Tales Of Rabbits And Hares, de Monokrom
Cualquier pretensión de aprehender un espíritu radical del mundo post-industrial, de aquel que ya ha renunciado hipotéticamente a la lucha obrera y a la condición y posibilidad de ser obrero en sí misma: la creencia de que todos somos clase media, se esfuma en la misma medida en que se nos presenta como una falsedad en sí mismo: más allá de nuestra relación con lo material, con la tierra, con el trabajo que mancha nuestras manos, no queda nada; incluso cuando escribimos o pensamos estamos en medio del trabajo físico, porque es imposible pensar sin vivir el pensamiento a través del cuerpo. Partiendo desde aquí la posibilidad de un mundo post-industrial no sólo resulta ridícula, sino que resulta absolutamente indeseable por aquello que tiene de violación de nuestro propio acontecimiento de ser en tanto nos exige renunciar a nuestra propia fisicalidad. No hay mundo más allá de aquello que se crea a través del poético acto del moldear la tierra. Y, por ello, toda la posibilidad de creer poder crear un mundo que se sostiene sobre las invisibles leyes de ecuaciones que generan realidad sólo por el hecho de así desearlo es siempre una posibilidad que está condenada a su propio fracaso.
Si existe entonces una respuesta armada inmediata al expolio existencial de la era post-industrial debería encontrarse no sólo en las antípodas absolutas de cualquier movimiento de mercado, por mínimo que éste se pretenda, sino de toda construcción artística que comulgue con el todo vale impuesto por las políticas fiduciarias con espíritu de lemming del presente. Y existe, porque existe el noise. Un género nacido de las entrañas del ruido reciclado tanto de la acumulación del avance tecnológico como del sonido sobrante generado en la industria que hoy no desaparece, sino que es llevada a un lugar donde exigen menos derechos sociales por esa molesta armonía de ruidos. En un mundo obscenamente vacío de significado, donde ya no existe relación alguna entre la tierra y el hombre, entre el producto y el consumidor, Monokrom se presentan como los cirujanos del taladro, la sierra circular y el martillo; carniceros del pasado para problemas del presente.
Sus canciones se van desarrollando en una concatenación de capas de ruido blanco y ruido rosa que se proyecta hacia el infinito en un desfile imposible de muros de sonido que no clarifican discurso alguno, sino que exigen plena atención a través de algo más prosaico que el mero escuchar: requieren sentir la materialidad del muro construído. Desde sus escala disonante desarrollada en The Carrot Sweep hasta el conato de fuga à la speedcore de Life In A Hole todo cuanto encontramos es la generación de un lenguaje nuevo, aunque no novedoso, que sólo es capaz de articularse a través de su propia materialidad; no hay nada detrás del ruido, no hay una concepción formal a la cual subsumir y neutralizar su discurso, sino que detrás del ruido sólo hay un ruido aun más insoportable. El sonido de Monokrom es oscuro, machacante y doloroso, incluso industrial en su sentido más literal: es el sonido de las fábricas siendo trabajadas por los aniquilados espíritus de los obreros. Rara vez dejan espacio a la contemplación o al lirismo y la única vez que lo hacen, con Rabbit On A Meadow, es para dejar paso a las formas más descarnadas de su ruidismo llevado más allá de la brutalidad — esto no es un juego infantil, pues se alcanza el dolor en su estado más puro cuando así lo exige cada una de sus canciones. Escuchar a Monokrom duele por lo dificilmente digerible de su propuesta, un rythmic noise con un exceso de industrialidad, pero también por su mensaje velado, oscuro, profundamente revolucionario. Detrás de toda esa oscuridad, donde en rabia y dolor se esconde un mensaje anti-sistema, anti-post-industrial, acontece el intento de alcanzar una nueva comprensión a través del ruido como forma pura de conectar con la materialidad del mundo que se ha pretendido dar por muerta.
Un ataque de puro terrorismo sonoro calculado al milímetro, sin dejar nada al azar, planificado para alcanzar el punto oscuro buscado para derruir los muros de la conformidad: Tales of Rabbits and Hares nos recuerda que todo aquello que es importante no se puede racionalizar —pues incluso ya el título nos confirma esta imposibilidad en tanto relatos, pero también cuando nos recuerda que somos conejos: estamos a merced de relacionarnos de forma íntima con la tierra, de crear guaridas en ella, para así poder huir de nuestros depredadores: somos víctimas, no ejecutores — , sino que se vive con las entrañas, se capta con el cuerpo, se entiende en su relación con la tierra. Quizás por ello en su repetición martilleante, y por martilleante como reminiscencia de un presente obrero que pretendemos obviar en nosotros, se torna repugnante; algo en nuestro cerebro nos pide de forma incesante que paremos ya con semejante tortura, pero nuestro cuerpo nos exige no parar jamás con esa danza serpenteante que nos conecta con el mundo. Nos resulta natural y cercano, aun cuando al mismo tiempo el incesante dolor que produce nos sobrepasa de todas las formas inimaginables. En Monokrom el ruido se convierte en sublime y, como lo sublime, cualquier razón se muestra como incapaz de aprehender lo que se esconde tras esa inconmensurable infinitud imposible, por lo cual sólo cabe la relación extática del cuerpo contra el ruido en sí mismo.
El noise no se escucha con los oídos, se escucha con el cuerpo (vivido). Y quizás por eso sea cobre sentido que el público objetivo del género sea, como dijera en una entrevista Masami Akita, el oficinista hastiado que sale de su oficina completamente destruido y desconectado del mundo: después de haber sido vendido por piezas al capital, después de aniquilar todo arraigo con la tierra, sólo la realidad del ruido industrial devuelve al hombre alienado al mundo. Pues sólo aquellos que aceptan su ser-conejo se enfrentan a la realidad de su situación en el mundo.