El espectador, entendiendo como tal todo aquel que dirime lo que existe en el mundo a través de sus sentidos, se encuentra siempre ante un callejón sin salida: o cree ciegamente en algún punto que algo es verdad o el escepticismo le llevará a la absoluta negación de toda existencia. En el primer caso, el aparentemente más sencillo, nos insta a tener que creer que no todo puede ser mentira; que hay una verdad ineludible ante la cual podemos postrarnos para así conocer el mundo. Si Descartes abogaría por una duda metódica en la cual acabaría por dilucidar que Dios es mi aval para conocer la realidad como un todo coherente en el cine, hijo bastardo de la realidad, el avalador no podría ser alguien con peor intención posible con respecto al espectador: el director.
En Audition, el demiurgo Takashi Miike, presenciamos a través de los ojos de Shigeharu Aoyama, un hombre viudo de mediana edad, el intento de rehacer su vida con una nueva mujer. Debido a su edad prefiere no perder el tiempo e ir sobre seguro, montará un casting falso para una película con la intención de conocer a la candidata ideal a la cual cortejar y hacer su esposa. La siniestra Asami Yamazaki será la elegida, la cual poco a poco irá descubriendo que esconde algo más allá, quizás literalmente.
La intrincada maraña de referencias jamás quedan aclaradas; se tejen como un rizoma indescifrable a través del cual no hay verdades tanto como posibilidades entre las cuales elegir, exclusivamente, la que el espectador prefiera. Esa es la trampa mortal de Miike: jamás nos da un asidero real al que aferrarnos. Los sueños dentro de sueños, además de las alucinaciones, se confunden constantemente como un continuum irrefrenable ante el cual sólo nos podemos dejar llevar. Cuando ella afirma que las palabras crean la mentira pero, sin embargo, el dolor puede decirnos la verdad articula el auténtico motor tras todo: el deseo. Hay una Realidad en el sentido fuerte, algo tangible e idéntico para todos, que varía para cada persona dando las connotaciones particulares de las palabras ‑o en este caso, para con respecto al espectador, las imágenes- necesarias para adecuarlo a sus deseos. Por eso, en la imagen como en la palabra ‑que no es sino en último término otra clase de imagen- se transluce el deseo de como debería ser el mundo, no de como es.
Takashi Miike juega con nosotros con el estilo de un gran maestro clásico del Go: es metódico y lento, pero su final siempre se precipita acelerado como la suma de instantes donde nos dio caza en el pasado. Confunde los hechos veraces de la Realidad con tal y como ven esa misma algunos personajes por sus deseos, o por su deseo de proyectar su dolor hacia los demás. Es por eso que toda interpretación es válida, pues hay una crítica hacia las construcciones de la feminidad tanto como una visión de la locura, porque en realidad todo eso articula también el deseo del espectador; del jugador que no sabía estar jugando la partida del maestro. No hay verdad sin subjetividad, porque el hombre nace de los deseos.
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