el sueño del gótico americano

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Mi vi­da en la ciu­dad era fá­cil has­ta que el go­bierno, esos mal­di­tos bu­ró­cra­tas, de­ci­die­ron que era la per­so­na ideal pa­ra pa­rar las bru­ta­les tro­pe­lías de mis an­ti­guos com­pa­ñe­ros. Yo ha­bía re-hecho mi vi­da, ha­bía de­ja­do atrás mi vi­da de fo­ra­ji­do y aho­ra era una per­so­na hon­ra­da que vi­ve se­gún la ley. El via­je en tren fue abu­rri­do, dos vie­jas pu­ri­ta­nas bri­tá­ni­cas y una jo­ven con un pas­tor lu­te­rano dán­do­se la bra­sa mu­tua­men­te so­bre Dios. Doy gra­cias cuan­do lle­ga­mos a nues­tro des­tino, Armadillo.

Me gus­ta­ría con­ta­ros que pa­so exac­ta­men­te en­ton­ces pe­ro os val­drá con sa­ber que me dis­pa­ra­ron y una mu­jer, una bue­na mu­jer, me sal­vo la vi­da. A pe­sar de su tí­pi­ca ac­ti­tud con­des­cen­dien­te y ofen­si­va con los ex­tran­je­ros de la América pro­fun­da es­ta­ba en deu­da con ella. Ayudaba a Bonnie en to­do lo que po­día, do­mar ca­ba­llos, lle­var al ga­na­do a pas­tar o sim­ple­men­te, lle­var­la al pue­blo a com­prar su­mi­nis­tros. También nos di­ver­ti­mos a ve­ces con ca­rre­ras de ca­ba­llos don­de, por su­pues­to, ga­né cuan­do in­fra­va­lo­ró mi ca­pa­ci­dad. Pero cuan­do sen­tí que mi deu­da se ha­bía sal­da­do, me fui a lo que ha­bía ve­ni­do, a por venganza.

Una vez de nue­vo en Armadillo ayu­dé al she­riff en va­rias pe­que­ñas cues­tio­nes, al­gu­nos ti­ro­teos con cua­tre­ros y otras san­grien­tas mi­nu­cias. Nada im­por­tan­te. Pero en es­te mo­men­to de­ci­dí que ne­ce­si­ta­ba un des­can­so, que tan­ta san­gre em­pe­za­ba a pu­drir­me el ce­re­bro y no po­dría ha­cer­le eso a mi fa­mi­lia. Salí a ca­zar co­ma­dre­jas, ar­ma­di­llos y co­ne­jos al prin­ci­pio, con un buen ri­fle que com­pre des­pués, me pa­se a cier­vos e in­clu­so me atre­ví con­tra una ma­na­da de lo­bos que es­ta­ban ca­zan­do a un po­bre des­di­cha­do. He de ad­mi­tir que qui­zás des­pués no he si­do la me­jor de las per­so­nas al gas­tar­me gran par­te de ese di­ne­ro ju­gan­do al cu­chi­llo. Cientos de mo­ne­das de oro per­di­das y pos­te­rior­men­te re­cu­pe­ra­das. La ver­dad es que com­pro­bé que se me dan mu­cho me­jor des­pe­lle­jar a in­cau­tos con mis su­bli­mes fa­ro­les en el poker.

Una vez más me can­se y me pre­gun­te que ha­cía con mi vi­da, así que de­ci­dí vol­ver a cam­biar de ter­cio, te­nía mu­cho que ofre­cer­me es­tas tie­rras prác­ti­ca­men­te yer­mas. Descubrí la di­ver­sión de ser ca­za­re­com­pen­sas, cap­tu­rar vi­vos a esos ban­di­dos y huir de sus ban­das per­si­guién­do­me pa­ra que no en­tre­gue a su lí­der. También com­pro­bé la tran­qui­li­dad de dar pa­seos a ca­ba­llo, de­lei­tar­me con las vis­tas de la tie­rra y del cie­lo por igual, ayu­dan­do en el pro­ce­so a quien me lo pi­die­ra. Salvé la vi­da de la chi­ca del tren que iba ha­blan­do en el pas­tor, aun­que se lo agra­de­cie­ra a Dios y no a mi. Rescaté de los peo­res de los des­ti­nos a un pa­dre de fa­mi­lia que co­no­ció la ver­da­de­ra ca­ra de la América su­re­ña más os­cu­ra. Pero lo más im­por­tan­te fue sal­var­le la vi­da y ayu­dar­le a es­ta­far a unos po­bres in­ge­nuos de un pue­blo al char­la­tán de Nigel West Dickens. Éste me pro­me­tió que su ami­go Seth me ayu­da­ría a aca­bar con el pri­me­ro de mis ob­je­ti­vos, Bill Williamson.

Ahora es­toy aquí, con mi pe­que­ño cam­pa­men­to an­te un fue­go con­tán­do­te mi vi­da en és­te ca­da vez me­nos sal­va­je oes­te al la­do de una igle­sia aban­do­na­da don­de me es­pe­ra Seth. Amigo, se que es­tas en deu­da con­mi­go des­pués de que, de ca­mino aquí, te en­con­tra­ra deses­pe­ra­do bus­can­do quien te ayu­da­ra a sal­var a tu hi­ja de las ma­nos de esos ban­di­dos. Se que aho­ra pe­san so­bre nues­tras al­mas el ase­si­na­to de otras vein­te per­so­nas, una a una, has­ta de­jar de­sier­ta una ciu­dad que era ya so­lo una gua­ri­da del mal. Pero la os­cu­ri­dad que se cier­ne so­bre no­so­tros es más os­cu­ra que la noche.

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