Situar el punto exacto donde acaba la justicia y comienza la venganza es un debate de tan sencilla solución que, casi por necesidad, parece esconder alguna trampa tras de sí. En el estado de naturaleza no hay distinción alguna entre ellas en tanto dominará siempre el más fuerte pero en una sociedad de derecho se presupone a la justicia el carácter despersonalizado del derecho mientras la venganza es el carácter pasional de los implicados. Nuestro deber no es sólo ponerlo en duda, sino también exponer esta duda de la forma más clarividente posible como hace Tetsuya Nakashima en la mejor película de lo que llevamos de año, Confessions.
Yuko Moriguchi es una profesora de instituto que anuncia su dimisión al comienzo de una de sus clases. Sus jóvenes alumnos, llenos de júbilo, no tardarán en contener su felicidad cuando esta comience a contarles estructuradamente, casi como si de una clase se tratara, todo lo ocurrido desde hace unos meses en su vida para tomar esta decisión. Y en la de otras personas. Pronto desplegará sus cartas mostrándonos que la depresión sufrida por la muerte de su hija le impide sobrellevar la situación, especialmente después de descubrir que Estudiante A y Estudiante B de su clase fueron los que la asesinaron. Entonces no dudará ni un segundo en declararles su intención de venganza ya que, al tener sólo 12 años, la ley no podría hacer nada con ellos más allá de una insuficiente reprimenda por su comportamiento; su intención ya cumplida de mezclar la sangre infectada de VIH de su marido muerto en la leche que esa misma mañana tomaron en clase. Aunque sólo este fragmento podría haber sido un excelente cortometraje en verdad no estamos más que ante el preludio, el comienzo para la auténtica película: la sucesión de confesiones donde cada uno de los implicados irán dando su particular visión de lo ocurrido en el transcurso del tiempo. Hasta la venganza final.
Una de las quejas particulares más potentes sobre la película es que es un videoclip de casi dos horas donde la música y la imagen parecen tener más peso que cualquier linea argumental estricta; ese es su gran logro. Consciente de su condición de producto mutante, de carta abierta altamente subversiva, acepta su carácter abrazando la estricta contemporaneidad de la forma como lo hace igualmente del contenido. Con un ritmo parsimoniosamente veloz se van hilando unas tras otra las confesiones y las consecuencias de todo lo ocurrido en el prólogo; nos concede una visión privilegiada no sólo de las consecuencias sino también de los hechos que proyectaron tales sucesos. Cada fragmento está ordenado con una precisión quirúrgica, buscando siempre el momento exacto donde desvelarnos cada trozo de psique que conforma ese plano de las pasiones que se transparenta tras sus confesiones. Y no sólo eso ya que cada canción, en su poético mutismo, acaba por sentenciar aquello que no nos es dicho en el silencio; cada canción remite a momentos anteriores o posteriores, o al tema musical mismo, para conferir una mayor potencia a cada escena. Es como un videoclip excepcionalmente largo, pero consigue llevar al videoclip al extremo de la narración geográfica.
El espectador de pensamiento peregrino querrá ver aquí una crítica atroz hacia el sistema judicial japonés pero no es así ya que de entrada se niega cualquier valor posible al mismo; no hay posible crítica en la negación misma del objeto. La auténtica crítica de la película es hacia el sistema educativo, tanto escolar como familiar. No hay justicia alguna en la reparación del daño cometido ya que es imposible calibrar cuanto daño debe infligirse para calibrar el del otro lo cual hace del sistema judicial un monstruo de represión; la justicia sólo se puede dar a priori en el seno de la educación. Durante la película vemos una y otra vez a Estudiante A y Estudiante B siendo negados por aquellos que deberían ser educados. El primero por ser abandonado sin ninguna guía ética-moral bajo la única supervisión de su intelecto privilegiado, el segundo por su familia que justifica todo acto que cometa consintiéndole todo por atroces que sean sus acciones. La justicia fracasa en el mismo instante en que la justicia debe constituir el mantenimiento del orden común entre los iguales; en el fallo de la educación todo acto a posteriori es necesariamente un acto de venganza.
Nosotros somos los culpables únicos de cada fallo que suponga el endeble tejido de la justicia. En el relegar nuestra labor educativa, de justicia a priori, al estado además de nuestra coacción vengativa, lo que éste llamará justicia, lo único que conseguimos es negar toda posibilidad de justicia real en el mundo. El tiempo de la política de la amistad se acabó. ¿Pero en que situación nos deja entonces el acto de venganza? Como dice Yuko en el estremecedor final «Este es tu primer paso en el camino a la redención. Estaba de coña» Al literalizar el acto como una broma se pierde su propio carácter humorístico dejando atrás sólo la cruda realidad patente del acto; la venganza es la redención de la risa agotada. Florecen los amargones y las violetas torcidas como si fuera por tu derrota.