cer un es­pe­cial pa­ra hon­rar la me­mo­ria del maes­tro, tan­to en sus fa­ce­tas más des­co­no­ci­das co­mo en aque­llas pau­tas que pue­dan ser­vir pa­ra aden­trar­se en la os­cu­ra ave­ni­da en­sor­ti­ja­da de ár­bo­les de re­tor­ci­das ra­mas que ulu­lan a nues­tro pa­so sin vien­to que los mue­va. Cinco cons­pi­ra­do­res, cin­co adep­tos, les su­mer­gi­rán en un mun­do de caos y ho­rror des­de don­de el cual ya no po­drán sa­lir ja­más in­dem­nes, pues las es­po­ras de los hon­gos de Yuggoth ya es­ta­rán ins­ta­la­das en sus ce­re­bros es­pe­ran­do pa­cien­te­men­te pa­ra eclo­sio­nar. Tras el sal­to se en­cuen­tra el abis­mo, los cin­co tes­ti­mo­nios de los adep­tos que no pu­die­ron de­jar de hon­rar a su maes­tro en­se­ñan­do sus entrañas.

La bús­que­da en sue­ños de la ig­no­ta Kadath, por Andrés Abel

El pa­sa­do 29 de fe­bre­ro vol­ví a em­pren­der La bús­que­da en sue­ños de la ig­no­ta Kadath —sé exac­ta­men­te qué día fue por es­te tweet—, y mien­tras lo ha­cía no po­día de­jar de pre­gun­tar­me có­mo era po­si­ble que nin­gún gran es­tu­dio ci­ne­ma­to­grá­fi­co se hu­bie­ra fi­ja­do aún en las aven­tu­ras oní­ri­cas de Randolph Carter. Lo di­go so­bre to­do por­que, a di­fe­ren­cia de lo que ocu­rre en el ca­so de En las mon­ta­ñas de la lo­cu­ra, don­de se en­tien­de (y se agra­de­ce) la ne­ga­ti­va de Guillermo del Toro a acep­tar una ca­li­fi­ca­ción que per­mi­ta a los me­no­res acu­dir so­los al ci­ne, una hi­po­té­ti­ca adap­ta­ción de «La bús­que­da en sue­ños…» po­dría ofre­cer la do­sis de os­cu­ri­dad es­pe­ra­ble de la mar­ca Lovecraft y aun así con­ver­tir­se fá­cil­men­te en un block­bus­ter pa­ra to­dos los pú­bli­cos, con sus ejér­ci­tos de ga­tos y sus bar­cos ne­gros via­jan­do a la Luna. Lo tie­ne to­do: un inol­vi­da­ble elen­co de alia­dos (los men­ta­dos fe­li­nos de Ulthar, el le­gen­da­rio rey Kuranes, el gul que fue Richard Pickman); un im­pre­sio­nan­te ca­tá­lo­go de mons­truos y vi­lla­nos, con el tai­ma­do caos rep­tan­te Nyarlathotep en su ma­jes­tuo­sa for­ma de fa­raón egip­cio a la ca­be­za ; y una re­ve­la­ción fi­nal que, es­toy se­gu­ro, de­bió de­jar en su día con los ojos en blan­co a un jo­ven Neil Gaiman (se le ol­vi­da­ría men­cio­nar­lo en su in­tro­duc­ción pa­ra Dreams of Terror and Death: The Dream Cycle of H. P. Lovecraft [Del Rey, 1995]).

Quién sa­be, qui­zás la fi­ja­ción de del Toro sir­va pa­ra que al­gún ju­ga­dor de Hollywood re­bus­que y en­cuen­tre, y yo pue­da ver pron­to en las pan­ta­llas del mun­do vi­gil al Carter que de ver­dad me interesa.

El mo­de­lo de Pickman, por Noel Ceballos

Sólo un ar­tis­ta co­no­ce la ver­da­de­ra ana­to­mía de lo te­rri­ble o la fi­sio­lo­gía del mie­do, es­cri­be un Lovecraft que con­si­gue pro­yec­tar aquí, si­mul­tá­nea­men­te y en su­per­po­si­ción, su fa­ce­ta de na­rra­dor y su tra­ba­jo pa­ra­le­lo co­mo crí­ti­co li­te­ra­rio. El mo­de­lo de Pickman es una cons­truc­ción su­pre­ma, un cir­co de tres pis­tas me­ta­lin­güís­ti­co que, si uno co­no­ce lo su­fi­cien­te al au­tor, sa­be que de­be in­ter­pre­tar­se co­mo una car­ta de amor a Edgar Allan Poe: esa vi­si­ta a la ga­le­ría pic­tó­ri­ca que es la psi­que del ar­tis­ta, lle­na de cua­dros ca­da vez más os­cu­ros, ca­da vez más pre­ci­sos en sus ho­rri­bles pin­ce­la­das, has­ta lle­gar a la Verdad Última. Ese pun­to de co­mu­nión ín­ti­ma con el crea­dor en el que se re­ve­la la ho­rri­ble na­tu­ra­le­za de to­do, la mis­ma que Lovecraft con­se­guía atis­bar en pe­sa­di­llas y alu­ci­na­cio­nes. Por su­pues­to, el re­la­to tam­bién es una in­tros­pec­ción: el ar­tis­ta que, pe­se a te­ner ap­ti­tu­des pa­ra pin­tar la be­lle­za, de­ci­de plas­mar “el te­rror de la vi­da”. Las alu­sio­nes a Henry Fuseli, Goya o Clark Ashton Smith, más allá de pro­por­cio­nar re­fe­ren­tes al lec­tor, pue­den ser la pis­ta se­cre­ta de un cuen­to en el que el es­cri­tor pa­re­ce más cons­cien­te que nun­ca de su mi­sión (au­to­en­co­men­da­da, co­mo to­das las que de ver­dad im­por­tan) de cap­tu­rar el ho­rror cós­mi­co de la no­che y la im­pía me­dio­cri­dad del día en una pá­gi­na en blan­co. Como San Juan de la Cruz en som­bras, co­mo una Santa Teresa de Jesús que vino del es­pa­cio: nom­brar lo inefa­ble, or­de­nar las le­tras de la ma­ne­ra co­rrec­ta pa­ra, con suer­te, des­cri­bir ins­tan­cias que es­tán más allá de la pa­la­bra, que no han si­do di­se­ña­das pa­ra ella.

El ca­so de Charles Dexter Ward, de Euver

La fas­ci­na­ción por lo os­cu­ro y el te­rror me vie­ne des­de bien pe­que­ño y en gran par­te por el gran Howard al que hoy homenajeamos.

Aunque le ten­go es­pe­cial ca­ri­ño a La som­bra som­bre Innsmouth por ser el pri­mer re­la­to su­yo que leí la ma­gia y los mis­te­rios a la ori­lla del rio Patuxet me ha­cen de­can­tar­me por El ca­so de Charles Dexter Ward co­mo mi re­la­to fa­vo­ri­to. Son las imá­ge­nes del ho­rror, las ex­tra­ñas geo­me­trias de otras reali­da­des ex­tra­te­rre­nas lo que Lovecraft con­si­gue en­te­rrar en lo mas pro­fun­do de nues­tra men­te y es­tas ideas ger­mi­nan ra­pi­da­men­te gra­cias a los nu­trien­tes que no­so­tros le pro­por­cio­na­mos: cu­rio­si­dad, mie­do y fascinacion.

Cthulu ftang!

Lovecraft, un Dagon pa­ra el ma­ña­na., por Peter Hostile

Motas de pol­vo en el vas­to uni­ver­so de lo vi­si­ble y de lo que va más allá de lo ima­gi­na­ble. Eso es lo que Lovecraft siem­pre pro­pu­so co­mo su vi­sión del hom­bre en el con­jun­to del uni­ver­so. Y no so­lo mo­tas de pol­vo, más o me­nos cons­cien­tes de si mis­mas, si no en­ci­ma mo­tas de pol­vo in­ca­pa­ces de lle­gar a co­no­cer su ver­da­de­ro lu­gar en la ge­nea­lo­gía uni­ver­sal. Cargados de pre­po­ten­cia al creer­se amos y se­ño­res de lo co­no­ci­do, úni­cos y, so­bre to­do, pio­ne­ros. Danzando en ver­dad a mer­ced de fuer­zas pri­mi­ti­vas, pri­mi­ge­nias e in­fi­ni­ta­men­te an­ti­guas. Ese ho­rror cós­mi­co que es ca­paz de lle­gar a afec­tar psi­co­ló­gi­ca­men­te aun más que fí­si­ca­men­te es exac­ta­men­te la nue­va grie­ta que con­si­guió abrir H.P.L. en el mu­ro de nues­tra cordura. 

Un ejem­plo pri­me­ri­zo se pue­de en­con­trar en Dagon, su ce­le­bre re­la­to de 1918. Puede que tu vi­da ha­ya si­do un océano de tran­qui­li­dad pe­ro so­lo un pe­que­ño re­vés del des­tino pue­de ha­cer­te lle­gar a vis­lum­brar lo que real­men­te ocul­ta esa su­per­fi­cie, en teo­ría pla­ci­da. El in­for­tu­na­do na­rra­dor, ha­bien­do es­ca­pa­do de un na­vío y yen­do a la de­ri­va en un bo­te, aca­ba to­pán­do­se con una re­li­quia de lo que pa­re­ce otro mun­do y que en ver­dad no es más que otro tiem­po. La pri­me­ra sen­sa­ción que tal pai­sa­je le ins­pi­ra es de «un te­rror nau­sea­bun­do” ya que en él se ob­ser­va­ban cla­ra­men­te obras y gra­ba­dos he­chos por una con­cien­cia, pe­ro no por una hu­ma­na. Cuando al fi­nal di­vi­sa aque­llo que le con­fir­ma que to­do lo que sa­be­mos no es to­do lo que hay en­lo­que­ce de­fi­ni­ti­va­men­te: la men­te es in­ca­paz de con­fi­nar tal co­no­ci­mien­to que da la vuel­ta a to­do aque­llo que se te­nía por dog­ma. Dagon es la re­pre­sen­ta­ción fí­si­ca y pal­pa­ble de que la ra­za hu­ma­na es so­lo una más, una de tan­tas. Howard Phillips Lovecraft tra­tó de pre­pa­rar­nos pa­ra acep­tar las nue­vas reali­da­des que la cien­cia y su fe­roz ve­lo­ci­dad iban a pre­sen­tar­nos. Su li­te­ra­tu­ra in­ten­ta ser­vir­nos co­mo una cu­ra de hu­mil­dad. No es­ta­mos so­los, y qui­zá al­gún día desee­mos vol­ver a esa épo­ca don­de sí creía­mos estarlo.

El co­lor que ca­yó del cie­lo, por Álvaro Arbonés

Nada ate­rra más al hom­bre que aque­llo que no pue­do co­no­cer, aque­llo que se es­ca­pa de su más es­tric­ta ra­zón que has­ta hoy siem­pre ve­ló por su exis­tir. Cuando uno se su­mer­ge más allá de las ba­rre­ras de un ex­tra­ño me­teo­ri­to caí­do en las pro­xi­mi­da­des de la ex­tra­ña is­la de Arkham es­pe­ra en­con­trar el tru­cu­len­to te­rror de lo ex­pli­ci­to, el olor de la san­gre y la lo­cu­ra ti­ñen­do la tiz­na­da blan­cu­ra del pa­pel des­vir­ga­do por el te­rror; na­da más le­jos de la reali­dad. No hay na­da más que su­ti­le­za, in­si­nua­cio­nes y ha­bla­du­rías: lo más ra­cio­nal se en­cuen­tra en me­teo­ri­tos que des­apa­re­cen y co­lo­res, por ser lla­ma­dos de al­gún mo­do, que más que co­lo­res son li­ser­gias. ¿Qué hom­bre pue­de vi­vir un mal tan pro­fun­do que tiz­na len­ta­men­te to­da la tie­rra a su pa­so sin alum­brar la lo­cu­ra en su co­ra­zón? No ha­bría quien des­pués de eso no ha­bría po­di­do si no abra­zar la sin ra­zón del men­sa­je de un caos rep­tan­te más hu­mano que la hu­ma­ni­dad, más caó­ti­co que el caos, que ape­nas sí es un co­lor sin ser color. 

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