El espejo, de Jafar Panahi
Uno de los mayores problemas al hablar sobre el realismo es como la gente es incapaz de no reducir toda postura con respecto de la realidad en círculos concéntricos basados en la pura percepción. Esto no sería un problema sino fuera porque no cualquier clase de percepción vale, pues los animales ‑sin irnos (aun) hacia retruécanos ontológicos- también tienen percepción del mundo y de sí mismo, ya que sólo se admite como válida aquella percepción que consideramos como superior; en cualquier apreciación de la realidad hay una hegemonía de la mirada humana con respecto de cualquier otra forma de percepción existencial. Si Berkeley decía que ser es ser percibido no se refería tanto a ser percibido como a ser visto; no es válido que los demás nos huelan, nos sientan, nos noten o nos saboreen ‑aunque, quizás, si es válido hasta cierto nivel que nos oigan, pero incluso entonces deberemos manifestarnos como visibles en algún momento- porque se ha establecido que la única forma de aprehender la realidad es a través de la percepción basada en la vista humana.
Esto es un problema. Y es un problema no sólo porque nos sitúa a Diderot, y su Carta a los ciegos, en el lugar de un mamarracho que afirma que los ciegos conocen la realidad ‑lo cual lo primero ya es afirmado alegremente por la academia y lo segundo es planteado en el tono condescendiente con el que se trata la ceguera‑, sino que también lo es en tanto limitan toda posibilidad de concepción del mundo hacia la extremadamente limitada visión perceptiva del hombre. Es por ello que, de repente, encontramos desagradables supuestos ontológicos de corte idealista: los ciegos no perciben la realidad, los animales existen fuera de la conformación del mundo y el hombre es en el mundo en tanto conforma el mundo; esta perspectiva idealista anula cualquier concepción física de la realidad: el universo no existe antes del hombre, aun cuando tengamos evidencias de que así ha sido. Este problema se multiplica hasta el infinito en la interpretación del arte como mirada del objeto.
En El Espejo nos encontramos la perspectiva de una niña a la cual su madre no va a buscarla a la puerta del colegio, lo cual le hace sufrir interminables penurias al intentar llegar por sí misma a casa y perdiéndose en el proceso. Esto es ficción, y por tanto, para el espectador medio, irreal. ¿Por qué? Porque la niña es una actriz, no esta perdida de verdad, y es todo parte de un costoso simulacro que se produce a través del juego de montaje e interpretación que produce un efecto de simulación de la realidad. Para el espectador medio la ficción es una parcela de producción de realidades-no-reales, de simulacros, en el contexto de conformaciones culturales específicas.
En un momento dado esta niña, Mina Mohammad Khani, mira a cámara y dice que está cansada de que todos le griten, se enfurruña, se va. Aquí parece que la realidad se ha introducido en el relato, produciendo que lo que antes era una ficción se haya convertido en una realidad tangible en sí misma; la niña antes estaba perdida (falsamente) y ahora está perdida (realmente) lo cual produce que el discurso haya pasado desde una faceta performativa hasta una faceta meramente documental. Hasta aquí la interpretación del espectador medio. ¿Qué es lo que ocurre aquí si tenemos una percepción no limitada por la perceptividad de la realidad? Que de hecho hemos estado asistiendo todo el rato al mismo nivel de performatividad del discurso (la niña está perdida en todo momento) al cual se le añade, como mínimo, otro nivel del discurso (el rodaje se vuelve un actor más de la producción); todo es ficción, falsedad o realidad independientemente del (hipotético) cambio de nivel discursivo acaecido. Si consideramos que la ficción es irreal, entonces no hay realidad en ningún momento: en tanto la escena está siendo grabada, no es real, pues sólo es real aquello que es percibido de forma no manipulada por el hombre.
Ahora bien, la ficción no es irreal. Si la niña está perdida ficcionalmente es posible que nos esté hablando de un objeto ideal-no-real de la representación, pero de hecho hay niñas que se pierden exactamente del mismo que esta niña se pierde y, en último término, la angustia que sentimos viendo su cada vez más frustrante sentimiento de inoperancia es exactamente el mismo que el que sentiríamos si viéramos una niña perdida en un contexto no cultural. El cambio de un contexto de cine a uno de metacine, el cambio del montaje al montage, no influye en nada porque, de hecho, en todo momento se nos es narrada la misma circunstancia: el sentimiento de frustración ante, y de, una niña perdida.
Ahora bien, si ya hemos salvado la ficción como una faceta legítima de la realidad en tanto plasma la realidad produciendo otras formas de realidad no fácticas pero posibles ahora nos quedaría salvar la mirada no-humana como forma de representación de la realidad. Esto lo veríamos precisamente en el cambio que se da desde el momento que la adorable Mina se cabrea con el director saliendo corriendo lejos del equipo de rodaje, el cual lo sigue viendo la posibilidad de añadir verosimilitud a la producción. Aquí no nos importa Mina ‑o sí, nos importa, pero exactamente al mismo nivel que el anterior- porque de hecho lo que estamos viendo es una perspectiva completamente nueva de la producción de realidad: es la cámara mirándose a sí misma, el cine pensándose a sí mismo. Por ello, en el cambio total del contexto ‑de un relato hasta lo que parece un documental pero es un relato experimental; y, aquí, estoy utilizando las categorías que sostendría en un artículo anterior- se produce que hay un cambio del objeto de reflexión, de Mina hacia la cámara, y con ello toda la reflexividad que viene asociada a tal objeto.
Por ello aquí ya no estamos planteando una serie problemáticas meramente humanas, basadas en nuestra visión, sino que estamos cimentando aquellas que se sostienen bajo la perspectiva particular de la problemática de la mirada de la cámara. Aquí estamos ante el cine mirándose a sí mismo, pero además haciéndolo en un contexto muy específico que problematiza su relación con el mundo: es una cámara en el Irán de los musulmanes fundamentalistas. En éste giro ya no sólo nos plantea la mera angustia de una niña perdida, sino que nos lo plantea como la metáfora de lo que nos está plasmando en éste giro metalingüístico que ha producido: ser una cámara ‑y, con ello, estar implicado en todo lo que conlleve formas de expresión de realidad- (en Irán) es como ser un niño perdido: todo el mundo se abre como un peligroso campo de minas intentando llegar a casa, intentando plasmar la realidad que lo fundamenta. Y se da así porque no es una cámara rodando a una niña en el contexto de un rodaje, es una cámara rodando a una niña perdida de verdad. La cámara está plasmando su propio sentimiento a través de Mina; es la cámara reflexionando sobre sí misma, el cine pensando sobre lo que supone ser cine en el Irán contemporáneo.
Bajo esta perspectiva los dos niveles discursivos se retroalimentan mutuamente al producir que la historia de Mina sea un reflejo y fundamento para que podamos conocer la situación real, en un contexto puramente metafórico y fílmico, del cine en Irán. He ahí el auténtico interés de la película, pues no es aquí un artefacto produciendo realidad ‑que también, pues todo lo que nos cuenta es realidad y representación en sí mismo en tanto metafórico, en tanto alude a ambos niveles de entendimiento- sino un artefacto pensando la realidad sobre sí mismo. Este es el punto que nos interesa pues, aunque la cámara es manejada por alguien, la cámara es libre y tiene voluntad de poder observar la realidad por sí misma en tanto la reflexión no la hace un hombre, pues no importa hacia como dirija la cámara hacia Mina, sino que la hace la cámara en sí misma; la cámara es capaz de reflexionar sobre sus propias condiciones de realidad, el cine es estudiado por sí mismo como individuo. Y bajo esta perspectiva, ya no cabe hacer diferenciación entre sujeto y objeto. He ahí el espejo de Jafar Panahi, la cámara que se piensa a sí misma y que nos mira interrogantes para demostrarnos tal y cómo somos a través de la metáfora de sus lentes.