Si hay una entidad que resulta desconcertante a la par que absolutamente reconocible como nuestra semejante, aun cuando nos duela decirlo, esa es el turista. En su condición de perpetuo extranjero se mueve por el mundo con la curiosidad insana de aquel que sólo es capaz de disfrutar aquello que es novedoso, actuando como si todo lo que ocurre a su alrededor no fuera con él; el turista es el sujeto ignorante que no pretende huir de su ignorancia sino más bien subrayar ‑ya sea para bien o para mal- aquellos prejuicios que tenía antes de iniciar su viaje. Esto es así porque el turista, como el hombre, es el afuera y el límite, la circunferencia, del mundo; yo soy el microcosmos wittgeinsteniano y no puedo salir de él, por ello siempre soy un turista de mi propio mundo. He ahí que “El color de la magia” de Terry Pratchet nos hable, esencialmente, de tres turistas a la vez: de Rincewind el mago que no sabe practicar magia, Dosflores el primer turista de Mundodisco y del propio lector, observador interesado de lo que ocurre en su mundo.
Con un estilo sardónico Terry Pratchet nos conduce a través del surrealista microcosmos de Mundodisco donde Rincewind, un mago de inútil suerte cambiante aunque siempre extrema, se verá en la obligación de hacer de guía turístico a través de todo el mundo para el cándido Dosflores. Y entre ambos se encuentra una polaridad absoluta de la visión del mundo. Por un lado Rincewind, el que todo lo sabe, expresará su condición de cinismo y terror a cada segundo mientras Dosflores, en tanto aquel que no sabe nada, siempre estará contento de cuantas aventuras les toque vivir; ambos personajes son turistas en tierras que, ya sean conocidas o desconocidas, no les cambiaran en el viaje en absoluto: siempre han sido y serán iguales. Porque la gente no cambia.
Ahora bien, si antes siguiendo a Wittgenstein decíamos que cada persona es un límite del mundo acudiendo a sus Investigaciones Filosóficas podríamos añadir la aterradora verdad de todo: nadie esta sólo, todos estamos imbricados con los demás a través del lenguaje. Ante esta realidad es a la que nos enfrentamos nosotros como turistas con respecto a Pratchet. Nuestra risa, siempre producida por el humor puramente lingüístico de Pratchet, se materializa como la relación dialógica con el otro; aun cuando yo fuera el límite de mi mundo ‑exterioridad e interioridad en un mismo tiempo de la realidad- en tanto comparto lenguaje con el otro también somos límites contiguos uno con respecto del otro. No sólo soy turista en el mundo, que existió antes de mí y existirá después de que me haya ido, acogiéndome a los prejuicios con los que partí, sino que también soy turista en el mundo de los otros a través de nuestro lenguaje común. Y es precisamente éste segundo hecho donde mi visión del mundo ‑y de mi mismo- puede cambiar, donde Rincewind se puede volver valiente.